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domingo, 2 de febrero de 2020

Jet storm

Jet storm (1959), de Cy Endfield, en primera instancia, es un antecedente de Aeropuerto (1970), de George Seaton, la producción cuyo éxito encendió la mecha para que el cine de catástrofes fuera un fenómeno recurrente durante los setenta. Si en Aeropuerto, el hombre desequilibrado emocionalmente que amenaza con la explosión de una bomba, Guerrero (Van Heflin), será alguien que busca, con su muerte, que su esposa cobre el dinero del seguro, en este caso lo es Ernest Tilley (Richard Attenborough). Su objetivo, en principio, es aquel que considera culpable del atropello de su pequeña hija dos años atrás, que viaja en el mismo vuelo como pasajero, Brock (George Rose). Como así será en Aeropuerto, y las posteriores obras de catástrofes, el relato se define por microrrelatos de acuerdo a las particularidades de otros personajes, en este caso, pasajeros o miembros de la tripulación, con particular relevancia del piloto, el capitán Bardow (Stanley Baker), en sus esfuerzos por buscar la opción que pueda persuadir a Tilley de que desista de su propósito, recurriendo a otros pasajeros como piezas de una partida de ajedrez, a través del razonamiento o la sensibilización, caso del Dr Bergstein (David Kossof), la esposa de Tilley, Carol (Mai Zetterling). o del único niño pasajero.
La vertiente más sugerente de Jet storm es la que conecta con una obra precedente, The sound of the fury (1950), una de las producciones que dirigió en Estados Unidos antes de optar por el exilio, en 1953, en Inglaterra, tras ser señalado como comunista por el Comité de Actividades Antiamericanas (e incluido en la lista negra que le impedía ser contratado dentro de la industria), y con otra posterior, Las arenas del Kalahari (1965), tanto una como otra magníficas. Con respecto a la primera, por la cuestión del linchamiento, o el comportamiento desquiciado de un grupo a quienes la furia les conduce al ejercicio de la violencia. En aquella, inspirada en el mismo caso que Furia (1936), de Fritz Lang, los dos secuestradores y asesinos son linchados por una masa de gente que asalta la prisión. En este caso, varios de los pasajeros, comandados por Mulliner (Patrick Allen), intentan utilizar la violencia, la tortura, como arma persuasiva para que Tilley hable. Cuando les impiden materializar su propósito deciden intentar la opción del asesinato, matar a quien creen que es el objetivo de Tilley, porque, según su secuencia de razonamientos, consideran que muerto, Tilley, satisfecha su ansia de venganza, desactivará la bomba. Pero el dolor ha conducido a Tilley a tal grado de enajenamiento que ya responsabiliza a la humanidad en general, como si fuera cómplice por su indiferencia. Por mucho que intenten persuadirle de que los demás pasajeros no son responsables, y no tienen por qué sufrir su ira, Tilley se muestra inflexible.
Endfield, que firma el guion junto a Sigmund Miller, y escribe la letra de la canción que se escucha en los títulos de crédito, vuelve a enfocar en la vertiente más mezquina y brutal del ser humano, como lo hará en Las arenas del Kalahari, centrada en las distintas actitudes y conductas que muestran los supervivientes de un accidente aéreo en el desierto. Con el reflejo, como contraste, de los babuinos que habitan la zona, evidencia cómo, entre ellos, hay quienes más necesitan establecer un dominio sobre los demás y la circunstancia, dando rienda suelto a sus instintos más crueles y abusivos. Esos instintos también evidenciados en la competividad más inclemente que demostraba alguno de los camioneros de la excelente Ruta infernal (1957), que eran capaces de lo que fuera, aunque implicara poner en riesgo la vida de otro camionero, para conseguir el mejor resultado. En Jet storm, hay pasajeros que sólo se preocupan de sí mismos, y son capaces de realizar lo que sea, a costa de la vida de otros (con resultado desolador cuando intentan matar a Brock). Como contraste, hay quienes mantienen la actitud templada, y pese a que peligren sus vidas, no pierden la calma ni atropellan con su pánico o furia a otros. La narración se torna en un pulso entre la ecuanimidad y el desquiciamiento.

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