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jueves, 13 de septiembre de 2012
Tropical malady
‘Todos nosotros somos, por naturaleza, bestias salvajes. Nuestro deber como seres humanos es convertirnos en amaestradores que mantienen a sus animales bajo control e incluso a enseñarles tareas ajenas a su bestialidad’, son las palabras, deTon Nakajima, que abren ‘Tropical malady’ (2004), de Apichatpong Weerasethakul. Las últimas son ‘Te doy mi espíritu, mi carne y mis recuerdos. Cada gota de mi sangre canta nuestra canción. Nuestra canción. ¿La escuchas? ‘. Entremedias, el trayecto de una de las más hermosas historias de amor realizadas, aunque sea un trayecto (más que singular) singular. Como lo es que esas palabras se las diga Keng a un tigre encaramado en un árbol la selva, ese tigre que acechaba él, poco antes, encaramado en otro árbol, un tigre que es el espíritu de un chamán que antes de ser abatido por un cazador solía corporeizarse en diversas criaturas, un tigre que antes era un hombre desnudo que podía ser Tong, un tigre que es una representación, es el hombre que ama, Tong, es incluso él mismo, ahora que ya es animal y hombre, y por tanto algo diferente, alguien ya capaz de amar. El trayecto de esta prodigiosa obra (o experiencia) es no apto para burócratas de la interpretación, devotos de la literalidad y causalidad, aquella que se explicita como un manual de instrucciones cantado por un pregonero. Es una experiencia líquida, es una inmersión, ese cine que desconcierta, e irrita, a algunos, como quienes califican ‘Carretera perdida’ de David Lynch, de mera masturbación, o despotrican de ‘El árbol de la vida’, de Terrence Malick, sobre todo de la secuencia, creo, más vituperada e incomprendida de la historia del cine, el sublime excurso en el que aparecen esos dinosaurios que se convirtieron en la más desconcertante y desestabilizadora fisura para los burócratas de la interpretación. La narrativa de ‘Tropical malady’, hay que condensarla con la atenta mirada, la que hace hielo del agua, como ese hielo que corta Tong, para que se revela, como la figura que se perfila cuando se une una serie de puntos.
En una primera visión, o inmersión, la deriva de la primera parte de la película, no parece tener un centro narrativo, no hay trama convencional. Se narra la gestación de una atracción, de un amor, entre Keng y Tong, o más que narra, se puede decir que se escurre, entre gestos, miradas, desplazamientos, entre karaokes, partidos de futbol, conversaciones en porche bajo la lluvia, salas de cine, cenas ante el televisor al aire libre e incluso fábulas sobre la codicia, en las que el oro y la plata se convertían en sapos. Tong vive en el campo, donde le conoce Keng, soldado de una patrulla forestal. Keng es un hombre de ciudad. Tong se siente desencajado aún en la ciudad, se desplaza y pasea por ella, vestido con un uniforme de soldado, aunque ya no lo sea, pero parece que puede ser efectivo para conseguir trabajo. Keng coquetea, en las primeras secuencias con diversas mujeres. Al de diez minutos, la cámara se dilata en un plano medio de Keng, mientras se suceden los títulos de crédito. Sonríe a la cámara, o a un fuera de campo, que se puede deducir es Tong. Lo que se puede corroborar cuando en la siguiente secuencia nos encontramos con un plano de una chica en un autobús, que sonríe a alguien fuera de campo; ahora hay un contraplano, el de Tong. Y un brazo que surge, detrás suyo, del fuera de campo, el de Keng desde un camión que ha parado también ante el semáforo; Tong le recuerda, aunque no su nombre. Tong, picando hielo, mira hacia el fuera de campo; en el encuadre resalta la figura de escultura de un cisne; es en lo que se va a convertir, lo que le hace sentir Keng (quizá Tong sea virgen; el abandono de la infancia definitiva, la pérdida, con el diagnóstico de cáncer de su perro; qué hermoso plano el de Tong en la hamaca, dormitando, con el perro tendido sobre él).
Son innumerables los detalles sutiles, que necesitan de más un visionado para advertir la ‘lógica’ de cada plano o secuencia; como la que se descubría en ‘Carretera perdida’ de Lynch cuando se revisaba; no hay nada accesorio, todo tiene su condición significante; pero lo vivimos a través de ‘otra’ mirada; una mirada transfiguradora, cuya capa abstracta se evidenciará en la segunda parte, que pareciera desgajada de la primera, como si nos encontráramos ante otra obra distinta, pero no es sino la extensión de la primera en un territorio incierto, el del sueño o de la mente, la experiencia interior que resuelve y da cuerpo a lo que se gestaba, a la transformación, a través del amor, del sentir al otro, en Keng. En esta segunda parte (pura poesía, como esos árboles iluminados por la luz de las almas; esa poesía de la que hablaba Rivette, al optar por ese lenguaje lirico y literario en las secuencias sexuales; quizá por ello sean dos de las más hermosas historias de amor que he presenciado), con la introducción de la leyenda citada, asistimos a un puro fluir narrativo, a través del acecho de Keng a esa criatura de cambiante forma. Hay secuencias previas que anticipan este ‘muda interior’ de Keng: la secuencia en la que una vecina les enseña la cueva, en la que hay un angosto pasaje que sólo lo pueden cruzar aquellos que son puros de corazón; Keng, en el último momento, no se atreve a hacerlo; en las últimas secuencias de la primera parte, Keng y Tong ( siempre más renuente a dejarse llevar), sucesivamente, se besan sus largamente sus manos; tras despedirse Tong se interna en un camino, en la oscuridad, hasta que desaparece; una serie de travellings siguen el desplazamiento en moto de Keng, con expresión radiante, con la sonrisa que ya brotaba en aquel plano de los títulos de crédito, como si ya viera inminente esa comunión de sus cuerpos y almas, con cada gota de sangre que canta la canción de ambos, el trayecto directo entre ambos (straight, como la canción que suena en esos momentos).
La bellísima segunda parte, es la inmersión de Keng en la oscuridad, tras Tong, y en Tong, para fundirse con la naturaleza, para amaestrar su instinto, y mirarlo frente afrente, sin que ya estén su condición humana y animal separadas. Un espacio intermedio que es fusión y conciliciacón, en el que los mismos animales hablan, como el mono aullador, en el que las formas son un y otras o todas, un hombre desnudo o un tigre. El fuera de campo por fin se hace contraplano, el del tigre, que es aquel que amas, Tong, y también tú mismo, porque estás en ti y a la vez en él, encaramado en el árbol, y arrodillado en el suelo.
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