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domingo, 28 de octubre de 2012

Las hermanas de Gion

‘¿Por qué existen las geishas? ¿Por qué existen profesiones como las nuestras? ¿Por qué el mundo necesita esto? ¿Por qué sufrimos tanto?’, clama desesperada e impotente, Omacha (Isuzu Yamada), una de las dos hermanas protagonistas de Hermanas de Gion (Gion no shimai, 1936), la primera obra en la que Kenji Mizoguchi se consideró a sí mismo director. Aunque hubiera realizado, desde inicios de la década de los 20 hasta entonces, cerca de cincuenta películas (la mayor parte, desgraciadamente, irrecuperables), desde versiones de películas expresionistas alemanas a adaptaciones de obras de O’Neill o Tolstoi, las consideraba películas exploratorias. Antes de que se hablara de neorrealismo, ya existía ‘Hermanas de Gion’ que, entre otras virtudes, resalta por su áspera inmediatez, sus deslustradas localizaciones reales, su rabiosa crítica social sobre la opresión de la mujer en la cultura japonesa. Y gesta y asienta su característico estilo de casi plano por escena, de planos de larga duración, en lo que fue decisiva la sugerencia de su ayudante de dirección, Hiroshi Mizutani, que le animó a que rodara con predominio de grandes angulares. También fue su primera colaboración con el guionista Yoshikata Koda, con el que establecería amistad y muy fructífera colaboración, en títulos como, entre otras, ‘Historia del último crisantemo’ (1939), Utamaro y sus cinco mujeres (1949), La vida de Oharu (1952), El intendente Sansho (1953) o La mujer crucificada (1954). No tuvo mucho éxito esta producción, como Elegía de Naniwa (1936), cuya acción también transcurre en tiempo presente. De hecho, quebró su productora, Daiichi Eda.
Las dos hermanas protagonistas, Omocha (Isuzu Yamada), y Umekichi (Yoko Umemura), geishas en el barrio del placer, Gion, representan dos actitudes antagónicas. Umekichi es la geisha sumisa que tiene asumido su papel dentro de una tradición, que debe ser siempre complaciente e incluso agradecer, como una obligación, a quien la convirtió en una geisha reputada, Furusuwa, a quien acoge en su casa porque ha caído en bancarrota. Omacha, en cambio, no considera que tenga obligación alguna. Omacha es el espíritu sublevado que cuestiona un modo de vida en el que ellas son meros juguetes para los hombres. Mientras que Umekichi adopta la posición arrodillada, la de quien soporta todo lo que le echen, Omacha niega a resignarse, y convierte su desprecio hacia los hombres en rebelión en la que cualquier medio vale. La obra se abre con un largo y magnífico travelling lateral que muestra el escenario vaciado del local de negocio de Furusuwa, hasta encuadrar a los que están subastando sus bienes. Ya se sugiere o anuncia, por un lado, que todas las relaciones son un intercambio de compra y venta, y desde luego la mujer tiene que aceptar que es una mercancía (como Eiko descubrirá, en Los músicos de Gion, de 1953, la falacia del ideal que le han educado para anhelar, ese que dice que son parte de la ilustre tradición, como las ceremonias de té o el teatro No, cuando realmente son valores en alza o a la baja en un mercado de valores ). La otra opción (o el otro rol) es ser la mujer resignada como esposa, como la de Furusawa a la que éste deja para irse a la casa de Umekichi cuando se ve contrariado por ella. Siempre hay una mujer de la que se es patrón. Siempre se puede ir a una u otra según el capricho o la necesidad.
Iniciarse con ese escenario desembalado anuncia, por otro lado, que se nos va a mostrar las bambalinas o reverso de ese mísero escenario, las insatisfacciones o penalidades de las dos hermanas más allá del papel adjudicado que representan como geishas. Los angostos pasadizos que abundan, entre casas, parecen corporeizar esas circunstancia de angostura vital que viven, que es también de desequilibrio (como refleja el uso de figuras que descompensan las composiciones, como paneles que interfieren en alguno de los lados) y cautiverio (las hermanas encuadradas a través de paneles dentro del mismo encuadre). Omacha actúa como lo hará Yumejo (Ayako Wakao) en la última obra de Mizoguchi La calle de la vergüenza (1956): dejar de lado los escrúpulos, manipular, actuar como actúan los hombres con ellas, para conseguir salir de su oprimida situación. Pero da igual si te pliegas a la voluntad de los hombres, sin cuestionar nada, como Ukemishi, o te rebelas insurgente, el destino es igual de desolador. Juguetes que son despreciados cuando no se les necesita, abandonadas a sus dolientes interrogantes, postradas en un escenario vaciado, el de los márgenes a los que son condenadas, entre el sufrimiento y la impotencia.

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