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sábado, 16 de febrero de 2019

Nancy

Cuando tu vida no es la que desearías que fuera, asemeja una penumbra permanente, como evidencia la tenue iluminación, y los colores degradados, de la elaborada dirección de fotografía, de Zoe White, para Nancy (2018), la excelente opera prima de Christine Choe. Nancy (Andrea Riseborough) se siente comprimida en una vida insuficiente, que queda realzado también por el formato cuadrado. Los límites de su vida se sienten restringidos, y su imaginación es la llave de acceso a las vidas posibles de las que carece, como el tinte oscuro con el que colorea su cabello, que asemeja a un casco protector, como si a la vez fuera escondrijo. La imaginación que se torna mentiras, invenciones, usurpaciones, engaños. Avatares. Otros posibles relatos de vidas, otras posibles identidades en otro escenario de vida. Comparte su vida con su madre, Betty (Ann Dowd),y su gato Paul. Una vida restringida al cuidado a su madre, ya que padece síndrome de Parkinson, y a sus reproches, el último resquicio que le queda de ilusorio control a una mujer que no controla los movimientos de su brazo, ya convertida en un bulto dependiente. Los resquicios que busca Nancy son los que implican otro relato diferente de su vida, como cuando comenta a sus compañeros de trabajo que logró acceso a Corea del Norte, cuando se supone que está más que restringido, y les enseña unas fotografías que les hace creer que fue así. O cómo, a través de internet, esa otra pantalla que posibilita reinvenciones de identidad y escenarios vida, posibles relatos, hace creer que está embarazada, a través de un chat, a Jeb (John Leguizamo), un hombre que perdió a su hijo. No hay deseo de engaño, sino un ofuscado intento de buscar conexiones que rectifiquen su falta de conexión con su vida alrededor, atada a la vida deteriorada de su madre. Pero aún así ¿qué sería de ella sin su madre?.
Cuando su madre fallece, la intemperie de su vida se hace más acusada. Y busca otro hogar. Y urde un relato. Una impostura que no deja de ser la búsqueda de un reemplazo, mediante los únicos recursos que domina, la invención, la usurpación de una identidad. En un programa televisivo ve un reportaje sobre una pareja, Leo (Steve Buscemi) y Ellen (J Peter Cameron), cuya hija fue secuestrada treinta años atrás. Y decide ponerse en contacto con ellos. Les dice que cree que es su hija. Se traslada por unos días a su granja, para conocerse, aunque sobre todo es una forma de buscar contacto con la vida, como quien se siente figura a la deriva en el espacio exterior. Sus evocaciones, más relacionadas con sensaciones, resultan lo suficientemente difusas para ser convincentes, especialmente para quien necesita creer que sea cierto, como es el caso de Ellen, aunque Leo, psicólogo, muestre más recelo, aunque sobre todo porque teme las consecuencias de una nueva decepción para su esposa. Durante unos días, hasta esperar los resultados del adn la vida de Nancy es, de modo provisional, la promesa de otra posibilidad. Paladea esa posibilidad. La mentira y las necesidades se enredan de un modo desconcertante, en especial para las dos mujeres, porque ambas sienten una conexión que parece real, más allá de lo que desean, que Nancy sea de veras su hija, y la ilusión de una conexión de la que carece, una familia y un lugar acogedor, armonioso, que poco tiene que ver con el espacio comprimido, hacinado y oscuro de la casa que compartía con su madre. Es excelente el movimiento de cámara, la panorámica que despide el hogar del que huye, ese espacio que transpira encierro, vida angostada, los residuos de un pasado que no quiere sentir como futuro inexorable.
Pero, ¿en qué medida la conexión entre ambas mujeres es real más allá de esa falta, de ese hueco en sus vidas que desean llenar, reparar, como una herida no cicatrizada? ¿Pese a la impostura se puede sentir una conexión real?. Quizá no sea su hija, pero Ellen, por ejemplo, admira la resolución de Nancy cuando atiende a un joven que ha sufrido un accidente de caza. Esa ambivalencia dota de un doloroso lirismo contenido a la narración, que se despliega como una partitura impresionista, propulsada por la ingravidez que transmite la excelente banda sonora de Peter Rearburn. Al fin y al cabo la vida de Nancy es una vida ingrávida, que se sostiene sobre las invenciones, y las penumbras de unas insatisfacciones, de una vida que no es. Por eso, su desesperación cuando teme que haya perdido en la nieve, en las inmediaciones de la granja, a su gato Paul. A su vez, Ellen la busca, porque para una el gato es el único vínculo real que le queda, y para otra la ilusión de que pueda ser su hija es la posibilidad de reparar un vacío, el de aquella manita que no agarró como debiera haber hecho, antes de perderla. Una vida que quedó truncada, una relación interrumpida, y aparece un cuerpo que quizá sea el que recomponga una ausencia. Para Leo y Ellen puede ser la continuación de lo que quedó suspendido por lo irresuelto, como una incógnita que se mantuvo en el tiempo como un miembro mutilado. Y para Nancy, es una vida posible, con la que juega de modo provisional como pasajera ilusión, porque ella misma sabe que ni sus mentiras ni la excusa de la escasez de recuerdos nítidos se pueden sostener, más aún cuando en unos días los resultados evidenciarán que no hay vínculo alguno entre ambos. Y las mismas sombras de remordimientos se enredan con su necesidad, aún porque ocupa la habitación de alguien que sabe que no es, una habitación que quedó detenida en el tiempo, con las fotografías de aquella niña desaparecida, que no se sabe si creció, y sus muñecos de peluche (que en cierto momento tiene que guardar en el armario porque ya no soporta, por la real conexión creciente que siente con la madre, el engaño que está representando), Este no es un relato sobre misterios, ni hay enigmas ni sorpresas. Es un relato sobre la necesidad de crear vínculos, una conexión, sobre su falta, sea por sustracción o por carencia. Es una delicada y sutil narración de penumbras emocionales.

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