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domingo, 10 de febrero de 2019

Charlie Bubbles

Charlie Bubbles (1968) fue la única obra que dirigió el gran actor Albert Finney. Fue una de las cinco producciones de Memorial pictures, la productora que fundó junto a Michael Medwin. Las otras fueron If... (1968), de Lindsay Anderson, La famila Crompton (1970), de Peter Hammond, con James Mason, Detective sin licencia (1971), de Stephen Frears, que él mismo protagonizó, y Un hombre de suerte (1973), de Lindsay Anderson. La película había sido rodada en 1966, pero encontró dificultades para su exhibición. En Estados Unidos se estrenó seis meses antes que en Gran Bretaña. Pese a la buena recepción crítica fue un fracaso en taquilla. Finney anunciaría, en los inicios de la década de los setenta, un segundo proyecto para dirigir, The girl en Melanie Klein, pero el proyecto no se llevó a cabo, y no volvió a dirigir. Quedó como una singularidad con escasa difusión también en las décadas posteriores, pese a ser una película excepcional. El guión es obra de Shelagh Delaney, autor de la novela Sabor de miel (1958), que el mismo guionizará en la obra homónima de Tony Richardson de 1961, y también guionista de The white bus (1967), de Lindsay Anderson. Nombres relacionados con aquella corriente denominada Free cinema que impulsaron los jóvenes airados, que se definían por un espíritu contestatario, no sólo con respecto a la tradición teatral o cinematográfica anterior, sino en un sentido amplio, ante toda institución, figura de autoridad. estructura de realidad dominante, o infecciones de enajenación (el éxito, el arribismo...). Charlie Bubbles, en este sentido, no resulta tan áspera y sombría, como obras precedentes, en su cuestionamiento de una estructura de relación con la realidad (algunas de las cuales el mismo Finney protagonizó). Con templado desapego constata unas inconsistencias, y casi se podría decir que se constituye en despedida de ese espíritu airado que opta por un mutis por el foro (dejando como residuo contestatario a un Lindsay Anderson que fue escorándose a la abstracción de una sátira surreal, como si la realidad ya sólo se pudiera enfocar desde la distorsión).
El trayecto de narración se vertebra, o más bien modula, a través de la insatisfacción que siente el escritor de éxito Charlie Bubbles (Albert Finney), un recorrido que culmina con la asunción del vacío en el que habita, por la ausencia de real comunicación, o conexión, con los otros, con la realidad alrededor. Como si su vida fueran desperdicios linguisticos. Se siente su desconexión desde la primera secuencia, en la que ya se establece ese desajuste a través de la planificación, que será recurrente en los diversos encuentros que pautan su recorrido. En general, los otros personajes hablan, pero la mirada de Bubbles siempre parece fugarse hacia la periferia, el entorno, figuras que transitan, otras miradas con las que se cruza, como si su mirada nunca estuviera centrada en los primeros términos de su vida, porque no se siente conectado a la misma. Es una mirada en fuga. Finney, en ningún momento explica al personaje (o no recurre a que se explique o pronuncie), ya que se muestra en general silencioso, o cuando menos lacónico. Es su mirada la que lo define, la que conduce y modula emocionalmente el relato. Lo desentraña a través de su relación con el entorno, con los demás. Sólo con su esposa, Lottie (BillieWhitelaw), mantendrá alguna conversación más consistente, aunque, aún así, lo fundamental no sea aquello de lo que se habla, sino el peso de un pasado, lo que evidencian, o hasta esconden, las miradas y los gestos. Y eso también es palpable con otras figuras, vinculadas a su pasado, con las que se cruza, como con su vieja amiga, interpretada por Yootha Joyce, en el bar de carretera.
Es la mirada desajustada de Bubbles, entre una tristeza amortiguada y el aturdimiento del hastío, la que se sedimenta en la narración y la conduce. No importa el entorno que transite. En la primera secuencia, en un restaurante de lujo, sus agentes hablan sobre cuestiones relacionadas con el negocio, palabras que son cálculos y especulaciones, sobre inversiones y beneficios, pero la mirada de Bubbles se escurre entre los intersticios, en la periferia. En los márgenes, en otra mesa, al fondo del restaurante, advierte la presencia de un amigo, Smokey (Colin Blakely), también escritor, aunque no de éxito. Con él expresa lo que sentía con respecto a ese entorno de figuras atildadas como rígidas figuras en una vitrina: uno y otro se embadurnan con las salsas y las viandas. Y no dudan en salir a la calle con ese aspecto. Desentonan, como así se siente Bubbles con la realidad que habita: desentona. Pero así lo hace palpable, como un juego de niños. Pero en otro entorno opuesto, un deslustrado bar de figuras silenciosas, y miradas perdidas, Bubbles siente ya de modo doloroso su desajuste, como si se confrontara a su reflejo más tétrico. Bubbles se siente lejos, distante, separado, como si mirara la realidad a través de unas pantallas, como aquellas, en su mansión, a través de las que contempla a sus asistentes y sirvientes, su secretaria, Eliza (Liza Minelli), y su cocinera y mayordomo, o su desorientado amigo Smokey. La vida es una película que no parece que tenga que ver con él, una película que no le agrada, una sucesión de fragmentos que carecen de nexos para él.
Bubbles se deja llevar por cierta inercia, como cuando se deja desnudar por su secretaria, y hace el amor con ella, aunque más bien parece que deseara simplemente arrebujarse entre las sábanas, escondiéndose del mundo. Los encuentros no lo parecen, sea con quien no conocía, como la inane cháchara del soldado que le pide un autógrafo para su esposa, o el encuentro con su vieja amiga y su familia en el bar de carretera: la falta de cosas sustantivas que decirse, la banalidad de los diálogos y la palpable intensa presencia de un pasado compartido que se intuye a través de las miradas y los vacíos en la conversación, construyen una ejemplar secuencia. Es una línea de pasado insinuada, ambigua, como una relación pasajera, o línea posible, un deseo que no se materializó. En el encuentro con su esposa, por su parte, se intuyen las magulladuras de una ilusión que que quedó truncada, los rescoldos de un deseo aún no apagado que se enmarañan con resentimientos, como los reproches se combinan con las atenciones. Miradas elocuentes que no se hacen palabras, pero quizá añoran convertirse en lo que explicita lo que quedó arrumbado, como un pasado que se quisiera reconfigurar en otra posible línea de vida. Otro posible relato de vida.
Pero no hay en Bubbles ese deseo siquiera, por eso las palabras parecen haber desertado de él. Prevalece el impulso de dormir, de desvanecerse. Como si el partido de la vida ya no tuviera que ver con él, o careciera de deseo de pugnar con la vida, con los diversos enfrentamientos a los que parece abocar. No logra establecer siquiera comunicación, o sintonía, alguna con su hijo, Jack (Timothy Garland), cuando asisten juntos a un partido del Manchester United en Old Trafford: la secuencia se centra fundamentalmente en planos de padre e hijo, sin nada que decirse: se percibe cómo es una situación incómoda y dolorosa para él, y decepcionante para su hijo, como si entre ambos existiera una distancia infranqueable que dilata su brecha, y que concluirá con la abrupta intrusión de un periodista en la cabina donde presenciaban el partido. La desaparición del hijo refrenda esa distancia. No le importa que su padre se preocupe por su desaparición. Vuelve a casa solo sin decir nada, y cuando llega su padre le dice que se calle porque está viendo un programa de televisión. Si las relaciones parecen definidas por la insuficiencia, y la sensación de futilidad empapa como un manto que incita a la apatía, por la falta de conexión, resulta comprensible que, tras avistar al amanecer un globo en mitad del valle, Charlie decida subirse en el mismo y alejarse. Alejarse de donde ya se sentía bien lejos.

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