Una de las singularidades de El tercer hombre (The third
man, 1949), de Carol Reed y Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1952) reside en la
presencia de un solo instrumento musical en su banda sonora, la citara de Anton
Karas y la guitarra española de Narciso Yepes, respectivamente. Pero no sólo les
une esa peculiaridad. En ambas, es cuestión vertebral, la infancia dañada, en
una por el tráfico de penicilina adulterada en la posguerra, en la otra, por la
pérdida y la orfandad. En un caso, la sombra alargada de la mitomanía
fetichista, mediante la figura del oficial genio maltratado, Orson Welles, impidió
apreciar los méritos del director, Carol Reed, restringido durante tiempo en la
categoría del cineasta sin particular personalidad. No recurriré al tópico de
que el tiempo pone las cosas en su sitio (afirmación falaz), porque Welles
sigue siendo catalogado como el cineasta que realizó la mejor película de la
historia del cine, aunque la valoración de Reed, al menos, se ha reconsiderado
e incrementado. Particularmente, las diferencias entre ambos cineastas no me
parecen tan remarcables. Más allá de que Welles realizara dos grandes obras
como El cuarto mandamiento (1942) y Sed de mal (1958), el resto de su filmografía me parece
definida por la irregularidad (con más obras discretas que logradas). En la obra
de Reed, también irregular, además de la citada, se pueden encontrar otras admirables
como Larga es la noche (1947) o La Llave (1958), y notables como El amor manda
(1938), El ídolo caído (1948), Desterrado de las islas (1951), Se interpone un
hombre (1953) o Nuestro hombre en la Habana (1959). En el caso de Clement, es
una cuestión de ensombrecimiento porque los focos apuntaran en otra dirección,
como quien carece de las cualidades singularizadoras que porten particular
brillos. Cineastas como Jean Renoir o Jean Vigo acapararon la sublimación entronizadora
o fetichista. De nuevo, las desproporciones. En un caso sobredimensionadas las
cualidades, y en otro (como también en los casos de los tardíamente reevaluados
Marcel Carné, Jean Gremillon o Sacha Guitry), subvalorados. Ni me parece que abunden las
obras maestras en la obra de Renoir (particularmente, solo destacaría Una
partida de campo), en una filmografía irregular, como lo es la de Clement, en
la que no dudaría de calificar como obras maestras tanto a Juegos prohibidos
como a A pleno sol (1961), su obra más valorizada, como son excelentes tanto La
batalla del raíl (1945) y Demasiado tarde (1949) o notables Los malditos
(1947), Monsieur Ripois (1954) y Como liebre acosada (1972). Dos ejemplos de
los daños de los cegadores focos de la mitificación fetichista cinéfila que
establece altares que generan sombras en las que quedan oscurecidas
filmografías o cineastas con parejos, o incluso superiores, méritos.
Juegos prohibidos sí dispuso de amplio reconocimiento en su momento, incluso en forma de premios (el León de Oro en Venecia, el Oscar y el Bafta a la mejor película extranjera), pero no alcanzó de resonancia posterior, porque fue tapiada por la discriminación de las nuevas generaciones, y su influjo poderoso en la cinefilia, en concreto Francois Truffaut y su desprecio a lo que denominaba cine de qualité; irónicamente, su cine se tornó cada vez más rancio, y más academicista y envarado, que el de esos cineastas precedentes que cuestionaba. Entre los damnificados, como representantes de aquel cine, estaban los guionistas Jean Aurenche y Pierre Bost, luego reivindicados por Betrand Tavernier (cineasta más sustancioso y menos autoindulgente que Truffaut), con los que colaboró en varias de sus excelentes primeras obras. Aurenche y Bost adaptan la homónima novela de Francois Boyer para Juegos prohibidos. En cierta medida, no deja de ser triste qué un obra tan lacerantemente bella como Juegos prohibidos quedara arrinconada en el limbo del olvido. Quien admire la también magistral Viento en las velas (High wind in Jamaica, 1965), de Alexander MacKendrick, sabrá a lo que me refiero cuando califico a esta obra como un tan conmovedor como descarnado, hasta la médula, poema sobre la infancia y la muerte. El contraste entre la mirada de unos niños y las circunstancias de un horror, la guerra se define por su demoledora crudeza y su lirismo acongojante.
Clement no se anda por las ramas con su intenso y arrollador comienzo, en los inicios de la guerra, en 1940: el bombardeo de una escuadrilla de aviones alemanas a una caravana de ciudadanos franceses que huyen hacia el sur desde París. Primeros planos de bombas cayendo y rostros que gritan aterrorizados; la desesperación se torna inclemente cuando un coche no puede volver a arrancar; no dudan en arrojarlo fuera de la carretera; cada uno se preocupa de su propia vida. En ese coche viaja un matrimonio, con su hija de 5 años, Paulette (Briggite Fossey), quien porta su perrito, que asustado echa a correr hacia el puente; ella lo persigue, y los padres a ella; los disparos de una avión acaban con la vida de sus padres y su perrito; un caballo corre asustado, arrastrando un carro al que falta una rueda, en paralelo a Paulette que quiere recuperar el cadáver de su perrito, que han echado al río. El caballo llega a una granja; uno de los hijos es Michel (Georges Poujouly), de once años, busca a una de las vacas asustadas, y se encuentra en el bosque, junto al río con Paulette y el cadáver de su perrito en brazos; el hijo mayor al intentar dominar al caballo es aplastado por las ruedas del carro, y debe permanecer postrado en la cama, a la espera de un médico que no llega. Sobrecogedor inicio, a la par que asombrosa la intensidad narrativa de un montaje que rezuma urgencia, desesperación, desvalimiento, dotando de cuerpo a la irrupción de la violencia rasgando la luminosidad del apacible paisaje y de las rutinas de las dedicaciones diarias: Cultivas la tierra como cada día y de repente una coz de un caballo asustado te daña de tal manera que provocará tu muerte.
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