Lo primero que escuchamos, en la excelente Jarhead (2005), de Sam Mendes, cuyo guion, de William Broyle jr se basa en la obra de Anthony Swofford sobre sus experiencias durante su servicio militar en la Guerra del Golfo pérsico, es la voz de Swofford (Jake Gyllenhaal), sobre una imagen en negro. Sus palabras nos introducen, desde la evocación, en un agujero negro que es huella indeleble: “Si has sostenido un fusil en tu mano, esa sensación no te abandonará aunque ames a una mujer, construyas una casa o cambies los pañales a tu hijo”. Ese recuerdo es una condena, es el recuerdo de un infierno vivido que ha quedado impregnado en las entrañas. Las primeras imágenes nos muestran a Swofford recibiendo la brutal instrucción de un sargento, Sykes (Jamie Foxx). Sus palabras nos señalan cómo ya se había arrepentido de haberse alistado. Enajenación y desubicación son los dos estados emocionales que conducirán la narración, y en los que fluctúan los personajes, unos más que otros, y en especial Swofford, entre la necesidad de que algo ocurra y dote de sentido a lo que hace y la disconformidad y el rechazo. Jarhead es un cabeza bote, por el corte de de pelo, ya que asemeja a un bote del revés, y como en este, debajo de la cabeza de un marine no hay nada. Swofford está atrapado en un mundo que no siente suyo, pero también en sus contradicciones, cautivo de un modelo que le insta a desear actuar según lo que se le demanda y para lo que se le prepara, el deseo de entrar en combate contra un enemigo al que se le ha instruido odiar y, a la vez, cada vez más remarcadamente rebelde con respecto a sus incoherencias e inconsistencias, a su falta de argumento bajo la inflexible sujeción a un orden, porque Swofford sí parece tener algo dentro de su cabeza.
Como en El extranjero, de Albert Camus, estamos en un ambiente donde el sol y el calor aturden. Estamos en 1989, y la acción transcurre en Irak, durante la misión conocida como Escudo del desierto. Son tres los pasajes narrativos: la instrucción, la larga estancia de medio año en Irak a la espera de entrar en combate, y los cuatro días en que se ponen en acción aunque sin lograr, de modo efectivo, entrar en combate. El epilogo, la vuelta a casa, no hace más que confirmar que no hay vuelta a casa; el extravío se ha angostado en las entrañas.Como en otras de sus obras, Mendes realiza un áspero e incisivo retrato de una institución, con sus fisuras y desatinos. Mendes no incurre en el énfasis ni en un discurso explicito para que las buenas conciencias sigan la guía clara que les complazca. Mendes subvierte, desde el mismo punto de vista, con un protagonista descontento y confuso, un personaje desubicado que busca su lugar y no lo encuentra. Jarhead fue considerada ambigua, por cuanto nos guía un personaje que tanto puede desear matar o enfrentarse al enemigo o humillar a un compañero que ha provocado que le degraden como ser el que se acerque a dialogar con unos beduinos o proponga que dinamiten la representación ante las cámaras de la televisión quitándose las ropas o declarando con firmeza, al final, que su deseo es marcharse de ese infierno. Unos desean quedarse, y otros marcharse, y lo que une o afecta a todos es la espera, la frustración, el desquiciamiento de no estar en ninguna parte y para nada, como quien estuviera en la antesala que le revelará el sinsentido de su vida o propósito.
La otra rutina la conforman las técnicas propuestas a los marines para evitar al aburrimiento y la soledad, como en encadenado, sobre imágenes del vacío, sea del desierto o de puestas de sol, reflejan las actividades de mastubarse, releer cartas de novias o esposas infieles, limpiar el rifle, masturbarse otra vez, conectar varios walkmans, discutir sobre religión y el sentido de la vida etc. Pero si ante cualquier avatar médico se puede encontrar solución, no lo hay para cuando se pierde el juicio, o se quiebran los nervios. Tampoco pueden reflejar su disconformidad o miedo, y menos ante las cámaras de televisión, como son advertidos por el sargento. Sus protestas por esa censura, ya que parece que se les trata como actúa Sadam Hussein, son rebatidas por el sargento, quien afirma que en los marines no hay libertad de expresión ya que han firmado un contrato con el ejercito, y deben plegarse a transmitir la imagen conveniente, o sea, que están contentos de estar ahí y orgullosos y con ganas de hacer picadillo al enemigo ( y enseñando los músculos), so pena de castigo. Aquellos que opinan que están ahí para proteger meramente a unos intereses económicos, proteger los campos de petróleo de sauditas, deberán morderse la lengua. Su contrapunto delirante es que tengan que realizar ante las cámaras de televisión una demostración, un partido de futbol americano, con 44 grados de temperatura, embutidos con las máscaras de protección química. Más imágenes de desquiciado extrañamiento: Swofford vestido con un gorro de papa Noel bebiendo agua sin parar para contrarrestar el alcohol que bebió la noche anterior; como castigo por abandonar su puesto de vigilancia, deberá limpiar las letrinas.
Los últimos pasajes se centran en la confrontación con la promesa del hecho físico del combate, que es más bien el encuentro con el Acontecimiento más que el deseo en sí de combatir. Supone dejar la espera y que por fin ocurra algo, pero el acontecimiento en sí es un sinsentido. La distancia de la imagen proyectada es distinta a la vivencia del hecho. El deseo de entrar en acción, más que por anhelo de matar, es fruto de una enajenación por la frustración de la espera. Si al final de la instrucción, antes de realizar el viaje a Irak, todos jalean con entusiasmo las imágenes del ataque de los helicópteros al son de la Cabalgata de las valkirias de Richard Wagner, en Apocalipsis now (1979), de Francis Coppola, como inyección enérgica en la distancia con respecto al enemigo que hay que destruir, la confrontación con el hecho en si lo que revela es precisamente su condición apocaliptica, tiznada de absurdo y nausea. Son bombardeados por el enemigo, e incluso disparados por aviones del propio ejército que los confunde con iraquíes. Swofford espera como un acontecimiento, cual bautizo de índole religiosa, ese instante de vivir el combate. De hecho, se queda de pie mientras son bombardeados. Mendes realiza un travelling sobre el rostro de Swofford recibiendo la arena sobre su piel, mientras se distorsiona y difumina el sonido. Cuando concluye el bombardeo descubre que se ha orinado en los pantalones. El miedo brota entre la enajenación. Convulsos momentos que pautan la consciencia de un sinsentido: En su marcha se encontrarán con un cementerio calcinado de coches y cadáveres. Swofford se sentará junto a uno de esos cadáveres en una hondonada y vomitará. En el nocturno paisaje, encendido de rojo por las llamas de las torres de petróleo ardiendo, aparece un caballo impregnado de petróleo ante Swofford, el cual queda perfilado como una sombra ante aquellas torres de fuego. El sargento Sykes intentará incentivarle contándole por qué no añora las comodidades del hogar y en cambio se siente satisfecho con su vida en el ejercito, pero su discurso persuasivo colisiona con la mudez y la mirada ajena de Swofford que ya no cree en el supuesto papel o cometido que debían realizar. Han sido entrenados para entrar en combate, han sufrido ese vía crucis para tal propósito, y este no se realiza, lo que abunda en el desquiciamiento de su vivencia, porque era eso lo único que les sostenía. Todo queda en la distancia, entre los residuos de ese despropósito (cuya culminación será la anulación de la orden de disparar como francotiradores, desde la distancia, a una torre enemiga segundos antes de efectuar dicho disparo).
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