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jueves, 30 de enero de 2020

Divina

Las miserias del mundo del escenario o del mundo como escenario en el cine de Max Ophuls. En La mujer de todos (1934), se nos descubre quién es la real mujer tras el icono de la artista de éxito, Gaby (Isa Miranda), convertida en mercancía de negocio y representación sublimada, una artista que enamoraba a todos pero que ha intentado suicidarse. En Suprema decisión (1939), Evelyn (Edwige Fiullere) trabaja de bailarina y dama de compañía en un club nocturno; se siente cautiva, atrapada en una vida que no siente suya. No se siente nadie ni tiene ya esperanzas o ilusiones en su vida. Está resignada a recrear ese papel en ese espacio de representación por mera supervivencia. En Lola Montes, la vida de la protagonista se nos narra a través de una representación circense, porque en eso es en lo que se ha convertido por ser diferente, por no querer plegarse al predominante rol de mujer. En Divina (1935), de cuyo guión original es autora Colette ( el único que escribió para el cine), Ludovine (Simone Berriau), o artísticamente, Divina, es, dentro del mundo artístico, en concreto del music hall, alguien decente y agradable, una excepción, como apunta con mordacidad una compañera. Ludovine se siente en todo como una presencia extraña, una intrusa, que ha suplantado la vida de otra persona. De hecho ocupa el piso de su amiga Roberte (Yvette Lebon), que ha preferido tomarse una pausa en la profesión tras tener una lesión, y que, antes de marcharse al extranjero, ha introducido a Ludovine en ese mundo, en esa compañía, L’ Empyree.
La película es, sobre todo, otro derroche de sofisticados y elaborados movimientos de cámara, así como de ingeniosas elipsis o asociaciones de montaje. En la primera secuencia, la transición de un plano del arado con el que trabaja Ludovine (que expresa que confía en un cambio en su vida), junto a su madre, a los planos de la rueda y del retrovisor del coche de su amiga Roberte que viene a visitarla, con la pretensión de convencerla para que dé el salto al mundo de la farándula. Dos movimientos de cámara describen la transformación del piso de Roberte: primero desordenado cuando se lo enseña, y tras una elipsis temporal, en dirección contraria, su completa modificación por Ludovina, que ya se ha asentado, ahora pulidamente cuidado. La febrilidad y frenesí entre bambalinas de la compañía de music hall está mostrado con largos movimientos de cámara en el que los personajes cruzan en el encuadre, como si la cámara intentara centrarse en lo que parece un mundo en permanente estado de bing bang de gestación, de crispación, barullo y convulsión, representado en ese director de compañía que siempre parece estar gritando, al borde del colapso.
En ese mundo los hay que intentarán aprovecharse de su ingenuidad, de su talante afable, no sólo para el placer sexual, sino para utilizarla en el tráfico de drogas, como el hipnotizador, el arrogante actor que actúa con un harén. Es un panorama definido por la escenificación vital, es decir, el fingimiento, la doblez y la manipulación, así como la vanidad y la arrogancia que no ocultan la insustancialidad. Hay otras exquisitas elipsis para reflejar la evolución de la relación con quien representa el universo opuesto, y que no pertenece a ese mundo, el lechero Antonin (Georges Rigaud): hermosa la forma de describir cómo se va realizando el acercamiento sentimental entre ambos con la repetición de gestos cuando le trae cada día la leche (en vez de que lo haga su recadero): las elipsis se realizan sobre el gesto de intercambiar las botellas de leche vacía y llena. Antonin además representa ese mundo que dejó atrás, que parecía un espacio limitado, que la restringía para realizarse. Pero tras conocer de cerca el reverso del mundo de las ilusiones, conocer su falsedad, ahora resulta más vivificante la naturalidad generosa de ese mundo rural en donde puede establecer un proyecto de vida con Antonin. Quizá deje de ser divina, esa estrella del escenario, pero será mujer, sin que sea continuamente avasallada por los hombres (y también mujeres) que esperan que complazca su voluntad.
Hay más bellos travelling: el que sigue a un maletín negro, que al abrirlo revela que hay un bebé dentro, y que la madre saca para darle el pecho, rodeada de sus compañeras, esperando que no les sorprendan los jefes, en un mundo donde sus cuerpos son instrumentos para un espectáculo o para complacer el deseo, y ante lo que no quiere ceder Ludovine; la excelente secuencia en la que las chicas del coro se desnudan en el escenario, excepto Divina que se niega, incluso revolviéndose a golpes con la estrella del espectáculo que ya había realizado previamente sus avasalladores acercamientos. El destino de Divina no resulta trágico como el de Gaby o el de Lola Montes; un beso sella su abandono de un mundo que sólo quería aprovecharse de su cuerpo, de lo que representaba para otros, y del anhelo de sentirse divina ante los ojos de los demás. Pero Ludovine prefiere a alguien que la admire por quien es.

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