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viernes, 11 de enero de 2013

El sur

Photobucket ‘Crecí como todo el mundo, acostumbrándome a la soledad, y a no pensar en la felicidad’. Lo expresa Estrella en la transición que narra su paso de la niñez a la adolescencia, del rostro de Sonsoles Aranguren a la quinceañera Iciar Bollain. Aunque podrían plasmar lo que fue ( o más bien, lo que se intuye, lo que se entrevé de) la vida de su padre, Agustín (Omero Antonutti), ese enigmático ‘fuera de campo’ que hierve de aspiraciones y sentimientos no materializados, como si la vida se hubiera quedado paralizada, fosilizada, en una pantalla de proyectos no cumplidos, de promesas no realizadas, lo que determinó que la vida fuera achicándose cada vez más, hasta que el peso de ese ‘fuera de campo’ no pudo ser soportado, y la deshilachada presencia en vida fuera fulminada con un disparo (como si el disparo fuera el soplo que dispersa los últimos vestigios de una presencia fantasmal en vida). Photobucket La primera secuencia ya enfrenta a esos dos espacios en dolorosa desgarradura, escisión o desencuentro, el ‘campo’, el plano, lo visible, la mirada, especuladora, que proyecta e interroga, de Estrella, en su habitación, en la noche, mientras la luz va modificándose (como varía la comprensión de los hechos según la luz que se proyecte), mientras se oyen, en el fuera de campo, voces y gritos. Estrella encuentra bajo la cama el péndulo, ese objeto con el que su padre realizaba las adivinaciones (cual zahorí), el objeto mágico, que tiempo atrás ya había dejado de usar (como signo de la pérdida de sus últimos resquicios de ilusión), y del que se ha desprendido porque ya ha ‘desaparecido’, primero en vida, y ahora, de ahí el griterío, porque se ha descubierto lo que se visibilizará al final (en una bellísima panorámica), su cadáver, tras dispararse con una escopeta. La narración se despliega a través de esa interacción entre lo presente y lo ausente, el campo y el fuera de campo, haciendo palpar lo invisible, lo que quema tras la mirada del que ya se siente exiliado de la vida (que pareciera corporeizarse en el mismo paisaje, como si esta fuera la piel de su misterio, de su ‘distancia’, incluso de sí mismo), a través de la mirada escrutadora, tanteadora, de la hija, la que ausculta el mito, la figura de su padre, para comprender lo que arde en su sangre, en las vidas soñadas, en los temblores en penumbras. Adivinar con el péndulo de su mirada lo que respira en sus silencios. Photobucket Photobucket Pantallas, ausencias, sombras, mitos. Erase una vez, en 1957. La casa norteña donde vive Estrella con sus padres, Agustín y Julia (Lola Cardona), se llama ‘La gaviota’. Pero Agustín, médico, parece que siente quebradas sus alas. Su procedencia es del sur de la península, de donde vienen de visita su madre y la que fue su yaya, Milagros (Rafaela Aparicio). En los relatos de ésta se entrecruzan las leyendas (el nacimiento del mito) y las raíces doloridas, que aún sangran, como luces y sombras que aún no se han desenredado (como la representación y el cuerpo en la figura del padre para Estrella), cuando se evocan las rivalidades entre Agustín y su padre, ambos de ideologías contrapuestas, representación, por tanto, de un país dividido. El sur es un espacio mítico, un espacio de fabulación, un espacio de posibles, de interrogantes e incógnitas. El cine en donde proyectan la película ‘Flor en sombras’, se llama Arcadia. El sueño extraviado en el pasado, la Arcadia que no pudo ser: una de las actrices, Irene Ríos (Aurore Clement), fue amor de su padre; en la pantalla fallece, muerta por un disparo, como así morirá Agustín, aunque él mismo apriete el gatillo. Irene no es su verdadero nombre, como realmente la vida que vive Agustín no es la verdadera, la que quisiera, sino una sustituta, su sombra. Photobucket Más adelante, otra película con sombra en su título, ‘La sombra de una duda’, pero el padre no es como el tío Charlie que encarna Joseph Cotten en la película de Hitchcock; Tío Charlie escupe su insatisfacción, reniega de la vida vulgar a la que todos parecen resignarse, o asumir con indiferencia, acusando a esa vida corriente de inmundicia e infierno, por lo que ha optado por ser depredador en ese infierno. Agustín no ha sabido enfrentarse a la vida; reconocerá su incapacidad de rebelarse, de ‘manifestarse’, consumido por el humo de los sueños que no ha sabido cumplir. Agustín es como un Ulises cuyo cuerpo no dejó el hogar pero sí su mente. Es un fantasma en vida. Por un momento, está a punto de dejar la pantalla y saltar a la realidad; pero se queda dormido en la habitación del hotel, mientras fuera de campo se escucha el tren que pierde, el movimiento, la acción, que no hace cuerpo. Lola, cual Penélope, en el hogar, ignorante, hila su madeja, sin saber que el cuerpo ha estado a punto también de fugarse. La odisea sí la realizará Estrella, cuando decida aventurarse a conocer las raíces de su padre, ese sur que es mito pero que quiere conocer como realidad, fuera de las pantallas. Explorar con el péndulo de su mirada lo que hasta ahora era fragor distante en un fuera de campo de incógnitas. Pero esa es otra historia, que Erice quiso rodar, pero no pudo. Quedará como perpetuo fuera de campo; un relato incompleto, para Erice. Pero lo inconcluso también puede ser soberanamente bello. Photobucket http://www.rtve.es/noticias/20110107/victor-erice-sur-nunca-estuvo-planteada-como-dos-peliculas/393001.shtml

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