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viernes, 15 de febrero de 2019

Lo que arde con el fuego (Wildlife)

Lo que arde con el fuego (Wildlife, 2018), es la espléndida opera prima del actor Paul Dano, quien, junto a Zoe Kazan, adapta la excelente novela de Richard Ford, que aquí fue retitulada Incendios. En Montana, en las cercanias de Great falls, la población a la que se ha traslado la familia que conforman Jeannette (Carey Mulligan), Jerry (Jake Gyllenhaal) y su hijo, de 14 años, Joe (Ed Oxenbould), son recurrentes los incendios. Otros incendios interiores son los que arrasan las emociones, desorientadas y desconcertadas, de Jerry y Jeannette: o su equivalente, esa vida salvaje (wildlife) a la que alude el título original de la novela, que la película mantiene: el desbocamiento indomesticable de las emociones. Las emociones pueden resultar dífíciles de controlar, y te desbordan, como la mismas circunstancias de tu realidad te pueden superar. Jerry, de hecho, decide apuntarse a la brigada contra incendios como desesperado modo de encontrar una dirección en su desconcierto. Es fuga y a la vez conjuro y búsqueda, como quien se sacude sus propias llamas. Ha perdido su empleo en el campo de golf, según sus superiores, por darse demasiadas confianzas con los clientes, y esa rabia, sumada a la impotencia de verse abocado a un nuevo reinicio, a otra búsqueda de empleo, en otra localidad diferente a aquellas en las que residieron por un corto espacio de tiempo, como si no fuera posible encontrar la estabilidad, le hace sentir que arde, y es ese tipo incendio que genera un humo que ofusca el discernimiento. Se resiste a trabajar como reponedor en unos almacenes porque para él supone un retroceso, como si de nuevo fuera un adolescente aún con sus primeros empleos. Se niega a retornar al empleo en el campo de golf porque no quiere saber nada con quienes tienen esa actitud veleidosa y condescendiente, que no resulta nada fiable, como si a su impotencia se sumara, además, el hartazgo por el desgaste que supone sufrir la inconsistencia de unas actitudes que definen y deciden si los cimientos de tu vida son estables o provisionales, inciertos. Prefiere sumirse en el letargo vital, como cuando su hijo le encuentra dormido en el coche, o simplemente aproximarse a otras llamas, más físicas, para abrasar las que arrasan su interior, como quien busca apagar un grito. Aunque suponga subordinar, relegar, las necesidades de su familia.
Jeannette, en cierto momento, expresa que sabe que tiene que despertar, aunque no sabe de qué o a qué. Desconcertada por la marcha de Jerry, se siente abandonada, como si él hubiera elegido a otra mujer, como si la hubiera dejado de lado, en el arcén de la vida, mientras él prosigue su andadura. Su decisión de optar por la necesidad propia más que por el sentido práctico que implica no sólo la estabilidad de la propia familia sino la consideración de las voluntades de ella y su hijo, la deja en un estado de aflicción, desconcierto y despecho. No siente que nade en las aguas de la vida, pese a que la hayan ofrecido un empleo como instructora de natación. Más bien siente que bracea. Intenta recuperar a aquella que fue, o cómo se sentía cuando flirteaba con Jerry, y con la misma vida, como si buscara, atribulada, esa sensación de inicio, de vida en movimiento con rampa de lanzamiento, primero, a través del cuidado y refinamiento de su aspecto, engalanándose, como forma de reclamar sentirse deseada, admirada, querida. Sentirse presencia. Como si no fuera un bulto que se deja en el arcén. Y, después, con su flirteo con Miller (Bill Camp), que no deja de ser otro grito que intenta contenerse, otra forma de venda para no sentir la deriva en la que se siente zarandeada, desequilibrada, como quien ha perdido la fuerza gravitacional que la mantiene conectada con la realidad. No importa en este caso él, en concreto, sino la acción en sí, lo que supone con respecto a lo que le ha hecho sentir de Jerry, sentirse abandonada.
Wildlife, delineada con una precisa narrativa contenida, y elíptica, y unas exquisitas composiciones, se plantea desde la perspectiva de su hijo, Joe, quien descubre a la mujer y el hombre tras la figura de su madre y padre. Forcejea entre la impotencia que siente porque la realidad, o la actuación de ambos, no se ajuste al escenario que desearía y fuera, y la progresiva, aun difusa, comprensión de lo que siente una y otro. Siente la sacudida de sus heridas y de su desamparo, de su rabia y su frustración, pero como el pintor que lamenta que la mancha del cuadro no se corresponda con el trazo que su pincel quisiera trazar. Observa como testigo impotente los conjuros de sus huidas o vías de escape, con otras llamas, con otros cuerpos. Hay algo de mirada que embellece con su filtro en la cuidada textura fotográfica, cual apastelada litografía, del brillante trabajo de Diego García como director de fotografía, en correspondencia con la mirada de Joe, el cual afina su conocimiento de la técnica fotográfica, en el estudio fotográfico en el que trabaja. Pero su mirada, perpleja, aún en gestación, no logra aprehender lo que se le escurre en esas miradas desvalidas, magulladas, que se evidencian en las miradas de ambos, cuando al final les pide que posen con él en una fotografía que él quiere realizar. Esa secuencia no estaba presente en el libro (de hecho, sólo se alude en una frase al aprendizaje fotográfico), pero para Dano fue decisiva para perfilar la película que quería realizar. Definía el trayecto dramático, y condensaba su mirada: La fotografía de la realidad que Joe quisiera que fuera no esconde, aunque su mirada prefiera no verlas o aún no las discierna por su juventud, las fisuras de lo que se abrasó, como el terreno arrasado por el fuego en el que quizá tarde en brotar de nuevo la vida. O quizá nunca. Por lo menos, ya no del mismo modo.

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