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lunes, 24 de febrero de 2020

Acto de violencia

¿Cómo se puede construir una vida si renquea en tus entrañas, como una cojera, la sombra de una culpa que te persigue como una quemadura de la que no te puedes desprender? Quizás esa cojera tenga cuerpo, el de Parkson (extraordinario Robert Ryan), quien persigue, con la determinación de una mirada abrasada, la de la obsesión, a Enley (portentoso Van Heflin) en Acto de violencia (Act of violence, 1949), un apasionante film noir que no dudaría en calificar como la gran obra de Fred Zinnemann. Hay cineastas como Mark Robson o Jean Negulesco que realizaron estimulantes, cuando no excelentes obras, en la década de los cuarenta, e inicios de los cincuenta, para luego convertirse en desvaídos ilustradores, aunque nunca alcanzaron el prestigio de Zinnemann, en cuya filmografía abundan las obras premiadas, o que forman parte de la mítica popular del cine, pero que no me parece que sobrepasen la discreción, caso de Solo ante el peligro (1952), De aquí a la eternidad (1953), Un hombre para la eternidad (1966) o Julia (1977).
Los finales de los cuarenta en el cine estadounidense son una época apasionante, una era convulsa en la que forcejeaban encontradas fuerzas en un país que se reconstruía, tras superar el trauma de la guerra, con la satisfacción de la victoria, pero que había abierto, a la vez, heridas. Curarlas implicaba transformar de raíz un país en el que se advertían miserias como las que se habían combatido, caso de la xenofobía, pero había quienes querían aplicar un esparadrapo engañoso, aunque la herida siguiera supurando, como los que establecieron la enconada Caza de brujas, una forma legitimada de purgar al molesto disidente. Precisamente, Robert L Richards, quien convirtió en guión una historia de Collier Young, fue una de sus víctimas. Tras escribir el guión de la magnífica Winchester 73 (1950), de Anthony Mann, ya no pudo firmar guión alguno. Desistió y se hizo carpintero, falleciendo, en México, con amargura, por la vida que había perdido. Amargura es también la que sentía Zinnemann, porque sus padres habían fallecido durante la guerra en campos de concentración, al llegarles demasiado tarde los pasaportes estadounidenses para unirse con él y su hermano (y esa culpa parece que atenazó al propio Zinnemann; quizá por eso sea tan palpable, y esté tan matizada, en la película). Esa doble convulsión, la colectiva y la individual, empapa esta admirable obra que es toda una desgarrada inmersión en los abismos, la desesperada asunción de que se vive en un túnel del que ya nunca se podrá salir por mucho que se quiera autoengañar. Hay cimientos de vida que se sostienen sobre lodazales.
¿Por qué persigue con esa obcecada furia Packson a Enley? Enley parece la representación de la más inofensiva e intercambiable normalidad, un constructor de éxito que vive con su joven esposa, Edith (Janet Leigh) y su pequeño hijo. En las primeras secuencias, el primero parece la amenaza que acecha en las inmediaciones de la casa donde vive Enley, o en el río donde está pescando con un amigo. Parece conducirse como si su cuerpo estuviera permanentemente expuesto a una sobrecarga eléctrica, lo que desde sus primeras imágenes propicia que la tensión se adhiera a la narración, que ya se mantendrá hasta las últimas secuencias, que elocuentemente finalizan con una colisión. Con las sombras valga la paradoja, empezará a hacerse la luz (magnífico trabajo lumíníco de Robert Surtees), comenzará a desvelarse qué vínculo les une y a insinuarse que la luz puede ser engañosa, como la propia normalidad de Enley (los frágiles cimientos sobre los que estaba construida). Porque Packson es la ‘sombra’ de Enley (el instante en el que Edith le dice que Packson había estado en casa, se escucga sobre un plano de él en sombras). Es la sombra de su culpa.
La revelación del por qué, relacionado con la estancia en el campo de concentración en el que ambos estuvieron prisioneros, implica un salto de eje demoledor, porque replantea la percepción de quién es víctima, y se reconfigura su concepción, porque se introducen interrogantes que enfocan en responsabilidades disimuladas tras la fachada de una luz engañosa, pero también plantean matices sobre los frágiles límites que invalidan los juicios sumarísimos. Packson, desde luego, parece alguien tan marcado por ese pasado, por la herida a hierro vivo en sus entrañas, que parece incapacitado para vivir, para amar, como ejemplifica Ann (Phyllis Taxter), la mujer que le persigue a su vez para que desista de su venganza. La elusión de Enley implica sobre todo intentar fugarse de sí mismo, pero es más fácil desasirse de Packson, que de sí mismo.
Enley entra en otro mundo, de callejones oscuros y sórdidos tugurios, una zona que parece la de otro universo, opuesto a aquel luminoso en el que vive, entre casas adosadas y amplios ríos. Aquí todo parece angosto, entre vidas al margen, como la de Pat (excelente Mary Astor, lejos del glamour de ‘El halcón maltés’), que intenta ayudarle (un resquicio de cómo aún quisiera verse), y vidas mezquinas que se aprovechan de los otros cuando pueden (quizá su reflejo de lo que fue). Desde luego, angosto siente su propio corazón que grita ya desesperado mientras corre por un túnel, por eso, siente la tentación de dejarse arrollar por un tren o, aturdido por el alcohol, intenta convencerse de que quizá se libre de su sombra encargando a otro que la mate. Pero de sí mismo no hay manera de liberarse. Ese recuerdo de lo que hizo se agarra a sus entrañas como un parásito cojo que nunca dejará de hacer sangrar sus sombras.

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