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miércoles, 25 de noviembre de 2020

Perros de paja

                           

Hay un virus que será difícil que sea erradicado porque parece parte integrante del ADN del ser humano, cierta retorcida tendencia, cual resorte, a la enmarañadora susceptibilidad inquisitorial. Durante estos últimos años se ha agudizado una vertiente eufemista de normativa de corrección política, lo que se debe decir, lo que se debe mostrar, lo que se debe (re)presentar (en términos cuantitativos y cosméticos), en el escenario de (las discriminaciones o abusos de) los géneros o de las etnias. Al sistema le interesan esos localizados escenarios de conflicto para que sus estructuras, asentadas en la desproporción y descompensación (de clase) permanezcan intactas (e impunes). Hay películas que son molestas en el momento de su estreno, y lo volverán a ser en tiempos en los que se vuelven a acentuar los posicionamientos subrayados que demanda la rígida susceptibilidad inquisitorial, que no acepta grises ni aristas, sino pronunciamientos aseverativos. Un ejemplo eminente es la excepcional Perros de paja (Straw dogs, 1971). La película fue  controvertida porque descolocó a quienes padecen el mal de la mente cuadriculada. Desconcertó, en particular, el tratamiento de la secuencia en que Amy (Susan George) es violada; hubo quienes consideraron que su planteamiento y tratamiento era degradante para la mujer (no era un personaje específico sino la representante de un género), ya que erotizaba la violación ( y romantizaba la violencia); les descolocaba sobremanera el hecho de que parecía que ella gozaba;  amen de ser una demostración más de la misoginia del cineasta (otro cineasta que cargó con esa desenfocada calificación fue Billy Wilder: Su desatino se amplifica si se analizan atentamente sus obras ya que, en numerosas ocasiones, los personajes femeninos son el contrapunto que evidencia, o cuestiona, la enajenación o corrupción, las inconsistencias o contradicciones, de los personajes masculinos). Aun hoy en día hay quien califica el tratamiento de esa secuencia como impropio, y el enfoque de Peckinpah como irrefutablemente misógino, y se remarca que en la nueva versión de Rod Lurie, estrenada en el 2011, quedaba bien claro el disgusto de la protagonista violada. O un No es No. O cómo ser correcto según la normativa estipulada. La repulsa al planteamiento de Peckinpah de dicha secuencia evidencia, por un lado, la ignorancia sobre la complejidad de emociones humanas y, de modo específico, sobre los vínculos entre los personajes y la circunstancia del desarrollo de sus relaciones. Supone ignorar cómo puede quedarse paralizada, desvalida, quien sufre un abuso, y cómo puede reaccionar en una circunstancia que la supera. Perdieron foco y proyectaron, como suele ocurrir tantas veces, cómo preferirían que reaccionaran los personajes en las películas, de acuerdo a su forma de pensar o concebirse a sí mismos. Una cuestión de imagen, como si en la pantalla quisiéramos corroborar cómo preferimos vernos en aquellos que consideramos que nos representan (por género, etnia, nacionalidad, uso de gafas o jerseys de cuello alto). Y molestó, y molesta, que Peckinpah cuestionara la actitud del personaje femenino, señalando que quien juega con fuego se quema, como si primordialmente, y no también, cuestionara su actitud o conducta.

En primer lugar, con respecto a la desenfocada percepción de la supuesta misoginia, ¿no cuestiona también a los principales personajes masculinos? Si el espectador es hombre ¿no pudiera sentirse zaherido porque todos los protagonistas masculinos son más bien unos impresentables, inconsecuentes, brutos o inconscientes, con la excepción del alcalde, que, significativamente, será uno de los primeros en morir cuando se desata la violencia, precisamente, por querer impedir que así sea? ¿Los hombres deberían sentirse agraviados por esa concepción, sintiendo que se considera así a todos los hombres, y que todos reaccionarían de tal manera, de modo tan agresivo, cual bestias, en tales circunstancias? Hubo de hecho, en su momento, quienes también pusieron en cuestión que se presentara a la gente de campo como la representación de la barbarie; aunque ¿el urbanita protagonista, David (Dustin Hoffman), no es igual de violento incluso antes de que lo sea mediante la acción física? ¿Acaso la violencia psicológica no puede ser tan, o incluso más, terrible que la física?. Siempre hay una excusa para sentirse zaherido o apreciar un menoscabo, excepto si eres un ser masculino (y blanco heterosexual). En ese caso puedes presentar un conjunto de hombres miserables que ningún hombre blanco heterosexual, como tal, tendrá derechos a sentirse descalificado ni minusvalorado o injuriado. Si nos atenemos a declaraciones del propio Peckinpah, no solo cuestionaba al personaje femenino, o su actitud imprudente sino también, y de modo más remarcado, al masculino, en concreto, su enajenación, la desenfocada concepción de sí mismo. En el cartel se remarcaba el cristal roto de sus gafas; el desarrollo narrativo evidenciará su imprecisa percepción de sí mismo. Aún más, Peckinpah lo dijo bien clarito: David es el villano, que al final revela su verdadera faz. O que se confronta con su naturaleza real. Algo claramente expuesto en el planteamiento estilístico de su narración, pero las anteojeras (susceptibles) ofuscaron el discernimiento.


Los desenfoques, por enfocar solo en un punto (por el perturbador tratamiento de la secuencia de la violación), olvidándose del conjunto, que queda emborronado, no discernieron que el núcleo dramático es la relación David-Amy, o de modo más preciso, la degradación, y enmarañamiento, de una relación que, progresivamente, evidencia los desajustes y las inconsistencias de la misma. Si el año anterior había desarrollado, en La balada de Cable Hogue (1970), una hermosa historia de amor en la que exponía que no es relevante la imagen social sino la sintonía y la conexión (él ama a una mujer, es irrelevante si él es un buscador de oro y ella una prostituta), y al año siguiente, en La huida (1972) desarrollaría una complejo retrato de la reconstrucción de una relación, o recuperación de una conversación amorosa, superando susceptibilidades, en concreto, por parte del protagonista masculino, enfrentado a sus contradicciones (recluido en prisión había pedido a la mujer que ama que buscara el modo de convencer a quien podía acortar su estancia, pero no encaja, al salir, que ella hubiera recurrido para conseguirlo a la disposición sexual como moneda de intercambio), Perros de paja se centra en el deterioro de una relación, la evidencia de que la conversación amorosa es cada vez más una discrepancia y una discusión. O cuando una relación primordialmente se encasquilla en una tortuosa partida de ajedrez.

 

 La violencia subyacente resulta cada vez más manifiesta a medida que se van acentuando, apuntalando, los respectivos orgullos y las respectivas reacciones despechadas. Los personajes alrededor, en especial el grupo que trabaja en la remodelación de la casa: Charlie (Del Henney), exnovio de Amy, Scutt (Ken Hutchinson) y Riddaway (Donald Webster), son como emanaciones de su conflicto, de toda la violencia que palpita en su relación, y en especial, en David, el presunto racionalista, el presunto adulto (en una ocasión, reprocha a Amy que siga actuando como una niña, y le espeta que crezca; no deja de ser mordaz ese plano en el que vemos a David subido a un columpio). David es el monstruo, la mente cuadriculada, la emocionalidad insegura, hasta acomplejada (pese a sus brotes arrogantes, que tienen mucho de autoafirmación obtusa). Su violencia no es física, pero se despliega virulenta en sus reacciones despechadas. Es la prototípica actitud masculina pleistocénica que llega a acusar a Amy, cuando esta señala de qué descarado modo lúbrico le miraban los chicos, que es ella la que lo provoca por ir vestida de ese modo, con esa minifalda  y sobre todo por no llevar sujetador. Amy reacciona como la imprudente niña que no advierte el alcance que puede tener su sublevación o disconformidad. Sí juega con fuego considerando cómo son quienes la rodean. Pero es, fundamentalmente, la actitud de David la que posibilita que se desencadene la violencia, por propiciar las reacciones insumisas de Amy, y por no neutralizar la prepotencia de los pueblerinos. Remarca más su territorio con ella que con ellos.

En la primera secuencia, la llegada de la pareja al pueblo ( Wakely; wake: despertar o velatorio), ya se condensan varios de los aspectos vertebradores fundamentales de la narración: el plano cenital inicial de un cementerio en el que juegan unos niños (algunos rodeando a un perrito), además de sus conexiones con el inicial de Grupo salvaje (1969), en el que unos niños quemaban un escorpión y unas hormigas, es ya un apunte indicativo sobre cómo los juegos de adultos pueden ser pueriles, o elementales y primitivos (¿Qué separa realmente a David de los lugareños?) pero letales por el daño que pueden acarrear (el plano cenital evidencia que no hay sabiduría regidora sobrenatural o divina: el ser humano es un ser inconsciente, como un niño que no crece, y genera muerte con su tendencia violenta y dañina); el plano de presentación de Amy remarca cómo resalta  sus pezones bajo el sueter, es decir que no lleva sujetador; porta el  cepo para osos, que le regala a David, cepo para furtivos (furtivos, intrusos en propiedad ajena serán el grupo de amigos, quienes, en duelo de cornamentas de machos, pretenderán apropiarse del espacio o territorio, hacer bajar la testuz de la virilidad de David, y eso implica apropiarse de su hembra: es el cepo en el que quedan atrapados por dejarse dominar por el mero instinto; de hecho, Charlie, antiguo novio, que ya intenta hacer sus primeros acercamientos a Amy, y será su primer violador, precisamente morirá asfixiado con ese cepo); la presencia del retardado Henry jugando a la pelota con unas niñas, presencia  cuestionada, a su padre, al verla como amenaza, por el patriarca Hedden (Peter Vaughan), que ya deja bien claro que es alguien que necesita que su voluntad sea satisfecha; la inseguridad de David, mirando a través de la ventana del bar la conversación entre Charlie y Amy (que desde la distancia parece proximidad, ya que él ha puesto el brazo sobre ella, aunque ella le esté cuestionando que para nada se sintió protegida por él cuando eran novios pese a lo que él afirma); A David le molesta más que la suficiencia agresiva y avasalladora del grupo de amigos la actitud contestataría de Amy, que pone en cuestión su autoridad, que no se pliega a su voluntad, como quien no se ajusta a su pizarra, y más bien cambia los signos de sus ecuaciones: de hecho, sustituye un signo de más por un signo de menos; al exceso de más de David ella responde con un menos; es la tónica de la fluctuación de la relación, que evidencia sus fallas prontamente, o cómo oscila entre extremos; en cierto momento, ella juega al ajedrez en la cama, y el diálogo deriva en una situación sexual; pero, mediante abrupta elipsis, al día siguiente ya están de nuevo discutiendo; su relación parece más un combate o una partida que una relación armónica y cómplice.

Dustin Hoffman cuestionó a Peckinpah la elección de una actriz no sólo tan joven sino con ese aire de Lolita, ya que él no veía que pegara con alguien como David. Pero la elección no pudo ser más atinada. Amy solivianta a David, porque carece de su envaramiento, de su rigidez cuadriculada de presunto adulto (y es otro hombre que no soporta que la mujer que, supuestamente, ama sea tan admirada por otros; no soporta lo que no controla). Cuando él le remarca que se tape, que cierre las ventanas ya que se va a duchar, ella al subir las escaleras se quita el sueter, que arroja sobre su cabeza, y que deja sus pechos al descubierto, los cuales contemplan Charlie y sus amigos que trabajan en el tejado (no hay exhibicionismo, sino el gesto insurgente ante la mente cuadriculada de David; es una acción contra David, no para ellos). Así que el grupo de Charlie (también representación del pasado sexual de Amy) y sus amigos se convierten en pantalla y contrapunto (a la vez que espectadores) del conflictivo escenario de su relación.  Son incluso, en registro casi fantástico, la proyección fantasmal de su violencia, de sus fisuras: los chicos alardean en el bar de las bragas de Amy que uno ha cogido; en la siguiente secuencia asistimos a la primera acre y violenta discusión entre David y Amy (en la que David, en su espacio de poder, el de las ecuaciones en la pizarra, remarca que no juegue con él; que no le contraríe, en suma). La vulneración, desestabilización de ese espacio íntimo, o territorio propio, primero se representará a través de la sustracción de objetos (las bragas citadas). Posteriormente, la muerte de la mascota, del gato ( con el que previamente habíamos visto  a David actuar con cierto desprecio y maltrato, lanzándole fruta; porque es el gato de Amy, no de ambos): Esa muerte propiciará la segunda fisura, y la más grave, en la discusión entre ambos sobre cómo actuar con respecto a Charlie y los demás, ya que ambos saben que son los que han matado al gato (y lo que representa: han entrado en su dormitorio; demuestran que pueden acceder a su espacio propio cuando les apetezca); David se ve incapaz de enfrentarse a ellos, y exponer sus sospechas; aún más, el hecho de que ella saque el tazón con la leche del gato cuando sirve bebidas a David, Charlie, Scutt y Riddaway, propicia que, con soberbia, David decida no plantearles nada, y aún más, acepte ir de caza con ellos (opta por ser aceptado por y como ellos, como macho entre los machos, y reacciona con despecho contra Amy, la hembra desestabilizadora y contestataria).

La tercera irrupción en el espacio será la de la violación de la mujer, Amy, la apropiación de la posesión más preciada para el macho, rapaz y depredador. Resulta sorprendente que creara esas reacciones. Es manifiesta lo ásperamente dolorosa que es para Amy la vejación a la que es sometida por dos veces. Pero hay que perfilar con precisión la circunstancia emocional. En principio, aún resuena la rabia en ella por la actitud de David cuando deja entrar a Charlie, el lobo, rabia que ofusca su percepción, ya que Charlie es puro depredador que no se va a conformar con la respuesta de un beso respondido más con el sabor del despecho. Peckinpah intercala, cuando él ya la está forzando, penetrándola, las imágenes mentales de Amy, sea de  David, o apartando la mirada de Charlie para focalizarla en el fuego del hogar, que proyecta o enfoca para sugestionarse, para intentar contrarrestar la vejación, para imaginar que es David quien la penetra. Más allá de que fuera Charlie pareja tiempo atrás, su reacción en ese momento, indicándole que sea más delicado, no implica una aceptación de la violencia, ni satisfacción placentera, sino un modo de sobrellevar, sugestionándose, la situación de vejación (cuando el No es No no puede impedir el abuso). De nuevo, parece que no se comprende la circunstancia de quien sufre una situación de abuso o maltrato, y carece de la necesaria capacidad de reacción o se siente impotente, paralizada. Primero, intenta cerrar los ojos, e imaginar a David, o distraerse con el fuego, pero no es suficiente, por lo que intenta, cuando ya ha sido sometida y no es factible que él cese en su propósito, que la situación sea lo más llevadera, aludiendo a la delicadeza, al vínculo que hubo entre ambos. La aparición de Scutt, que la viola, con la complicidad de Charlie, ya convierte, definitivamente, la violación en la quintaesencia de la brutalidad, no hay ya manera de poder sugestionarse para sobrellevar la vejación (Peckinpah con causticidad alterna la violación con los planos de David disparando a aves, y mostrando cómo le repele la sangre al coger un pájaro que ha matado: sus elecciones o decisiones, su actitud, su ausencia o falta de apoyo a su esposa, es lo que ha provocado la violación; de alguna manera, la ha matado simbólicamente al propiciar la circunstancia de la violación, por no enfrentarse a esos hombres con respecto a la muerte de gato).

La violación, de hecho, no es sino la mancillación definitiva del último resquicio de espontaneidad y naturalidad genuina. Dentro de esta obra de sórdida y turbia atmósfera sofocada, Amy, pese a sus  imprudencias inconsecuentes,  era además el resquicio de la actitud insumisa, como la figura del magistrado (TP McKenna, de aspecto curiosamente parecido a Peckinpah, lo que redunda en la sensación de que es el personaje con el que Peckinpah se identifica), representa la Razón (es el único que parece contener la furia de Hedden, quien no soporta que no quiera beber con él), y que elocuentemente, será asesinado por Hedden cuando éste y Charlie y sus amigos realicen el asalto final, la última irrupción, en el espacio o territorio propio de David, en busca de Henry, porque creen que ha podido agredir a Janice (Sally Thomset), la desaparecida sobrina de Hedden (ignorando que Henry  la ha matado accidentalmente; significativamente, una situación que ella ha provocado por despecho, al sentirse rechazada o ignorada por David). El despecho de Janice, y el despecho de David con respecto a Amy, son fundamentales condicionantes de la violencia que se desencadena. La irracionalidad descontrolada, no recluida, que representa Henry, es la de todos, hombres o mujeres, sea Janice, las huestes de barbaros que invaden el territorio de David, o este y su falaz imperio de la razón, ya que la ciega rigidez de su mente cuadriculada no es consecuente con la virulencia visceral que rige sus actos y reacciones, como ha demostrado a lo largo del relato (Peckinpah declaró que David dispone de dieciocho ocasiones durante el curso de los acontecimientos para evitar que se desencadene toda la violencia que tiene lugar). Pero David se dedica a mirar desde las barreras (en varias ocasiones, se le encuadra mirando a través de objetos interpuestos: ventanales o cortinas).

David era alguien que nunca había querido intervenir en la realidad, tomar partido, prefiriendo esconderse, al margen. Por eso había decidido trasladarse de Estados Unidos (alejándose de los conflictivas insurgencias sociales) a un páramo apartado en Inglaterra. Había optado por apartarse en su escenario de fantasías, el de los cálculos matemáticos, escenario de ilusorio control, rehuyendo todo conflicto (pero su esposa es la juvenil insumisión de la que ha huido, en términos colectivos, en Estados Unidos). Al final reacciona, pero fundamentalmente porque quieren tomar su  espacio propio, lo único que le importa. Es su casa, repite varias veces. Quieren que les entregue a Henry pero lo que le molesta sobre todo a David, como se sintió presionado por Amy cuando salió con el cuenco de leche del gato, motivo por el que optó por no recriminarles nada, es que ahora también se sienta forzado a hacer lo que le demandan. En cambio, Amy, que ya ha conocido la violencia en sus carnes, con la violación, frente al asedio que sufren en casa, aboga por darles lo que quieren, al que buscan, Henry. Su insumisión se ha tornado miedo. Curiosa y significativamente, los atacantes y David despliegan su violencia sin saber, unos, que la sobrina esta muerta, y el otro, que Amy ha sido violada. Lo que les define de modo más crudamente preciso.

Desde el principio de los tiempos los seres humanos han tendido a cosificar o categorizar a los otros como representaciones que considerar rivales o a las que despreciar o minusvalorar, como forma de autoafirmación. Sea por pertenecer a otra tribu, o disponer de señas caracterizadoras con las que no identificarse,  y sí por lo tanto que rechazar por no ser como lo que distingue como individuo o colectivo, sea por etnia, género, nacionalidad o el constructo de identidad que fuera. Carpenter, con Estan vivos, incidía en una cuestión fundamental. Más allá de los prejuicios y de las discriminaciones específicas, el conflicto social fundamental es el de la diferencia de clases (una cuestión de posición y capacidad adquisitiva, de control y dominio económico). Peckinpah enfoca en otra cuestión fundamental. Más allá de las diferencias o especificidades de los constructos de identidad, hay una faceta que todos los humanos comparten en su naturaleza, su ilimitada capacidad de infligir daño, su violencia expresada de distintos modos, la facilidad con que se deja llevar por la intemperancia. Da igual si eres hombre o mujer, vives en entorno urbano o rural, o sea cual sea tu constructo de identidad (etnia, nación o lo que sea). Lo que realmente distingue a unos y otros es una actitud (quién es consecuente y empático, quién se deja dominar por la susceptibilidad, el despecho o la soberbia). Esa violencia es parte consustancial del ser humano, que algunos despliegan sin escrúpulos, y que otros ejecutan sin tomar consciencia de la violencia implícita en sus actos, reacciones o palabras (ya que la justificación de nuestros actos es nuestra principal adicción). David pertenece a esta segunda categoría. Durante la conversación con el párroco, éste le pregunta si no se siente responsable, como científico, del uso de armas de destrucción masiva, caso de las bombas atómicas, a lo que David replica que no ha habido más muertes que en nombre de Cristo. De nuevo la concepción del otro como representante de un colectivo. Otra contienda en un escenario de contiendas (de pareja, vecinales, masculinas por la pieza femenina…). 

No sé cuál es el camino a mi casa. No te preocupes…yo tampoco. Son las últimas frases de Perros de casa.  Las frases son dichas, respectivamente, por Henry y David, el deficiente o desequilibrado a quien su padre no había querido recluir, y el matemático extranjero  (supuestamente equilibrado y con notable coeficiente intelectual) que había elegido esa población británica para recluirse, esconderse de un mundo en el que no quería tomar partido, y que acaba de vencer a los que han asaltado su casa porque querían la pieza, a Henry.  Son, por tanto, la aparente representación de los extremos, de lo irracional y de lo racional. Pero se acaba de desvelar que no existen esas diferenciaciones, incluso para el mismo personaje, David, de ahí su contestación o asentamiento. Sabe que ha cruzado un umbral desde el que no hay retorno. Se ha visto a sí mismo cómo es en toda su amplitud, ya no sólo como quería verse, o creía que era. El coche se desplaza en la noche, en la niebla. David se sonríe, pese a la constatación de su extravío, que no es sólo espacial. Ya no hay certezas, la mirada ha perdido horizonte, ofuscada entre los jirones de niebla de su ceguera, el caos reinante en el que ya se destierran los contornos; las ecuaciones se han quebrado con la sangre; los rostros se han desenmascarado: David ha tomado consciencia de su real rostro: La bestia que hay también en él. 

 



1 comentario:

  1. Magnífico análisis de la más áspera (que ya es decir) obra de Peckinpah.

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