Correo diplomático
(Diplomautic Courier, 1952), de Henry Hathaway se sostiene, valga la paradoja,
sobre la incertidumbre e inestabilidad a la que el curso, o más bien maridaje,
de los acontecimientos somete a (la percepción de) Kells (Tyrone Power), un agente
secreto que hasta ahora era un mero correo diplomático pero que, en su nueva
misión, se verá inmerso en una vorágine en la que las apariencias no son sino
un agujero negro incierto en el que los mensajes
de la realidad son tan difusos como escurridizos, capciosos como equívocos. Modélica
es la secuencia, que marca el tono de esta vibrante narración, en la que se
detona esa maraña en la que Kells se desplaza como un observador que interroga
a una realidad que no sabe discernir, a la vez que es zarandeado una y otra vez
por ella. La secuencia en cuestión tiene lugar en un tren, en el que se supone
que tiene que encontrarse con otro agente, Sam (James Millican), viejo amigo,
con el que compartió los avatares de la reciente segunda guerra mundial (durante
diez ambos estuvieron a la deriva sobre una balsa en el mar), y que tiene que
pasarle una capital información relacionada con las nuevas estrategias de los
del otro lado del telón de acero. Esta brillante secuencia está hilada, o
coreografiada brillantemente sobre gestos, desplazamientos y miradas
(observadoras, elusivas, interrogantes). Kells no entiende por qué Sam le rehúye,
tanto en la cafetería de la estación de partida como en el mismo tren, a la par
que advierte otras figuras que parecen sombras alrededor suyo, caso de dos
hombres (uno de ellos encarnado por un primerizo Charles Bronson, cuando era
Buchinsky), y una mujer rubia, Janine (Hildegard Kneff). ¿Quiénes son y por qué
condicionan la conducta de Sam?
Pareciera que en este universo, definido por las inciertas o falsas apariencias, nos encontráramos en el territorio de Hitchcock, y más cuando en una parada en una estación, en la que desciende Sam, Kells al advertir que sube alguien con parecido atuendo y sombrero y el portafolios bajo el brazo le alude pensando que es Sam, pero es otro. Alguien que se introduce en su compartimento, escasos momentos antes de que, al entrar en el túnel, en el que se desconectan las luces. Kells sale del compartimento, y entrevé en las sombras cómo lanzan fuera del tren a Sam, en cuya vidriosa expresión se advierte que ya está muerto. Comenzará la particular deriva de Kells en un universo que no solo no domina, sino que además es utilizado como cebo para poder verificar si los rusos arrebataron lo que Sam tenía que pasar a Kells o aún no lo han conseguido (y pueden pensar que lo posee Kells). Pero, a diferencia de Hitchcock, Hathaway guía la narración sobre cierta distancia, de cortante sobriedad, aquella que había elaborado, fructíferamente, en notables obras previas de aire semidocumental como La casa en la calle 92 (1945), 13 Rue Madeleine (1946) y Yo creo en ti (1948); de hecho, la narración comienza con una voz en off que presenta a la organización gubernamental de la que es una pieza o peón Kells. La apariencia de lo real para desplegar una narración sostenida sobre la interrogante sobre lo real a través de la condición movediza de las apariencias.
En este paisaje turbio y emponzoñado postbélico, en el que prevalece la manipulación en ambos frentes, la certeza parece desterrada. Nada es lo que parece, o cualquier puede ser lo que no parece. Ya no solo es que las apariencias sean escurridizas es que se traman sobre una manipulación escénica (mediante estrategias, urdimbres y fingimientos), cuyo reflejo, o comentario sobre una realidad que es escenario, es la actuación del transformista en el club nocturno - que establece un vínculo con otra excelente obra de espionaje de ese periodo, Berlín express (1948), de Jacques Tourneur; la capacidad de un actor para imitar voces consigue que incluso se dude de quien se había visto morir pueda estar vivo, y un vendedor de relojes es el portador de un mensaje cuyo significado resulta de lo más indeterminado e incierto para Kells (alguien que porta dos relojes, pero no puede sentirse más desorientado). Ese desconcierto perceptivo encuentra su más concreta correspondencia en las diferentes dinámicas de relación con las dos mujeres, Janine, y Joan (Patricia Neal), a la que había conocido en el primer viaje en avión, cuando se quedó dormido en su hombro por efectos del jet lag. La apariencia menos desestabilizadora será la que exponga, o deje en evidencia, su condición de durmiente perceptor (incapaz de discernir lo real de la simulación). Con la otra relación se verá sometido a un vaivén sinuoso en el que le resulta difícil discernir su real papel en ese escenario. De hecho, en la conclusión le dice: es la primera vez que te miro como una mujer (ya no la mira como una pantalla en la que fluctuaban las diferentes y encontradas, u opuestas, proyecciones o especulaciones).
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