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martes, 2 de octubre de 2012
El orgullo de los marines
‘El orgullo de los marines’ (Pride of the marines, 1945), de Delmer Daves, integra en su estructura, como ‘El cazador’ (1978), de Michael Cimino el antes, el durante y el después de la experiencia del campo de batalla, del combate. Aunque si en la obra de Cimino se dedica similar extensión de tiempo a cada uno de los pasajes, en la de Daves se da más atención al tercero, el centrado en las secuelas de la guerra, en la rehabilitación de heridas o traumas. Aunque el extraordinario guión de Albert Matz (en el que antes intervinieron en diferentes fases de escritura, AI Bezzerides y Alvah Bessie, y después Martin Borowski) logra crear una cohesión estructural, un complejo cuerpo dramático, a través de la sucesión de tres distintos tipos de guerra. Matz adapta la obra de Roger Butterfield, ‘Al Schmid, marine’. Schmid combatió en la batalla de Guadalcanal. En la noche del 21 de agosto de 1942, él y dos compañeros se enfrentaron con su puesto de ametralladora a 800 soldados japonés. Al amanecer, uno de sus compañeros había muerto, el otro había resultado herido en un hombro, y él había quedado ciego por la explosión de una granada (disparando el resto de la noche según las indicaciones de su compañero). Abatieron a 200 soldados japoneses. En la película, Schmid es interpretado por John Garfield (quien comentó la obra de Butterfield a Matz). El primer tramo se centra en otro tipo de ‘guerra’, el de la gestación, pulso y consolidación de la relación amorosa de Schmid con Ruth (Eleanor Parker, tan magnífica como Garfield).
Hay una sutil evolución de la adolescencia a lo adulto, como de la comedia al melodrama, a medida que los sentimientos se arraigan. Al principio, sobre todo por parte de Schmid, quien remarca en repetidas ocasiones, dado que Ella May (Ann Doran), esposa de su amigo y compañero de trabajo en una acería, Jim (John Ridgely), insiste en querer emparejarle con alguien, que no tiene intención de casarse. Ingenioso detalle es que durante un momentáneo apagón, en la casa de sus amigos, sea cuando Schmid, al abrir la puerta, se quede prendado de Ruth. Como un lapsus en el flujo de los acontecimientos, que implica un reinicio (y un apagón de las anteriores obstinadas presunciones de Schmid). Es admirable cómo se hace sentir, a través de las expresiones de ambos actores (aunque hablen de otras cuestiones, prosaicas) la atracción que se gesta entre ambos. En los primeros pasajes de la relación se refleja esa tendencia a no sentir que se está inscrito en el tiempo, dominado por esa inconsciencia que determina que se actúe como si se estuviera en un escenario, en los tiras y aflojas y negaciones y borderías , con la persona que te enamora, como si fueran dos adolescentes, o dos críos, con sus pulsos de orgullos (sobre todo, insisto, por parte de Schmid: la secuencia en la bolera). La idea de que tenga que irse a la guerra, la inminencia de una separación, les hace sentir que están en el tiempo, de son finitos y vulnerables, de que quizá no pueden volver a verse, de que engarzados en la costumbre de sentirse cada día son conscientes de cuán unidos están ( y cuánto deberían haberlo expresado) ahora que se van a separar (son bellísimas las secuencias de la despedida, en la estación de tren; de nuevo, esos absurdos de no mostrar lo que se quiere o cómo se siente: Schmid diciéndole que no vaya a despedirle al andén, pero cuando ve que sí ha venido le expresa conmovido que era lo que realmente deseaba).
El pasaje bélico, el de la citada secuencia con la ametralladora, es breve, pero de una descarnada contundencia y opresiva tensión, que hace sentir que estuviéramos con ellos en ese comprimido receptáculo del puesto. Lo que ocupa más metraje en la narración es todo el proceso de rehabilitación de Schmid, sobre todo psicológica, ya que implica la asunción de su ceguera, que si tiene arreglo puede ser tras que pasen años, y de modo parcial. Del mismo modo que le costó dejar de lado sus orgullos adolescentes con Ruth antes de entregarse sentimentalmente, ahora el orgullo no asimila, primero, que sea casi irreversible su ceguera, y, sobre todo, que tenga que compartir con los demás, con el mundo, y sobre todo con sus seres queridos, con Ruth, lo que para él es una tara, una vergüenza, algo que le hace sentir menos hombre, y, sobre todo, alguien que se queda ‘al margen’, que no es ‘válido’ (como ocurría al personaje de Fredric March en la excelente ‘El ángel de las tinieblas’, 1935, de Sidney Franklin). Ahora en el nuevo tira y afloja, en la nueva guerra en la que participa Schmid, el forcejeo consigo mismo, interviene una enfermera, Virginia (Rosemary DeCamp), quien intenta aportar la serena luz de la aceptación y la conciliación. Tres guerras sucesivas distintas que Daves narra con ajustada emoción, trazando con admirable precisión una atmósfera dramática que se va densificando, como una cuerda que cada vez se tensara más sin nunca quebrarse. Una caída, la que propicia un símbolo de armonía, un árbol de navidad, servirá para que Schmid asuma que él realmente es alguien que necesita de los demás, que debe asumir y compartir su vulnerabilidad con quien ama, para volver a erigir la confianza en sí mismo, en un futuro de posibles.
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