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viernes, 7 de febrero de 2020

Llanura roja

Llanura roja (The purple plain, 1954), es una sorprendente, y magnífica, producción británica dirigida por el estadounidense Robert Parrish. No es una obra convencional que se ajuste al patrón del género bélico, como no lo hacían con el western otras dos obras tan singulares y esplendidas como Historia de San Francisco (1953) o Más allá de río Grande (1959). Más bien es una obra de aventuras interior y exterior en proverbial armonía, el trance de una transformación vital. El guion es de Eric Ambler, autor de la excelente Viaje al miedo que adapta la novela de H.E. Bates. Llanura roja es el fascinante relato del proceso vital de un hombre, Forrester (Gregory Peck), un piloto que combate en Birmania durante la segunda guerra mundial, y deja de ser un hombre que lucha para morir para convertirse en un hombre que lucha para vivir. Para ello, tras haber encontrado de nuevo el incentivo vital, la creencia en lo posible, a través de una mujer, Anna (Win Tin Than), desprendiéndose de la sombra trágica de su pasado (la muerte de la mujer que amó), vivirá un trance alquímico de superación en el segundo tramo, que implica sobrevivir en las hostiles tierras desérticas (esa llanura roja), en territorio japonés, tras que su avión se estrelle. La secuencia inicial nos introduce, de modo admirable, y con pregnante intensidad, en el conflicto del personaje. La cámara desciende hacia Forrester, que yace inquieto en su catre, protegido por una mosquitera. Despierta, enfebrecido. Se escuchan ruidos de motores. Sale a la carrera (la cuál se planifica con sucesivos planos cada vez más cortos) hacia su avión, despertando al asistente que dormita junto al mismo, pero éste forcejea con él, resistiéndose, hasta que le golpea, haciéndole ver que no hay ningún ataque aéreo.
En la posterior secuencia de combate (concisa, Parrish va al grano), Forrest desoye las ordenes y se separa de la escuadrilla, para en acción suicida descender sobre la posición enemiga, para bombardearla, provocando que su copiloto sea herido. De vuelta a la base, no muestra preocupación por la herida de su compañero, y en cambio cruza indiferente la pista pese a los gritos de sus compañeros avisándole de que otro avión va a aterrizar. Sus compañeros le consideran un loco, un obseso, de hosco comportamiento. El oficial con quien comparte tienda, Blore (Maurice Denham), le intenta hacer ver que no es sino porque carece de cualquier expectativa (como él, a quien esperan esposa e hijos). Forrester, tumbado n su catre no contesta. Y, en un sorprendente flashback ( de cariz expresionista, como en los planos anteriores jugaba con los sonidos distorsionados, amplificados, como el sonido del lápiz sobre el papel ya que Blore está escribiendo una carta, que tensan a Forrester), nos sitúan en la raíz la herida de Forrester. El plano de una mano, la de la mujer que amaba Forrester, sobre el hombro de éste, mientras bailaban. La cámara asciende hacia la lámpara del techo. Una bomba estalla. Los planos, distorsionados, nos muestran a Forrester entre el espacio arrasado, hasta que se fija en una mano entre los escombros, el de su amada.
El superior de Forrester está decidido a prescindir de Forrester, dado cómo es una negativa influencia para sus compañeros, pero se encuentra con el cuestionamiento del médico, Harris (Bernard Lee). Este propone a Forrester visitar una misión en un poblado, dirigido por Miss McNab (Brenda de Banzie), una mujer que vivió toda una odisea, recorriendo un territorio hostil, para llegar a este poblado (una mujer que ha superado las circunstancias más adversas). Y es dónde conoce a Anna. Es hermoso cómo planifica este encuentro: Forrester se siente tan relajado en este espacio (tan opuesto a su febril tensión) que se queda dormido. Despierta, y se fija en la jarra de té verde a su lado, y después en el vestido verde y el rostro de Anna. En la secuencia de la posterior cena en la misión Forrester volverá a enfrentarse a su miedo (ese miedo, como señala Miss McNab, que los birmanos liberan, aunque sea con los gritos, pero que ellos, los occidentales, se guardan dentro como un quiste). Sufren un bombardeo de los japoneses, y Forrester y Anna se dirigen, entre la arboleda, a proteger a los niños, pero una bomba estalla a su lado. Forrester, de nuevo, discierne la mano de Anna bajo las hojas de las palmeras, y teme que esté muerta, pero no es así.
Como decía, el segundo tramo de la obra es el trance, de intensa fisicidad (es proverbial cómo Parrish la capta con un admirable sentido telúrico), que vive Forrester, con su copiloto y Blore (pasajero del vuelo) cuando su avión sufre una avería y deben aterrizar. A destacar, en especial, la secuencia final de esta odisea. Forrester cruza un espacio enmarañado de ramas (el uso del primer plano imprime una acusada opresión), y cae exhausto, hasta que advierte un pequeño reptil, y empieza a entreoír el ruido del agua. Ahora sí es un sonido real, el de un río que supone el fin de su vía crucis. Pero aún más: En la secuencia en que el doctor Harris le propone que le acompañe al pueblo, Forrester estaba observando a un niño jugando con un reptil. Cuando comienza a decir la frase, 'matar o no matar', ante la pregunta del doctor sobre lo que hace el niño, éste aplasta al reptil. El doctor apostilla cómo nos fascina la muerte. En esa secuencia el reptil representava el símbolo de esa fascinación o pulsión de muerte que domina a Forrester. En esta secuencia de final de odisea, ahora representa la vida, el ansía de vida, bellamente reflejado en el extraordinario plano final: Forrester entra en la habitación de Anna, que duerme en la cama, y se tumba plácida y conciliadamente a su lado.

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