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miércoles, 20 de julio de 2022

Lord Jim

 

Lord Jim (Peter O`Toole) es un personaje de otro tiempo, como la misma película, Lord Jim (1965), de Richard Brooks, quien adapta la homónima novela de Joseph Conrad, pertenece a un tiempo en el que, a diferencia de hoy que es más bien excepción puntual, el género de aventuras, o el cine de acción, no reñía con la densidad y la complejidad, o planteada la ecuación de otro modo, en el que una producción a gran escala no reñía con la densidad ni la complejidad. En suma, la peripecia externa se conjugaba con una peripecia interna, un proceso vital de conocimiento, de confrontación entre los anhelos íntimos y la realidad, entre visiones y actitudes divergentes, cuando no opuestas. Entre finales de los 50 e inicios de los 60, este género, o planteamiento, alcanzó sus más elevadas cotas de comunión de gran espectáculo y complejos retratos o conflictos íntimos. Acción y reflexión se conjugaron en sus más refinadas cotas con plena armonía. Añádase aquellas obras calificadas como (melo)drama histórico o épico y nos encontramos con una serie de magnas obras que, curiosamente, comparten una condición remarcadamente sombría a la vez que trágica, se produzca o no una catarsis de carácter ético (si esta se produce, implica la muerte física). Pensemos en Los vikingos (1958), de Richard Fleischer, Lawrence de Arabia (1962), y Doctor Zhivago (1965), ambas de David Lean, La caída del imperio romano (1964), de Anthony Mann, Espartaco (1960), de Stanley kubrick, Barrabas (1963), de Richard Fleischer, Sammy, huida hacia el sur (1963) y Viento en las velas (1965), ambas de Alexander MacKendrick, El señor de la guerra (1965), de Franklin J Schaffner o, entreverada con el cine bélico, La gran evasión (1963), de John Sturges.

El cine norteamericano parecía haber alcanzado la mayoría de edad, con una crudeza y falta de complacencia notorias. Sin olvidar su reflejo de las convulsiones sociales en aquellos años en el país, las ansias de cambio, el desconcierto y la incertidumbre, la ilusoriedad de unos falsos modelos o ideales que había dejado entrever sus fisuras, la necesidad de unas pautas más consistentes e integras. Se percibía también en el western, véase, el espectral Hombre del oeste, de Anthony Mann, Duelo de titanes (1957) o El último tren de Gun Hill (1959), de John Sturges, o Duelo en la alta sierra (1961), de Sam Peckinpah y El hombre que mató a Liberty Valance (1962), de John Ford, obras de despedida, o la turbia Mayor Dundee, (1964), de Peckinpah. ¿Y hay obra bélicas más sombrías o mortuorias que Los diablos de la colina de acero (1958), de Anthony Mann, El Tren (1964), de John Frankenheimer o Los vencedores, de Carl Foreman (1965)?. Y si alargamos el lapso temporal pensemos en El último safari (1967), de Henry Hathaway, donde el cazador reniega de enfrentarse a aquel elefante sobre el que ha sostenido su resentimiento durante años, o la no menos fúnebre El Yangtsé en llamas (1966), de Robert Wise, con una de las más contundentes conclusiones trágicas. Ya no existían héroes al uso. O estos se veían sujetos a dilemas a veces irresolubles, o enfrentados a una realidad, a unas circunstancias, que les superaban. La condición humana parecía verse reflejada, daba igual qué tiempo o lugar, como generadora de violencia, crueldad, caos e inflexibilidad.

La resolución, o desenlace, en cualquiera de los films citados, de un modo u otro, era desoladora, o desgarrada por una herida imposible de cerrar, la herida de la consciencia. Hasta aquellos representantes de la inocencia, los niños, como se reflejaba en Viento en las velas podían propiciar, aunque sea por inconsciencia, la injusticia y la violencia. ¿Dónde queda la inocencia? ¿Se puede mirar ya con ella? ¿Dónde queda la integridad? ¿Se puede vencer a las bárbaras fuerzas que mueven al ser humano, se puede lograr una conciliación entre las facciones a las que, tribalmente, tiende a dividirse y construir una armoniosa sociedad o es una imposible ilusión? ¿La única realidad cierta es el ansia o pulsión de dominio y poder, de codicia y ambición, ya sea a nivel individual como colectivo? ¿Y eso imposibilita cualquier esfuerzo, como descubre Lawrence? ¿Qué es ser un héroe cuando todos somos criaturas corrientes, de qué depende ese acto que pueda calificarnos como tal, cuál ese la fina línea de eso llamado cobardía, de qué materia están hechos ambos conceptos?, como se plantea en Lord Jim. Curiosamente, por su condición de producciones a gran escala, y por sus espectaculares formatos, no disponían de la consideración crítica general, salvo excepciones. Eran el emblema del imperio hollywoodiense, y por tanto de las convenciones. En cambio, las producciones pequeñas, a baja escala, y los formatos más modestos representaban el cine de lo auténtico y de lo complejo o sustancioso (como el sentimiento y la emoción, en aquellos años, se consideraba un elemento meramente manipulador o trivializador). Una distinción un tanto obtusa que más bien parecía corresponderse con uniformes mentales un tanto rígidos y cuadriculados. Críticos estadounidenses reconocieron a Lean que hubieran sido más generosos con La hija de Ryan si hubiera sido rodada en blanco y negro y formato cuadrado.

No deja de ser sintomático, por un lado, que el género de aventuras llegara a una encrucijada (¿Qué más se podía decir, se podría ir más allá con otros reenfoques?), como que perdiera el predicamento en la industria y entre el público, más allá de que los costes de producción eran excesivos y no se conseguían los suficientes beneficios aunque fueran bien en taquilla. La excelente Estación polar Cebra (1968), de John Sturges, obra de más complejas capas de lo que aparenta, fue un ejemplo (los posteriores pases televisivos conseguirían que dispusiera posteriormente de otro predicamento). El género no era ya el espacio de evasión donde disipar y difuminar la consciencia en la fantasía, esa donde cabía la posibilidad de restituir la insatisfacción o frustración en la realidad, sino todo lo contrario. En los setenta, las producciones disponían de menos presupuesto, y acentuaban la vertiente realista, o enfocaban en las arrugas de los iconos o mitos, como reflejaban Robin o Marian (1976), de Richard Lester o la sobredimensionada El hombre que pudo reinar (1975), de John Huston, la cual alcanzaría cierta notoriedad fetichista entre cierta crítica. Era una obra de nostalgia, o suscitaba ésta en la mente del cinéfilo. Pero resultaba un desmañado residuo de una tendencia que buscaba aunar reflexión y acción.

Las superproducciones de los sesenta encontraron su relevo, en los 70, sintomáticamente, en el cine de catástrofes (cuyos costes resultaban menores). Ante la consciencia de la catástrofe, quedaba el conjurarla con la hipertrofia. Ya sólo quedaba el cataclismo, incluso los personajes desaparecían, o se difuminaban en el mero perfil del estereotipo, como meros vehículos casi impersonales. Hay quienes se resistieron, y acabaron, sin pretenderlo, por imposibilitar esa crítica y sombría senda de cine complejo. Las portentosas Apocalipse now (1979), de Francis Coppola ( aunque Coppola no se atrevió a añadir las dos largas secuencias recuperadas en el montaje de Apocalipse now Redux, para que su visionado no resultara tan áspera y ominosamente descarnado) y, sobre todo, La puerta del cielo (1980), de Michael Cimino, que provocó el hundimiento de su productora, United Artists, tal fue su fracaso financiero, fueron el último eslabón que cerró puertas a las pretensiones autorales de un cine denso con aristas dentro de unos parámetros de gran producción. Y llegó el cambio (de ecuación de fórmulas) con La guerra de las galaxias en 1977 (cruzando cine de espadachines, samurais y el western con la ciencia ficción para disimular antiguos retales con apariencia de novedad), e Indiana Jones en 1981, y el generó resucitó, cuando menos cara al público y en la industria, porque fue una resurrección que implicaba sepultar la consciencia para alentar un anhelo de inocencia, volver a los más primarios orígenes del género, aquellos seriales de los 30, donde aún se creía y sentía que el héroe puede resolver cualquier avatar, aunque para ello fuera necesario construir un mundo de fantasía donde lo real perdía presencia, como relieve los dilemas de los personajes. Toda una acción de domesticación y de anestesia (aunque no obsta para reconocer que la notable El imperio contraataca, 1980, de Irving Kershner, apostaba por una densidad y turbiedad que la saga no volvió a recuperar). No se querían cuerpos, sino iconos, seres unidimensionales, o seres que dentro de la acción comentaran la acción como si fueran trasuntos del mismo espectador, de lo que podría ser emblema McLane (Bruce Willis) en la saga La jungla de cristal. La aventura real había dejado de reinar, y primaba la interposición del filtro. Se experimentaba primordialmente la misma ficción y su topología. El personaje nos conducía como cicerone en un video juego en el que se delegaba el mando en el personaje que se consideraba como héroe (con rasgos incluidos de bufón). Por añadidura, junto a Indiana Jones, llegaron los musculosos e invulnerables héroes que encarnaron Stallone, Schwazennegger y compañía.

Peter Weir recuperaría esa combinación de gran espectáculo y complejo entramado reflexivo con Master and commander (2002), y bien elocuente es que su relato no quedara clausurado, que el circulo de la búsqueda no acabara de cerrarse, porque no hay aventura (exterior o interior) con un real fin. La aventura, como la vida, es permanente movimiento, y no dejan de haber nuevos lances. Y, a la vez, que captaba la esencia fenoménica de la peripecia, la travesía y accidentalidad física, desnudaba sus fisuras, sus resortes de ficción, su condición alegórica, su correspondencia con un proceso mental o emocional. Su posterior Camino a la libertad (2008), sería logro de parecido el calibre. Se habían dado, de modo esporádico, sugerentes precedentes, como Las montañas de la luna (1990), de Bob Rafelson, El último mohicano (1992), de Michael Mann o El guerrero nº 13 (1999), de John McTiernan o la minusvalorada, en su momento, El paciente inglés (1996), de Anthony Minghella, en cuyo menosprecio aún se podía rastrear el que rociaba con saña las grandes producciones a finales de los sesenta. Quizá haya sido Skyfall (2012), de Sam Mendes la obra posterior que mejor congrega esas cualidades de gran espectáculo y complejo entramado reflexivo, aunque haya que considerar también logros de Christopher Nolan, como Origen (2010) o Interstellar (2014), o las tres últimas producciones de la saga de Misión Imposible. En otra línea, bajo los ropajes del cine bélico, La delgada línea roja (1998), de Terrence Malick, era una radical recuperación de aquella combinación de gran producción y complejidad emocional y conceptual. ¿O no hay semejanzas entre Lord Jim y el personaje encarnado por Jim Caviezel, empecinado en materializar, o realizar, una relación conciliada con el mundo, y en permanente colisión con una realidad que no deja de asomar su faz caótica? ¿O no hay afinidad de mirada o de discurso, y, además, demostrando que sí se puede ir más allá en el uso de heterodoxas formas, o construcciones narrativas, que hagan aún más manifiestas las fisuras de la realidad y de la construcción de una representación, y dentro, por añadidura, de un marco de gran producción?

Lord Jim, la película, pertenece a otro tiempo, aquel en el que podrían conjugarse unas bellas imágenes serenas sostenidas sobre unas oscuras turbulencias. El Clasicismo dejaba entrever sus fisuras sin dejar de confiar en la potencia de unas formas armónicas que ofrecían, como contraste, una sensibilidad que parecía condenarse a la extinción. La misma que representa el personaje de Lord Jim. Una integridad, de mirada, de lenguaje, y de actitud, que se fusionaban en un estilo y en un personaje, en la mirada de ambos. Una plenitud que es a la vez desgarradura. Un relato que crea la ilusión de sentido, y a la vez deja entrever el sinsentido y el fracaso. Un logro que además afirma una imposibilidad. Afirmación y negación conviven en una paradójica relación de plenitud. Jim representa la mirada que se pierde y rastrea entre las sombras y marañas (de sí mismo). Peter O’Toole aportaba al personaje las resonancias y reminiscencias de otro complejo y atormentado personaje, escindido en sí mismo, el que encarnó en Lawrence de Arabia. Curiosamente, en ambos casos, la primera opción fue Albert Finney. En Lord Jim, O´Toole se involucró con su productora, como también fue la primera producción de Brooks, quien ya en otra de sus grandes obras El fuego y la palabra (1960), había dispuesto del control del montaje final por primera vez. Sería su etapa más fructífera. Brooks, encadenaría una serie de espléndidas obras, como Los profesionales (1966), A sangre fría (1967), Con los ojos cerrados (1969) y Buscando al sr. Goodbar (1977) o notables, como Dólares (1971), Muerde la bala (1975) y Objetivo mortal (1982).

¿Quién es Lord Jim, traducción del sobrenombre de Tuana Jim, con el que le bautizan los nativos de Patusan, ficcional país de los Mares del Sur, para el que Conrad se inspiró en cierta zona de Borneo? ¿Son esos ojos azulados como el mar, pero debatiéndose en una tormenta que no tiene fin en su interior? La voz que nos presenta a Jim, la de Marlowe (Jack Hawkins), se refiere a él como uno de los nuestros, uno de tantos que erran por esos mares del Oriente pero que a la vez es único, excepción que es emblema, o lo que pudieran ser, expresión que será repetida en dos ocasiones más, cuando es censurado por su superior por hacer pública su vergüenza tras abandonar encallado en una tormenta el Patna (en vez de haberse consumido en su verguenza en privado sin que afectara a la imagen del nosotros, el resto de los oficiales marinos), y cuando los nativos de Patusan le agradecen que les haya liberado de la opresión de El general Ali (Elli Wallach) y de sus secuaces. Símbolo de vergüenza y símbolo de liberación. Traidor y héroe. Y, en medio, la vida que es tormenta, pero ¿Qué sabemos de las tormentas de nuestra mente, cómo nos enfrentamos a ellas?

En los primeros pasajes, a través de una narración elíptica, la voz de Marlowe, cual narrador, nos guía en la presentación de Jim, desde que es un cadete marino, y luego primer oficial bajo sus ordenes, con sus sueños románticos (novelescos e idealizados) de aventuras en las que actúa y reacciona como héroe (resuelto, determinado) ante cualquier contingencia y conflicto. Pero la realidad colisiona con los sueños; qué difícil es que se conjuguen. Jim se enrola en un desvencijado barco, el Patna, que traslada a cientos de musulmanes en peregrinaje hacia la Meca. Y una tormenta le deja en evidencia. A diferencia de sus superiores y compañeros oficiales, que al temer el naufragio no dudan en preocuparse solo de su propia suerte, y arrian un bote, Jim sí se preocupa de resolver el problema cuando el barco encalla, así como de la vida de esos peregrinos. Siente que son su responsabilidad, mientras que a los otros, seres sin conciencia, les da igual. Jim no es capaz de reaccionar como quisiera, y acaba en el bote con ellos, abandonando a los peregrinos a su destino. Para su vergüenza descubrirán al llegar a puerto que el Patna no naufragó. Jim sí tiene conciencia, por lo que no se esconde, y reconoce públicamente, y pone a juicio, su irresponsabilidad y falta de valor. Asume la condena o desprecio, porque él mismo ya se ha juzgado. Fue vencido por su miedo. Jim se convierte en una sombra errante por los puertos, realizando diversos trabajos sin ningún realce. No es nadie, no es nada, es uno más. Debe penar su falta, su carencia de personalidad y determinación.

Pero el azar posibilita que surja una segunda oportunidad (en paralelo al abandono de la voz narradora, ahora el relato fluye sin guía interpuesta). En esta ocasión, sí es capaz de reaccionar cuando un bote con mercancías de un comerciante, Stein (Paul Lukas), comprometido con las injusticias, sufre un intento de sabotaje. Con decisión, en vez de preocuparse solo de su vida, apaga las llamas. Pero aún queda otro tipo de llamas dentro de él. Un solo gesto no es suficiente para conjurar los fantasmas a los que no supo enfrentarse en aquella tormenta. No hay manera de que abandone su condición de espectro en vida (con esa lacerante sombra de culpa o verguenza que le pesa), aun cuando se le dé la oportunidad, al transportar unas mercancías a Patusan, de enfrentarse a aquellos, al mando de Ali, que intentan sojuzgar a otros. Resiste la tortura a la que le somete Ali, y tras lograr escapar, conduce a los nativos en su lucha contra el opresor, que culmina con la victoria, pero las sombras siempre estarán ahí. No dejará de estar a prueba, porque aún puede sufrir momentos de parálisis por el miedo (como en cierto lance de la batalla).

Por otro lado, la mezquindad y la crueldad humana seguirán amenazando con su falta de escrúpulos. Por mucho que confíe, y actúe de acuerdo a su sentido de la integridad y la justicia, aquellos que son su reverso seguirán actuando de acuerdo a sus aviesas y retorcidas mentes. Y qué más elocuente reverso que Brown (con el que James Mason crea otra de sus inmensas interpretaciones), una aguda ave rapaz vestida completamente de negro, una figura oscura, incluida su barba y su singular bombín. Alguien, como dice otro personaje, que ha matado más que la peste bubónica. Ante una figura así, que es lo mismo que decir ante unas tumescentes inclinaciones humanas hacia la carencia de escrúpulos que no podrán ser sometidas ni extirpadas por mucho empeño que se pongan, porque se encarnarán en otros rostros que den carne a la depredación y la crueldad humana, cómo se puede combatir. Si uno cede, y usa sus mismas armas, traiciona su integridad, y si confía, si uno es consecuente con uno mismo, propiciará el dolor, las trágicas consecuencias en los suyos (no crea inmunidad ante quienes no saben de escrupulos), porque el reverso oscuro no se pliega ante la razonable y compasiva integridad. Su bienintencionado propósito de evitar el enfrentamiento violento, y su generosidad compasiva, no logrará eludir la violencia de quienes, en cambio, actúan con doblez y retorcimiento. 

Así que sólo resta el sacrificio, el gesto que afirma la nobleza, la consecuente empatía, aunque implique su propia muerte (de ahí que en esa hermosa secuencia final, cuando se ofrece sacrificialmente: su mirada, cuando contempla el cielo, los pájaros, los rostros de quienes le rodean, más que una despedida parezca, de nuevo paradójicamente, un saludo, una afirmación de vida, de discernimiento de lo que es luz de vida). Es lo que implica actuar de acuerdo a la ética, algo tan excepcional que está destinado inevitablemente a desaparecer. Y ese es el auténtico heroísmo (evoquemos aquí el final de la magistral Grupo salvaje (1969), de Sam Peckinpah, con no lejanas resonancias afines). Una nobleza con sentido del sacrificio que resulta incómoda o perturbadora de seguir como ejemplo, o que suscita la perplejidad, sino la irrisión (como si fuera un masoquista que no acepta la comodidad de las concesiones, ni consigo mismo, y prefiere sufrir por ser consecuente con su forma de sentir, habitar, y mirar la realidad). Unos ojos azulados, como el mar, que no ocultan, porque son conscientes, las turbulentas corrientes y tormentas que dominan al ser humano, pero que no ceja de enfrentarse a ellas, aunque implique su desaparición, con la sensible firmeza como voluntarioso timón.

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