Dieterle ya había realizado otro admirable biopic centrado en una insigne figura de la medicina, La historia de Louis Pasteur (1935). Figuras que se enfrentan a un entorno, enfrentamiento que también implica enfrentarse a las enfermedades de la codicia, el odio y la ignorancia, la visceralidad obtusa de tantos humanos priorizan su propio ego, su propia cuadrícula mental, contra la que también se enfrentó el escritor de La vida de Emile Zola (1937). Entre los guionistas, además de Norman Burnstine y Heinz Herald, John Huston, que ya había intervenido en el guion de otro excelente biopic de Dieterle, Juarez (1939). Edward G Robinson, formidable, encontró en Ehrlich la posibilidad de explorar un personaje que se saliera del tipo (y género) en el que parecía encasillado. Esta producción centrada en un hombre que no se dejó amilanar por las presiones sociales, por la corrección de formas ni la conveniencia, provocó también varios picores al Estudio, la Warner. Uno, el tema de la sífilis. El código de censura instituido desde 1934 establecía que no se mencionaran las enfermedades venéreas. El productor Hal B Wallis logró convencer a los mandamases de la Warner de que era un poco absurdo hacer un biopic sobre Ehrlich sin mencionarla (aunque se evitó citarla en la publicidad). El otro, la condición judía del bacteriólogo. Como Estados Unidos aún no estaba en guerra, por conveniencias diplomáticas, (para no levantar ampollas con un gobierno como el alemán que había censurado todos los libros de Ehlrich, y eliminado cualquier referencia a su figura en lugares públicos), pero también financieras (por la taquilla alemana), prefirieron no hacer referencia a tal aspecto, por lo que no se hace en ningún momento mención a su condición de judío. El guionista Burnstine no se cortó en declarar: No hay hombre o mujer que esté vivo que no tema contraer la sifilis, así que permitiéndoles conocer que un judío como Ehrlich logró vencer al azote, quizá así puedan persuadir a sus amigos del barrio que dejen de usar los puños con los correligionarios de Ehrlich. De algún modo la película también tuvo que combatir contra los azotes de las hipertrofia de la observación de las reglas y conveniencias, la infección de las obtusas mentes, así como las que sólo se preocupan de la contabilidad, de los gastos o de los beneficios.
Como en las obras de intriga, de detectives, resultan fascinantes todos los procesos de especulación e investigación de Ehrlich, la mente enfrentada a un territorio desconocido, a una pantalla en blanco que explora, prueba, y tantea en la oscuridad, hasta lograr discernir, descifrar y articular un sentido, domar el caos con las facultades de la razón: Hay una maravillosa secuencia que lo condensa: en una cena organizada por la viuda de un banquero judío, Franziska Speyer (Maria Ouspenskaya), de la que se pretende conseguir financiación, Ehrlich se salta las reglas, o la etiqueta, de nuevo, y comienza a explicar a la anfitriona, con dibujos en el mantel, todo el proceso de investigación realizada, hasta que tiempo después, la cámara realiza un travelling de retroceso para revelar que se han quedado solos en la mesa la espectadora y oyente fascinada y el investigador heroico. Sublime. No lo es menos cómo se dibuja la relación de complicidad y afinidad con su esposa, Hedwig (Ruth Gordon), en el que la música es emblema de su poderoso vínculo, o, sobre todo, los vaivenes de la amistad con Behring, que oscila de la complicidad a la oposición, cuando Behring se burocratiza e intenta convencerle de que no siga con sus investigaciones con la sífilis, para culminar con la emotiva reconciliación final, para de nuevo recuperar la sintonía (durante el juicio al que es sometido Ehrlich por las muertes que ha provocado su remedio, aun en proceso de afinamiento, para la sífilis, Behring señalará que él estaba equivocado y que esas muertes son un desafortunado efecto secundario de un logro que por fin podrá tratar y curar la sifilis).
Hay una bella secuencia que une a amigo y esposa, y que refleja la envergadura sensible del personaje, más allá de la intelectual: Imbuido en su investigación sobre tinción histológica (un gran avance que permitiría reconocer mejor por el microscopio las células, al poder tintarlas, y así poder diagnosticar con más claridad enfermedades como la tuberculosis) Ehrlich se está descuidando, aquejado ya de una intensa tos; deja un recipiente con la muestra sobre la estufa, que su esposa enciende, por lo que él la reprende, pero se da cuenta, con el microscopio, de que precisamente el calor era lo que necesitaba para que fuera un éxito su investigación, y rápidamente lo primero que hace es ir a donde su esposa y darle un beso: es un hombre capaz ante todo mostrar gratitud. Un hombre capaz de nunca perder de vista que los pacientes no son especímenes ni estadísticas, parte de un conjunto global, sino seres humanos que pueden perder la vida (pero aún así, diecisiete años después se muestra en principio remiso a permitir el uso general de su remedio para la sífilis porque necesita un año de afinamiento; acepta por la misma razón que él inyectó a todos los niños el remedio contra la difteria, pero su renuencia tenía una base, dada las acusaciones, también por inquina, que recibirá por las muertes que provoca en algunos pacientes). Ehrlich era alguien capaz de recordarnos que no sólo hay enfermedades del cuerpo que combatir, sino de la mente, como la codicia, la ignorancia y el odio. Los virus y las bacterias no son solo orgánicos. El virus que ahora padecemos, al fin y al cabo, es consecuencia de la enfermedad de nuestra actitud (y sino lo vemos así no habrá cura posible). Una prodigiosa obra que nos recuerda que podríamos a llegar a ser aristócratas del espíritu como Ehrlich.
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