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jueves, 27 de febrero de 2020

The gentlemen: los señores de la mafia

The gentlemen: los señores de la mafia (2019), de Guy Ritchie coincide con The irishman, de Martin Scorsese, en la revisitación de un escenario codificado. Son las coordenadas tanto de un territorio o repertorio propio como el de un sub género, el de los gangsters o mafiosos. Una diferencia sustancial es que la de Scorsese me transmitía la sensación de repetición, lo que derivaba en cortocircuito o saturación. Una vez más lo mismo, como la recreación de una jugada desde otro ángulo de cámara, aunque se aportara la variable del deterioro o envejecimiento. En cambio, la de Ritchie transmite (considerable) mejora y densificación con respecto a las coordenadas de las obras previas, Lock and stock (1998), Snatch (2000), la indigesta Revolver (2005) o Rocknrolla (2008). The gentlemen: los señores de la mafia no transmite la sensación de ser un mero juego que se agota en esos contornos, ni sobresatura con su ensimismamiento, como si se diera vueltas sobre lo mismo una y otra vez, caso de sus obras precedentes. Sigue siendo un juego, con la estructura, con el relato en sí, con sus diferentes recursos, con su estructura, con las perspectivas, pero dotado de más capas, y con más potencia reflexiva. Ratifica que su cine creció durante la última década, en la que ha dado sus más sugerentes obras, Sherlock Holmes (2009), The man of UNCLE (2015) y Rey Arturo: la leyenda de Excalibur (2017). The gentlemen: los señores de la mafia, es una obra que establece una mordaz reflexión, en primer lugar, sobre las mismas convenciones genéricas, y también sobre un contexto social, en el que ya la misma estructura de clases, los límites entre unos escenarios o entornos y otros, quedan subordinados, o se unen, bajo una estructura dominante en nuestra sociedad de hoy, la corporativa, las coordenadas de realidad regidas por la economía y las apariencias (que se proyectan). Y, en tercer lugar, la vida como ficción, o la relación ficcionalizada con la vida. Personajes, conscientes o inconscientes, en una función, cuya dinámica está definida por las estrategias y las escenificaciones, con aspirantes a demiurgos y actores, protagonistas o de reparto (peones).
En ese sentido, no importa tanto la especificidad del relato, quiénes son los contendientes, cuál es la materia o elemento en disputa, quién es como se presenta, cuáles son las alianzas que se gestarán o quién traicionará a quien, si son traficantes de droga, empresarios o gangsters, quiénes disparan sobre quienes, quién quedará vivo o será asesinado. Es un escenario, una ficción, en la que son personajes que se desplazan en unas coordenadas de realidad que resulta difícil discernir de la ficción. Por eso, se inicia con el relato de un personaje a otro. Es el inicio del juego o de la representación. Los vínculos son escurridizos, inciertos, como difusas las intenciones. La realidad es un entramado de escenificaciones en el cual hay que distinguir dónde está colocada la trampa o estar atento a cuando se revele un panel movedizo. Un rostro no es un rostro sino una sucesión de máscaras, y resulta imprevisible cuál predominará en cada circunstancia.
La realidad se revela como un entramado de transacciones, de maniobras y estrategias. El arte, o la habilidad, reside en la anticipación, en los reflejos que se muestran en las reacciones resolutivas. Es un escenario en el que los papeles no determinan la previsión del desarrollo de la trama, porque quizá un personaje decida variar, no sólo de actitud o propósito, sino simplemente ser otro. Es lo que tiene la realidad movediza cuando ante todo se expone o evidencia como relato. Si es relato puede no ser cierto lo que se enuncia, por sustracción, manipulación o distorsión interesada, o por torpeza perceptiva. Todo depende de los ángulos. Es importante dominar la información, el control de cómo se percibe a los demás o a uno mismo. La virtualización que instrumentaliza. Es la realidad escénica que habitamos (o nos habita).

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