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miércoles, 27 de julio de 2022

El confidente

 

El confidente (The friends of Eddie Coyle, 1973), de Peter Yates, y Mátalos suavemente (Killing them softly, 2012), de Andrew Dominik , adaptan sendas novelas de George V Higgins. Una consideración alienta ambas obras: La obra de Dominik lo explicita en boca del personaje de Brad Pitt: America es un negocio. También enfatiza, o hace más palpable, la turbiedad, sordidez y podedumbre (moral) que supura. Su violencia resulta más sofocante, como si se fuera cerrando la llave del aire. Su estructura casi episódica, o trama poliédrica, hace más visible, o manifiesta, su condición compartimentada. Por eso, es una obra que linda de modo más claro, y difuso, a la vez, con lo abstracto, con cierto artificio, como una pieza de cámara, aunque no dejen de abundar los exteriores. Aun así, prefiero la sutilidad de la obra de Yates, como quien mira hacia otro lado, encogiendo los hombros, sin dar importancia a una revelación que te deja desarmado porque trastoca tu vida. El Boston de El confidente también parece ajeno a los bullicios urbanos. Pareciera una ciudad casi despoblada. Los espacios son como presencias silenciosas que fueran devorando a los personajes sin que estos se percataran.

La película, en su título castellano, coincide con la de la magnífica obra que Jean Pierre Melville rodó en 1962 (su título original era Le Doulos), también relato de traiciones, rostros elusivos, robos y negocios. El título original de la obra de Yates, como el de la novela de Higgins, es Los amigos de Eddie Coyle. Pero Eddie (soberano Robert Mitchum) no tiene amigos. Son más bien relaciones de negocios, conveniencias, alianzas, traiciones e intercambios. Sea con el que vende las armas, Jackie (Steven Keats), con el jefe de la banda de atracadores, Jimmy (Alex Rocco) o con Dave (Richard Jordan), el policía al que Eddie solicita ayuda, colaboración, para que no le condenen en otro estado, New Hampshire (mientras conversan, tras Eddie se advierten unas verjas; no hay salida para Eddie: hay prisiones de las que es más difícil salir, como la propia vida). Eddie es alguien periférico, incluso dentro de los márgenes; no es nadie aunque casi conozca a todos; malvive como guarda de seguridad, y a la vez es un mediador, el que consigue las armas, el que trata con el traficante y consigue las armas para los atracadores; es alguien cuya vida tiene ya poca seguridad, es alguien que está en medio, como quien está atado, de piernas y brazos, a varios caballos que tiran de él. Es un engarce, y también lo es en la construcción narrativa que alterna las vicisitudes de los diversos personajes de esa cadena que comprende actividades ilegales y a los propios representantes de la ley. Al representante de la ley, Dave, no le importa si tiene tres hijos y una esposa. Dave no ayuda ni colabora sino que exige un intercambio y, aún más, aprovecha su posición de ventaja, para estirar la cuerda y extraer todo el beneficio que pueda, por lo que le convierte en su confidente no provisional sino recurrente. Dave sabe hacer negocios, tiene alma de empresario, sabe cuándo explotar a sus empleados, ajeno a su suerte, a las consecuencias que les depare. Aún mejor animal que representa la condición del país como negocio es Dillon (Peter Boyle), quien sabe jugar hábilmente a dos bandas, en ese territorio intermedio que define a una realidad que establece diferenciaciones sólo en los escaparates, mientras en sus entrañas una maraña de alianzas y traiciones está salpicada de sangre.

Yates resulta más efectivo en cuanto dispone de más sugerentes textos de base, con los que se muestra cumplidor, como también demostraría posteriormente con la notable La sombra del actor (1983). Con un material tan sustancioso, eficazmente adaptado por Paul Monash, y servido por un espléndido grupo de intérpretes delinea un vibrante tapiz narrativo a golpe de silenciador, modulado como un engranaje que se desangra con firme pulso. La introducción, la orquestación de un atraco, modulada de forma particularmente afinada, ya anuncia que la misma trama de la realidad se puede equiparar a un engranaje. Yates ya había realizado eficaces thrillers como El gran robo (Robbery, 1967), sobre el atraco al tren de Glasgow, la célebre Bullit (1968), o la sugerente combinación de comedia y thriller (con atracos, también, incluidos), Diamantes al rojo vivo (1972), pero quizá sea El confidente su obra más brillante. Aunque las texturas de la película de Dominik puedan ser más sugerentes, en su planteamiento teórico, al final me parece que recargan demasiado, como quien emborrona y difumina el texto cuando quiere hacer doble subrayado, aunque sea por meras cabriolas formales, lo que determina una descompensada narración. Yates, en cambio, asume una condición más modesta, como quien admira desde la distancia y no quiere interferir. Quizá raspe menos de entrada, pero el silencio que se extiende tras acabar la proyección es como la hendidura de una herida producida por un disparo que adviertes en tu piel, sin que sepas cuándo te han disparado, cuánto tiempo llevas andando con la sangre abandonando tu cuerpo y cuánto te queda antes de que te desplomes. No hay catarsis en la tragedia. Ni siquiera consciencia. La muerte es otro margen en los márgenes irrelevantes de una vida intermedia que gradualmente se desvanecía

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