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jueves, 16 de julio de 2015

Manglehorn

Digamos que me llamo Manglehorn. A veces, nos tragamos la llave. Ya no queremos abrir la realidad. En ocasiones, convertimos nuestro buzón en una colmena de abejas. No esperamos de la realidad respuestas, porque ya consideramos que sólo es un aguijón que puede picarnos en cualquier momento. El aguijón de la decepción. Quizá porque nos hemos convertido nosotros en un aguijón. Nuestra amargura y escepticismo es un aguijón. Ya la vida es un bote en el que navegan varios niños con una una monja demasiado gruesa, tanto que provoca que el bote vuelque y los niños se ahoguen. Si la vida puede ahogarte mejor convertirla en un bote varado, una habitación en tu propia casa que cierras con llave porque guardas en ella lo que no fue, lo que se frustró, los errores que no pudiste corregir, los cientos de cartas que has enviado a la mujer que más amaste en tu vida, y que nunca han recibido contestación. Y sabes que fuiste responsable de que aquello no se posibilitara, te hiciste cerradura, y no llave, y así te has ido enquistando como un aguijón. Así es Manglehorn (Al Pacino), el cerrajero protagonista de 'Manglehorn' (2014), otro impecable retrato de alguien que ha detenido su vida y necesita reanimarla, darle una dirección, como fue 'Joe' (2013), la anterior obra de David Gordon Green, quien recupera con ambas películas parte de la potencia expresiva e inspiración de sus cuatro primeras obras, las notables 'George Washington' (2000) y 'Undertow' (2004) y en especial las espléndidas 'All the real girls' (2003) y 'Snow angels' (2007).
Manglehorn se ha quedado encerrado en sí mismo. Su gata no come porque se ha tragado una llave, como él ha hecho con su vida desde hace tiempo. Bajo su buzón una colmena de abejas ha establecido residencia. Ya ha asumido que está solo, y que permanecerá solo. Es lo que le dice a su hijo, Jacob (Chris Messina), cuando le pide ayuda económica porque ha sufrido un revés inesperado. Un hijo del que se ha distanciado. No dejan de ser parecidos en su aislamiento, o lejanía, de la realidad. Su hijo se dedica a otro tipo de cerrajería, usa otro tipo de llaves en el mundo de las inversiones financieras. Le reprocha a su padre que no ha dejado de compararle con otros, como si la vida fuera una competición, y se ha convertido en un escualo que devora la realidad para dominarla. Manglehorn, que fue entrenador deportivo, piensa que las aguas de la realidad están dominadas por escualos. Por eso no cree en posibles relaciones, aunque le muestren disponibilidad y receptividad, como Dawn (Holly Hunter), pero se repliega, cierra el buzón, y desenfunda ese pasado en el que vive recluido en su habitación interior, ese pasado que ya no contesta, esa ausencia de respuesta en la que ha desarrollado su aguijón para con la realidad, deleitándose en la desgracia, la negatividad, la visión sombría de una realidad en la que no cree que pueda soplar el viento. Porque se ha quedado inmóvil.
A su nieta le recita unos versos que se interrogan sobre qué es el viento. Quizá no se sepa lo que es, pero se siente en las hojas que se inclinan con su soplo. Y él comenzará a sentirlo. No sólo pensará que es posible, sino que se puede sentir. El mundo no tiene por qué ser una mera sucesión de intercambios de egoísmos simulados, como señalaba Max Frisch en 'Digamos que me llamo Gantenbein'. Sientes el viento, y eso es ya una llave. Además abre buzones, y quién sabe qué mensajes pueden llegarte. El otro no es alguien al otro lado del mostrador con quien meramente realizas un trámite económico. Puede ser alguien a quien cantes en público sin preocuparte de lo que piensen los demás. Y quizás te respondan con otra estrofa de la misma canción. Y ya no habrá habitaciones cerradas con llave en tu interior sino un espacio abierto en el que lo inconcebible abre puertas.

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