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sábado, 20 de octubre de 2012

Una jovencita encantadora

Photobucket ¿Quién es Heinie Manush? En la sorprendente secuencia inicial de ‘Una jovencita encantadora’ (Obliging Young lady, 1942), de Richard Wallace, Red (Edmond O’Brien) consigue contagiar a todos los pasajeros que viajan en el vagón comedor con l a letanía de ‘Heinie Manush’ que empieza a repetir como si se acompasara al traqueteo del tren, hasta que finaliza con un ‘que viene, que viene’ y un grito, que sobresalta a todos los comensales en el vagón, tan sugestionados se habían quedado todos repitiendo la letanía. Realmente no importa quién era el tal Heinie Manush (fue un jugador de beisbol que acababa de retirarse tras diecisiete años en activo). En ‘Vivamos un poco’ (1948), otra estimulante comedia de Richard Wallace, hay personajes que escuchaban el sonido del teléfono cuando no sonaba ninguno. Algo que parece inexplicable, y desde luego extraño, como lo es en muchas ocasiones el sentimiento amoroso. Surge cuando menos lo esperas. Como le ocurre a Red quien se queda prendado de una chica, Linda (Ruth Warwick) a la que ve desde la ventanilla en una estación en la que se detiene el tren, y ni corto ni perezoso, como si una fuerza sobrenatural le superara, desciende, se une al grupo de gente que la despide y le da un beso, al que ella responde con una bofetada. Red ha quedado poseído. Si lo de Henie Manush provoca incluso que los haya que no logren pegar ojo por la susodicha letanía que se ha incrustado en su cerebro como un enganche roto, a Red el rostro de Linda ha raptado su voluntad, la ha ‘enganchado’ y no la suelta, no se lo puede quitar de la mente, en donde se ‘repite’ su rostro una y otra vez. Por eso, Red no cejará y buscará su nombre en el listín cuando llegue a la ciudad aunque suponga hacer treinta y tres llamadas antes de dar con ella, claro que ella logrará ‘esquivarle’ haciéndose pasar por su tía. Photobucket Pero Red insistirá, incombustible, como si siguiera incontenible el traqueteo de su sentimiento amoroso, y el azar, que es inexplicable, e imprevisible también, propiciará que sus vías de nuevo converjan en una apartada casa rural donde Linda ha ido con la jovencita encantadora del título, una niña de diez años, Bridget (Joan O’Brien, actriz infantil que conoció un fugaz éxito con papeles una de las hermanas de ‘Meet me in San Luis’, 1944, de Vincente Minelli o ‘Las campanas de Santa María’, 1945, de Leo McCarey, antes de retirarse ese mismo año), a la que le encanta poner chinchetas en los asientos, y que se encuentra en medio de la refriega por su custodia por parte de sus padres en trance de divorcio. También hay un novio de Linda, Charlie (Robert Smith; o la antítesis física del cantante de The cure) con un aire ralphbellamyano de tercero en discordia que lo certifica para no durar muchos asaltos (por lo menos, hasta el final de la película) frente a la insistencia de Red, por mucho que protagonice una exultante carrera automovilística (en la que se nota que Wallace rodó con Hal Roach) perseguido por varios policías motorizados. También hacen acto de presencia una mordaz periodista Space (estupenda Eve Arden) en busca de un resultón titular, un comisario que exige que le digan quién es quién y qué es qué mientras remarca a su esposa, que no deja de llamarle, que él lo que quiere para comer es pollo, y, sobre todo, una delirante convención de amantes de los pájaros que ofrecerá un hilarante concierto de cantos de pájaros que hace pensar que ojalá fueran así los festivales de Eurovisión (secuencia, eso sí, digna de entrar en una antología del género). Quizá no sea una gran comedia que sea considerada para una antología del género, pero es de lo más regocijante su vivaz sentido excéntrico, como el de ‘Qué noche aquella’ (1943) o ‘Vivamos un poco’ (1948). A veces, entre los anaqueles polvorientos olvidados te puedes encontrar gratas sorpresas, que sirvan para estirar un poco el ánimo, lo que no es poco.

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