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domingo, 23 de febrero de 2020

Testigo de un crimen

Testigo de un crimen (Eyewitness, 1957), de Muriel Box, podría enfocarse como la tenebrosa pesadilla, o el siniestro reflejo, de una acre discusión marital que hace tambalear la estabilidad de la relación. El conflicto inicial doméstico es un conflicto de lo más corriente: las discrepancias sobre el planteamiento de economía doméstica, y sus priorizaciones, se amplían a los respectivos enfoques sobre otras priorizaciones, el propio ego o la consideración del otro. Jay (Michael Craig) compra una televisión sin tener en consideración la opinión de su esposa, Lucy (Muriel Pavlow), quien, molesta por esa falta de detalle, disiente también con respecto su pertinencia. Considera que es otro gasto que hipoteca su vida. Otro derroche que se preocupa de la propia película/ilusión sin tener en cuenta la trama de la realidad (cómo les va ahogar con la suma de compras a plazos: es una trampa a plazos). Jay, por otra parte, como extensión de la priorización de su capricho, también subordina sus decisiones a su imagen. Cuando ella insiste en que devuelva la televisión, Jay se niega por la imagen que proyectara por cambiar de decisión. La discusión llega a un punto de no retorno, porque nadie cede. Lucy opta por marcharse del hogar. Establece un ultimátum, es ella o el televisor (por lo que representa la decisión de mantenerlo en el hogar). A partir de ahí se inicia la siniestra pesadilla que conmociona sus vidas, lo anómalo irrumpe y pone en peligro la vida de Lucy, como su relación marital se encuentra en un punto de peligro en el que amenaza la disolución. Lucy será testigo de un robo. Perseguida por uno de los dos ladrones, será atropellada por un autobús, lo que le causa una conmoción cerebral. El relato se centrará en los intentos de acceso al hospital, donde ella es registrada inconsciente (y sin identificar), por parte de los dos ladrones para eliminar a la testigo de su infracción.
Una infracción equiparable a la del marido. Al respecto es sugerente la caracterización de ambos ladrones. Wade (Donald Sinden), sin escrúpulo alguno, a diferencia de Barney (Nigel Stock), quien, significativamente, necesita un aparato de sordera. Parecieran representar el rechazo, insensible, que ha sentido por parte de su marido, por importarle más lo que piensen los demás que lo que piense ella, y su negativa a escucharla, a tener en consideración su punto de vista, como si ella fuera un mueble más, como el televisor, al que, incluso, parece preferir. De alguna manera el relato parece la película que se genera en su cabeza, mientras yace inconsciente en la cama del hospital, el forcejeo de sus emociones, ya que, por añadidura, como contrapunto de los intentos de acceso de los ladrones, sobre todo de Wade, se relata la consolidación, o el establecimiento de cimientos de una relación marital, entre la enfermera, Penny (Belinda Lee) y su novio, un militar al que destinan a otro país, lo que implicaría una separación de un par de años. Durante esa noche sellan su amor y proyectan una vida en común. Una relación nace y se afianza, mientras intentan matarla, como ella parece sentir que, con esa acre discusión, se ha herido gravemente al amor, agriado, y sustraído, por el capricho y la pragmática del ego, la vertiente sórdida de la realidad a ras de suelo que desfigura la ilusión amorosa.
Es un planteamiento, o doble capa de relato, por un lado la peripecia externa y por otro sus implicaciones simbólicas o metafóricas, que utilizaba con particular ingenio Alfred Hitchcock, caso de La ventana indiscreta (1954), o hará David Fincher en La habitación del pánico (2002), con la equiparación de los ladrones como reflejos de las emociones en conflicto del personaje principal femenino. No hace falta evidenciar qué es real o qué es sueño e imaginación, es la construcción en capas del relato. Muriel Box orquesta con habilidad, durante su media hora final, la tensión de la peripecia externa, el progresivo asedio por parte de Wade para intentar matarla, sin que ella lo sepa, porque yace inconsciente, y en paralelo, el desconcierto del marido, que comienza a sentirse culpable, y decide averiguar si quizá su esposa haya podido sufrir un accidente, por lo que se acerca a una comisaría, es decir, vuelve a preocuparse por su esposa, más que de sí mismo (como quien apaga la pantalla de su ego; como él apaga el televisor antes de ponerse en marcha y salir al exterior en su búsqueda). El eficaz guión, que sabe jugar con figuras secundarias (el marido que ronda el hospital mientras nervioso espera el primer parto de su esposa; la paciente anciana a la que cuestionan sus reiteradas observaciones de que hay un hombre al acecho que quiere entrar en la sala), es de Janet Green, que parte de un argumento propio, como también, a excepción de la interesante The long arm (1957), de Charles Frend, en otros sugerentes previos relatos criminales, como Trágica obsesión (1950), de Ralph Thomas o Secuestro en Londres (1956), de Guy Green, su primer marido, o posteriormente en Crimen al atardecer (1959), de Basil Dearden. Con su segundo marido, John McCormick, escribiría los guiones de la excelente Víctima (1961) y Vida de Ruth (1962), ambos de Basil Dearden, y la magnífica Siete mujeres (1966), de John Ford.

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