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lunes, 4 de julio de 2022

El caballo ciego (Muñeca infinita), de Kay Boyle

 

La hija siente que su presente está difuminado entre la sombra de su pasado y la incertidumbre de un futuro que parece pender del anzuelo de voluntades ajenas, en concreto la de su madre. Ahora estoy en casa, este es mi hogar, pero no tengo un sitio aquí porque todos los espacios están ocupados por esa niña que no morirá. En el primer capítulo de la excelente El caballo ciego (Muñeca infinita), de la escritora estadounidense Kay Boyle (1902-92), su madre libera a un pájaro de un anzuelo que permanecía enganchado en su garganta y que impedia, al enredarse el hilo en las ramas, que pudiera alzar el vuelo. La hija también aspira a liberarse del anzuelo que la oprime. Intenta convencer a su madre de que la libere y la permita estudiar en Florencia o París, pero la madre se muestra reticente a que alze el vuelo porque no sería capaz de desenvolverse suelta en la vida, ya que para ella estar suelta representa la carencia de dirección u orientación, como un barco a la deriva. La hija no piensa que estaría suelta. Simplemente dispondría de la posibilidad de decidir cuáles pueden ser sus logros o sus errores. El padre, por su parte, vive cautivo de un pasado que se ha ido sedimentado como una acumulación de renuncias y fracasos. No logró ser lo que aspiraba a ser. Su vida se tornó en una vida enquistada, como una figura de fondo permanente que ya no espera nada. No solo siente que carece de futuro sino que se siente un intruso en su propia vida. El flagelo y la injusticia de que su vida no tenía forma ni había tenido desde la juventud (y qué daba forma a la juventud, sino la promesa de esperanza) y ahora la juventud se había ido y solo quedaba la maldición de que no había nada que esperar.

El caballo que compró el padre, para disgusto de la madre porque lo considera otro ejemplo de las torpes decisiones que realiza (para meramente contrariarla, porque se siente un difuminado satélite de su voluntad), se tornará en representación o emblema de la insatisfacción y disconformidad de padre e hija. Cuando durante un paseo el caballo sufra una apoplejía y quede ciego la madre no dudará en pensar que la solución es el sacrificio del animal, pero tanto hija como padre se sublevarán ante esa posibilidad. La hija se obcecará en demostrar que puede disfrutar de la vida como cualquier caballo, que no carece de propósito, pese a las discrepancias de quienes opinan que un caballo ciego ya es como un mueble en el establo, silencioso, inmóvil, una espera absoluta. Incluso se empecina en demostrar que es capaz de realizar saltos. El caballo se torna en la representación de lo que ella es capaz de hacer pero que su madre aún impide. Esta vez eres mi caballo como forma de protesta, mi caballo como desafío: no uno de raza y nervio, eléctrico del cuello a la grupa, sino mi monstruo de patas huesudas al que cuidar y murmurar a solas en defensa de los errores de mi padre.

El padre se ve a sí mismo como ese caballo ciego. Piensa y siente que lo ven como un jamelgo inútil. En el hermoso último capítulo se enfrenta a quienes están determinados a eliminar una vida que consideran sin propósito ni utilidad, un hueco en forma de caballo. Tú observador de ojos vacuos que espía los secretos de la eternidad; tú, desertor de ojos velados. No le eres útil a nadie, le dijo, pero estaba mirando su propio rostro en el espejo. El padre, artista frustrado se ha sentido un extraño en una vida en la que parece que le han concedido permiso para ejercer de convidado irrelevante, como un mueble más en un escenario en el que la obra representada le resulta insuficiente o ajena. Engaña así a los días unos tras otros, pues los años han sido llevados con engaños a un lugar solitario donde ni puedan oirse sus gritos, les han rebanado el pescuezo y los han arrojado, todavía vírgenes, sobre los montones de estiercol, los rastrillos de establo, las vísceras equinas de esta parte de Inglaterra. Por eso, se rebela, como un grupo salvaje peckinpahniano concentrado en un solo hombre, aunque su arma persuasiva de protesta y sublevación no sea la violencia sino su obstinada determinación como un mueble que recupera su condición de ser vivo para salvar la vida de un caballo que representa el último resquicio de su presencia no cegada por la apatía y la amargura que le convirtió en fantasma en vida. Este caballo representa las fuerzas del bien contra las fuerzas de la destrucción, este caballo soy yo, tan yo como artista y extranjero, como yo, es una anomalía y es amor. Un último gesto de redención para esta tragedia menor pero magnificada hasta lo grotesco que se desvanecerá lenta e irremediablemente en el pasado.

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