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miércoles, 20 de febrero de 2019

La corresponsal

A la periodista estadounidense Marie Calvin, corresponsal de guerra para el periódico británico The Sunday Times, le preguntaron por qué había había centrado su labor periodística en zonas en conflicto de guerra y ella contestó que se preocupó por ir a esos lugares y escribir, de alguna manera, algo que que hiciera a alguien más preocuparse tanto como ella en ese momento. Su motivación surgía de las heridas y las ruinas, como condensa el magnífico plano inicial de La corresponsal (A private war, 2018), opera prima de Matthew Heineman, con guión de Arash Amel. El trayecto narrativo de esta excelente obra, que parece desplegarse desde esa conmoción que no dejó de sentir la periodista ante los horrores que contemplaba, parte de la circunstancia que provocó que perdiera su ojo izquierdo, durante el conflicto de Sri Lanka, en el 2001, por la explosión de una bomba, cuando hacía gestos indicando que era una periodista. Esa falta de ojo izquierdo, que durante años cubrió con un parche (como una pirata, como ella señalaba), parecía contener esa herida que necesitaba revelar, transmitir, a los demás, y que a la vez la desestabilizaba y desesperaba. Durante un tiempo debió permanecer ingresada en un sanatorio, porque, aunque no fuera una militar, había sufrido más estrés postraumático que muchos soldados.
Calvin, como le expresa su director, Sean Ryan (Tom Hollander), ve para que los otros, nosotros, no veamos. Es quien mira de frente, en primer plano, el daño, en escala desorbitada, qué es capaz de realizar el ser humano. Es la enviada que transmite, pero a la vez sufre por los que, a través de las páginas de un periódico o una pantalla, se libran de ser testigos de lo que no deja de ser para ellos una representación, algo distante, como lo es, en otro sentido, para quienes generan y mantienen los conflictos: Siento que hemos fallado si no nos enfrentamos a lo que la guerra hace, si no nos enfrentamos a los horrores humanos y decimos a la gente lo que realmente ocurre cuando cada bando trata de oscurecer la verdad. Calvin insistía en que las guerras no es una cuestión abstracta, un mapa geopolítico, una partida de ajedrez, un enfrentamiento de intereses. Insistía en que los protagonistas, porque sufren las guerras, son los civiles. Esa perspectiva, esa vivencia de la crudeza y desolación de la guerra, de su confusión hecha de carne destrozada y cascotes de edificaciones destruidas, lo hace palpable la narración porque no deja de vehicularla a través de la mirada herida de esta mujer que no dejaba de sufrir por lo que veía, pero a la vez no podía evitar seguir arriesgando su vida en primera línea. No deja de preguntarse para qué sirve lo que escribe, si no suscita interés, una respuesta parecida, conmocionada e indignada, en los lectores.
En un sobrecogedor monólogo a su compañero de reportajes, el fotógrafo Paul Conroy (Jamie Dornan), durante su estancia en el sanatorio, le expresa, con las entrañas expuestas, sus contradicciones, su intemperie vital: Me atormentaba cuando murió mi padre porque nunca comprendió el hecho de que yo podía tener mis propias opiniones. Amo a mi madre, pero lucho con ella porque no puedo ser la esposa de suburbios con una jodida vida segura. Sigo una severa dieta porque no quiero engordar, pero también he visto a tanta gente pasar hambre en el mundo que me gusta comer. Quiero ser madre, como mi hermana, pero he tenido dos abortos y tengo que aceptar el hecho de que quizá nunca lo sea. Tengo miedo de envejecer, pero también tengo miedo de morir joven. Soy de lo más feliz con un vodka martini en mis manos, pero no puedo soportar el hecho de que el vocerío en mi cabeza no se calmará a no ser que tenga un cuarto de vodka dentro de mí. Odio estar en una zona de guerra, pero también me siento obligada, obligada a verlo por mí misma. Conroy apostilla que eso es porque es adicta. Tenía que ver, por sí misma, lo que no dejaba de demolerla, lo que es palpable en su rostro, como si nunca cicatrizara esa sensibilidad despierta y desnuda, y por ello desguarnecida, que miraba de frente el horror.
Una sensibilidad que se enreda orgánicamente, como una convulsa segunda piel, en una vibrante y acuciante modulación narrativa, dolorosamente inmersiva, acompasada a cómo siente ella: una mirada que brota de una forma de sentir, de empatizar, de no dejar de testimoniar lo que se oculta, y se tergiversa, tras las mentiras de las conveniencias (como cuando en Siria se reveló que el gobierno sirio no bombardeaba únicamente a terroristas, como decía, sino a toda la población), o evidenciar ante todo que la guerra son cuerpos que se destrozan o violan (la orden de Gadafi que dio a sus tropas de violar a miles de mujeres como castigo a los insurgentes), emociones que se desgarran, vínculos que se quiebran, vidas que se fracturan o sustraen. Como ese ojo que ella había perdido, no dejó de reflejar esa pérdida en tantos países devastados por la guerra, no dejó de recordarnos en qué desorbitada escala podemos infligir daño, y cómo lo podemos infligir con indiferencia, crueldad y hasta placer. Esa fue su guerra privada, e intentó que fuera también la de todos aquellos que leyeran o escucharan sus palabras, para que hicieran esas heridas y ruinas las suyas propias. H Scott Salinas compone una magnífica banda sonora

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