Translate

miércoles, 4 de noviembre de 2020

La bala mágica

                         

O te adaptas o sufres, le avisa admonitorio el profesor Hartmann (Montagu Love) al doctor y bacteriólogo Paul Ehrlich (Edward G Robinson), en una de las secuencias iniciales de la magnífica La bala mágica (Dr. Ehrlich magic’s bullet, 1940), de William Dieterle.  El motivo de la reprimenda se debe a las numerosas quejas que Ehrlich ha recibido de otros doctores y profesores por no ajustarse a las reglas, a los procedimientos. Esa será una de las batallas de Ehrlich durante toda su vida, la más prosaica, la más miserable, luchar contra las bacterias humanas, esos funcionarios de la mente, los comités de presupuesto, los burócratas, la obtusa rigidez de quienes se pliegan a unas normas y necesitan que todos lo hagan. Por no hacerlo, por no adaptarse, por preferir sufrir y permanecer firme en sus convicciones y su manera de pensar, el médico y bacteriólogo alemán consiguió en su perseverante lucha o pulso contra la propia naturaleza una señera victoria en la mejora de la salud que le reportó el premio Nobel en 1908. Su principal contribución a la medicina fue la teoría de la inmunidad de cadena lateral, o cómo los receptores de la parte externa de las células se combinan con toxinas para producir cuerpos inmunes capaces de combatir la enfermedad (lo que hoy llamamos anticuerpos). La bala mágica del título se refiere a una de sus más importantes aportaciones en quimioterapia, el 606, usado en el tratamiento de la sífilis. Fueron los primeros compuestos sintetizados que se usaban en la curación de las enfermedades infecciosas causadas por bacterias.


La película es la apasionante narración de la gesta de un héroe enfrentado a dos luchas. Se divide en dos bloques o periodos. El primero se inicia con el logro que le proporcionó distinción en el escenario científico, la coloración de las bacterias para distinguirlas de modo más rápido y preciso a través del microscopio (como él es una nota de color en un entorno que parece acomodarse, y restringir de paso, a la uniformización que impone el acatamiento acrítico de unas reglas) y culmina con el exitoso remedio, que encontraron él y su amigo el doctor Von Behring (Otto Kruger), para curar la difteria que diezmaba con su epidemia a la población infantil (enfrentándose a la cerril y cuadriculada mentalidad burócrata de Hartmann que pretende que inyecten la vacuna sólo a la mitad de cuarenta niños, para así comprobar si es efectiva). El segundo, quince años después. se centra en las 606 pruebas que realiza con su equipo, durante dosaños, para encontrar la cura a la sífilis, de nuevo enfrentándose a las restricciones de la mente burocrática que, durante el proceso, reduce a la mitad el presupuesto que se le concede, que cuestione el empleo de un oriental como ayudante en vez de un alemán (¿qué tiene que ver la ciencia con la raza o el Estado?, pregunta Ehrlich) o colisionando con las mentes científicas que aún no aceptan posibilidades (como que se puedan inyectar sustancias químicas en el organismo para conseguir una cura).

 

Dieterle ya había realizado otro admirable biopic centrado en una insigne figura de la medicina,  La historia de Louis Pasteur (1935). Figuras que se enfrentan a un entorno, enfrentamiento que también implica enfrentarse a las enfermedades de la codicia, el odio y la ignorancia, la visceralidad obtusa de tantos humanos priorizan su propio ego, su propia cuadrícula mental, contra la que también se enfrentó el escritor de La vida de Emile Zola (1937). Entre los guionistas, además de Norman Burnstine y Heinz Herald, John Huston, que ya había intervenido en el guion de otro excelente biopic de Dieterle, Juarez (1939). Edward G Robinson, formidable, encontró en Ehrlich la posibilidad de explorar un personaje que se saliera del tipo (y género) en el que parecía encasillado. Esta producción centrada en un hombre que no se dejó amilanar por las presiones sociales, por la corrección de formas ni la conveniencia, provocó también varios picores al Estudio, la Warner. Uno, el tema de la sífilis. El código de censura instituido desde 1934 establecía que no se mencionaran las enfermedades venéreas. El productor Hal B Wallis logró convencer a los mandamases de la Warner de que era un poco absurdo hacer un biopic sobre Ehrlich sin mencionarla (aunque se evitó citarla en la publicidad). El otro, la condición judía del bacteriólogo. Como Estados Unidos aún no estaba en guerra, por conveniencias diplomáticas, (para no levantar ampollas con un gobierno como el alemán que había censurado todos los libros de Ehlrich, y eliminado cualquier referencia a su figura en lugares públicos), pero también financieras (por la taquilla alemana), prefirieron no hacer referencia a tal aspecto, por lo que no se hace en ningún momento mención a su condición de judío. El guionista Burnstine no se cortó en declarar:  No hay hombre o mujer que esté vivo que no tema contraer la sifilis, así que permitiéndoles conocer que un judío como Ehrlich logró vencer al azote, quizá así puedan persuadir a sus amigos del barrio que dejen de usar los puños con los correligionarios de Ehrlich. De algún modo la película también tuvo que combatir contra los azotes de las hipertrofia de la observación de las reglas y conveniencias, la infección de las obtusas mentes, así como las que sólo se preocupan de la contabilidad, de los gastos o de los beneficios.

Como en las obras de intriga, de detectives, resultan fascinantes todos los procesos de especulación e investigación de Ehrlich, la mente enfrentada a un territorio desconocido, a una pantalla en blanco que explora, prueba, y tantea en la oscuridad, hasta lograr discernir, descifrar y articular un sentido, domar el caos con las facultades de la razón: Hay una maravillosa secuencia que lo condensa: en una cena organizada por la viuda de un banquero judío, Franziska Speyer (Maria Ouspenskaya), de la que se pretende conseguir financiación, Ehrlich se salta las reglas, o la etiqueta, de nuevo, y comienza a explicar a la anfitriona, con dibujos en el mantel, todo el proceso de investigación realizada, hasta que tiempo después, la cámara realiza un travelling de retroceso para revelar que se han quedado solos en la mesa la espectadora y oyente fascinada y el investigador heroico. Sublime. No lo es menos cómo se dibuja la relación de complicidad y afinidad con su esposa, Hedwig (Ruth Gordon), en el que la música es emblema de su poderoso vínculo, o, sobre todo, los vaivenes de la amistad con Behring, que oscila de la complicidad a la oposición, cuando Behring se burocratiza e intenta convencerle de que no siga con sus investigaciones con la sífilis, para culminar con la emotiva reconciliación final, para de nuevo recuperar  la sintonía (durante el juicio al que es sometido Ehrlich por las muertes que ha provocado su remedio, aun en proceso de afinamiento, para la sífilis, Behring señalará que él estaba equivocado y que esas muertes son un desafortunado efecto secundario de un logro que por fin podrá tratar y curar la sifilis). 

 

Hay una bella secuencia que une a amigo y esposa, y que refleja la envergadura sensible del personaje, más allá de la intelectual: Imbuido en su investigación sobre tinción histológica (un gran avance que permitiría reconocer mejor por el microscopio las células, al poder tintarlas, y así poder diagnosticar con más claridad enfermedades como la tuberculosis) Ehrlich se está descuidando, aquejado ya de una intensa tos; deja un recipiente con la muestra sobre la estufa, que su esposa enciende, por lo que él la reprende, pero se da cuenta, con el microscopio, de que precisamente el calor era lo que necesitaba para que fuera un éxito su investigación, y rápidamente lo primero que hace es ir a donde su esposa y darle un beso: es un hombre capaz ante todo mostrar gratitud. Un hombre capaz de nunca perder de vista que los pacientes no son especímenes ni estadísticas, parte de un conjunto global, sino seres humanos que pueden perder la vida (pero aún así, diecisiete años después se muestra en principio remiso a permitir el uso general de su remedio para la sífilis porque necesita un año de afinamiento; acepta por la misma razón que él inyectó a todos los niños el remedio contra la difteria, pero su renuencia tenía una base, dada las acusaciones, también por inquina, que recibirá por las muertes que provoca en algunos pacientes). Ehrlich era alguien capaz de recordarnos que no sólo hay enfermedades del cuerpo que combatir, sino de la mente, como la codicia, la ignorancia y el odio. Los virus y las bacterias no son solo orgánicos. El virus que ahora padecemos, al fin y al cabo, es consecuencia de la enfermedad de nuestra actitud (y sino lo vemos así no habrá cura posible). Una prodigiosa obra que nos recuerda que podríamos a llegar a ser aristócratas del espíritu como Ehrlich.




No hay comentarios:

Publicar un comentario