Orden: Caza sin
cuartel (He walked by night, 1948), de Alfred Werker (y Anthony Mann, no
acreditado) representa la quintaesencia de la vertiente procedural del film noir, como su perversión, ya que fluctúa entre
el estilo semidocumental y el tenebrismo expresionista, entre las superficies y
los subterráneos. El procedural se
definía por su planteamiento de documento, o fiel retrato de las dinámicas de
investigación de las fuerzas del Orden, tanto por el empleo de una voz en off
que pareciera relatara el informe de la evolución de un caso que sucedió
realmente (aquí, en la introducción, nos anuncia que nos van a relatar uno de
los más complicados de resolver para la policía de Los Ángeles; de este modo,
por extensión, se remarca la efectividad de la institución), como por pormenorizadas
o minuciosas descripciones de diferentes técnicas o procedimientos de investigación:
la secuencia, parangonable en detallada extensión a la del detector de mentiras
de Yo creo en ti (Call Northside
777, 1948), de Henry Hathaway, en la que los testigos recomponen el rostro del criminal a través del retrato robot, o las secuencias en las que el
científico forense, Lee (Jack Webb), explica minuciosamente sus análisis
balísticos. Webb estableció amistad con el asesor policial Marty Wynn; durante
sus conversaciones le vino la inspiración para crear, primero, el programa de
radio y, después, la serie de televisión Dragnet
(1951-59), que sería evocada en LA
Confidencial, 1997, de Curtis Hanson.
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jueves, 19 de noviembre de 2020
Orden: Caza sin cuartel
Las secuencias se narran con un estilo seco, distanciado, aunque
resalten los primerísimos planos: el de la esposa del primer policía al que
disparan, cuando le comunican su fallecimiento, o el de Brennan (Scott Brady), el
detective al frente de la investigación, cuando le notifican que su compañero quedará
paralítico para siempre. Como solía ser recurrente en el procedural, los agentes
son ante todo investigadores; no se hace particular hincapié en su vida
privada, sino en la misión que
realizan (son agentes del Orden); la secuencia en la que Brennan visita a su
amigo convaleciente sirve para que el impedido físicamente logre reanimar a quien se siente impedido en el curso de la
investigación, tanto que sin protestar ha aceptado que le releven a cargo del caso,
ya que cree que es casi imposible, después de tres meses, lograr atrapar a tan
escurridizo criminal. Gracias a su amigo, saldrá de su vía muerta, presto a investigar unas opciones, planteadas por su
amigo, que no había considerado.
Donde la obra brilla sobremanera es en las secuencias
relacionadas con el criminal, Roy (el excelente Richard Basehart), el hombre que paseaba de noche (como indica
el título original); de hecho, así se le presentan, una sombra furtiva que
pasea por una calle solitaria y se acerca a un establecimiento, cuya puerta
intenta forzar. Es la sombra que perturba el Orden. Roy es el hombre con cara
de chico bueno (como le describe antes de morir el primer policía al que
dispara), el hombre que no parece lo que es. Es la sombra camuflada en las
engañosas apariencias. Es alguien que carece de antecedentes, o vínculos con
los delincuentes comunes, y que se caracteriza por unos sorprendentes
conocimientos de electrónica. Es el caos (no se explicitará por qué actúa cómo
actúa). Es la incógnita (alguien que parece no tener relaciones, que no se sabe
de dónde ha salido, y cuáles son sus motivaciones), pero curiosa, o
paradójicamente, está más humanizado que sus perseguidores, por su relación
cariñosa con su perro (y como se remarca sus padecimientos: cuando se extrae él
mismo la bala).
Su aparición introduce los claroscuros, la turbiedad expresiva,
descarnada, las tinieblas, reforzadas o amplificadas por el extraordinario
trabajo lumínico de John Alton, quien ya había colaborado ( y colaboraría), en
repetidas ocasiones durante aquellos años (La
brigada suicida, Justa venganza,
La puerta del diablo, El reinado del terror, Incidente en la
frontera) con Anthony Mann, lo que refrenda que éste, aunque no esté
acreditado, pudo haber sustituido a Werker aún no muy avanzada la producción
(se dice que Werker había trabajado en algunas de las secuencias de los
procedimientos policiales). Otro de los colaboradores habituales de Mann en
aquel periodo era, junto a Crane Wilburn, uno de los guionistas, John C Higgins
(El último disparo, La brigada suicida, Justa venganza o Incidente en la frontera). Más allá de Fritz Lang, ningún cineasta
posee como Mann una obra tan amplia y sugerente en el noir. Singular es el dueto de productores, John Breen, el censor que dirigía la Oficina Hays, y Johnny
Roselli, que solía actuar como intermediario en las negociaciones entre la
mafia y los sindicatos de Hollywood (después lo fue en las que mantuvieron la
mafia y la CIA para asesinar a Fidel Castro; acabó asesinado en su yate,
despedazado, sus trozos puestos en un barril de aceite que se abandonó a la
deriva en el mar).
Son magníficas las secuencias de los enfrentamientos de Roy
con la policía: la de su presentación, cuando es sorprendido a punto de hacer
un robo, en la que resalta el momento en el que el policía, malherido, embiste
su coche contra el suyo; o la que tiene lugar en la casa del empresario, Reeves
(Whit Bissell), cuando le tienden un trampa, con una proverbial modulación,
coreográfica, mediante los desplazamientos de los diferentes personajes entre
las sombras, como sobrecogedora es aquella en la que Roy se extrae una bala.
Pero, ante todo, destaca la formidable secuencia del desenlace, la persecución
en el alcantarillado (un año antes que la más célebre de El tercer hombre, de Carol Reed), con prodigiosos juegos de luces (las
figuras desvaneciéndose, como la luz que portan, en los largos túneles; las luces
de las linternas de los policías acercándose). El abismo de las sombras, la podredumbre
que el Orden oculta o disimula. La conclusión, en ese espectral espacio en el
que coinciden varios conductos, es abrupta y cortante; deja con la incógnita de
quién era ese hombre subterráneo que paseaba de noche, más allá de que fuera
un técnico de radio que no fue aceptado como representante del Orden; no hay
planos que refrenden el triunfo del orden,
como si este no tuviera rostro: más bien queda la perversa constatación de una
podredumbre, o un caos, que podía surgir, como una sombra, por cualquier
conducto, de cualquier forma.
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