Las cinco personas seguían viviendo en las dos chozas, convencidas de que así es como debían vivir los <<verdaderos cristianos>> (…) la familia se había internado en la taiga en los años treinta (…) su vida era extremadamente básica: oraciones, lecturas de libros y una auténtica lucha por subsistir en condiciones primitivas. En 1978, unos geólogos se encontraron con esa inesperada visión en mitad de la nada, donde no imaginaban que podían encontrar presencia humana alguna, en uno de esos lugares sin explorar y rincones perdidos y ¡parajes vírgenes y sin transitar!, que nos hemos esforzado en ir eliminando (o como eufemismo, utilizando como reserva de suministro). El periodista del Pravda Vasili Peskov (1930-2013), que también dirigía el programa televisivo En el mundo de los animales (1975-1990), supo de esa sorprendente aparición (como figuras fantásticas en un mundo que progresivamente iba perdiendo contacto o relación armónica con la naturaleza). En principio, su misma existencia suscitaba múltiples interrogantes, cuyas derivaciones también podían propiciar un reenfoque sobre las decisiones de nuestra civilización. ¿Tomamos las decisiones correctas, no solo en la parcela individual, sino colectiva? Porque esa familia había tomado esas decisiones de acuerdo a unas convicciones, una concepción del mundo y de la realidad, que evidenciaban cómo nuestra concepción de la realidad es la de un escenario. El zar Alejo I, su hijo Pedro, el patriarca Nikon y su <<pulgarada diabólica con tres dedos>> eran para Karp Osipovich enemigos jurados, personales, y sin posibilidad de reconciliación. Hablaba de ellos como si no hubieran pasado trescientos años desde que esa gente había vivido y gobernado, sino apenas medio centenar. Nos anclamos en unas concepciones, como si fueran irrefutables. Ese escenario es la realidad. Y muchas veces son ridículas los detonantes de las divergencias, minucias que se convierten en cuestiones de estado, y derivan en conflictos colectivos, por no respectar unos procedimientos o ritos, o unas normas, el peso ciego de la letra sobre la sustancia. Las inclinaciones no debían ser desde el suelo, sino de pie y desde la cintura, que no había que santiguarse con dos dedos, sino con tres, como se santiguan los griegos. Como puede verse, las distinciones no tenían que ver con la fe, sino con los ritos de oficio, con detalles sueltos, y en general nimios, de los ritos. Pero el fanatismo religioso y la fidelidad a los dogmas no tienen fronteras. En aquel entonces, en 1654, los partidarios de la vieja liturgia se convirtieron en perseguidos, y algunos de ellos optaron por el abandono de la vida, como si su realidad hubiera sido borrada, imposibilitada. Múltiples creyentes que no aceptaban aquella reforma decidieron suicidarse. Otros solo veían la salvación en <<huir y ocultarse>>, y eso implicaba la no aceptación de las leyes del <<mundo>>, la no aceptación del poder, de las leyes del <<mundo>>, del papel, de la comida <<del mundo>> y de sus usos de costumbres. Tres siglos después, esa fue la decisión que toma la familia Lykovy. Abandonaron el escenario de la realidad, como si no fuera un lugar habitable para ellos. Esa función teatral no era la suya, no tenían papel que interpretar, o solo como tránsfugas, como quienes desaparecen en los márgenes escénicos (sin decorados ni focos).
Para Peskov su alejamiento de la realidad, su decisión de vivir en unas condiciones de precariedad permanentes, sin recurrir a todas las extensiones utilitarias que han ido definiendo nuestra civilización, para hacérnosla más cómoda, como suministro de servicios, y que se han acusado desde entonces (de ahí la amplificación de la relevancia de una obra como esta hoy en día), suscitaba interrogantes vinculadas con su modo de vida. Resultaba interesante ver en el ejemplo de unas gentes las huellas de un cisma del que tanto se había escrito en su época. Aunque para mí, más importante que las cuestiones religiosas era una pregunta: ¿cómo han vivido? (…) La comida, la ropa, los útiles domésticos, el fuego, la luz en la choza, el mantenimiento del huerto, la lucha contra las enfermedades, el cálculo del tiempo, ¿cómo lo han hecho?, ¿cómo se lo han procurado?, ¿qué esfuerzos y habilidades han necesitados? ¿No han tenido necesidad de ver a más gente?¿Y cómo se imaginan el mundo circundante los jóvenes Lykovy, para quienes la taiga había sido la casa materna? Esta obra, publicada originariamente en 1990, puede evocar la relación entre el explorador ruso Vladimir Arseniev y el cazador nanai Dersu Uzala, que el primero convirtió, en 1923, en un libro (y luego, en 1975, Akira Kurosawa en su mejor obra), en el que relataba su amistad afianzada durante dos expediciones militares cartográficas para explorar y perfilar un territorio no hollado por la civilización, como era la taiga, la zona rusa de Ussuri, colindante con China y Corea. En otra, en el sur de Siberia, en Jakasia, vivían los Lykovi. Es una relación establecida sobre el contraste, y fundamentada en la conciliación armónica. Durante siete años Peskov les visitó repetidamente, y publicó en el periódico artículos que los lectores seguían con interé (preguntándole de modo recurrente sobre ellos; enviándole regalos para que se los diera). Era una relación definida por un mutuo respeto más allá de que las concepciones sobre la realidad fueran diferentes. ¿Era razonable discutir con él sobre su fe cerrada y fanática, traída por los senderos de la taiga desde tiempos lejanos y nebulosos? Hay que aceptarlos a él y a Agafia como son. Y ayudarlos a sobrevivir lo que les queda del camino elegido. Esa rara perspectiva razonable es la que destila esta estimulante obra, Los viejos creyentes (Impedimenta), de Vasili Peskov, tan oportunamente publicada en estos momentos que nos confrontan con las decisiones que hemos tomado como colectivo. Durante todos esos años, tantos los geólogos de la zona, como Peskov, les suministraron ayuda y asistencia, siempre que los Lykovy se lo permitieran, ya que tenía que pasar el control de aduana de lo que no aceptaban según sus creencias, y consideraban emblemas del <<mundo>>, como el dinero o muchos alimentos (si aceptaron el grano, o que les facilitaran un par de cabras para disponer de leche). Por primera vez supieron que existía el plástico, cristal que se arruga. Supieron que existía la televisión e incluso que existían unos seres llamados deportistas. Descubrieron un modo de habitar la realidad que nada tenía que ver con sus interiores iluminados con teas o su despreocupación por la limpieza o higiene (rara vez se lavaban y sus suelo era una alfombra de suciedad). Todavía emanaba el inconmovible <<espíritu de los Lykovy>>, la mezcla de olor a humo. A vivienda sin ventilar, a sopa agriada, piel sin curar y ropa vieja…
Esa vertiente, el contraste y el descubrimiento de lo que
ignoraban lo que existía (o que se rechaza porque es una manifestación del <<mundo>>)
también puede evocar a otra excelente película, Único testigo (1985), de Peter
Weir (en particular, el asombro del niño amish durante los primeros pasajes, o primer contacto con nuestro <<mundo>>). El contraste entre dos enfoques sobre la realidad, y su misma existencia
divergente pone en interrogante nuestras concepciones sobre la realidad, sobre
qué fundamentos tomamos nuestras decisiones (concesiones, resignaciones y
rechazos) y configuramos nuestra vida. La
agitación del <<mundo>> le transmitía equilibrio espiritual. Este
hombre nada tonto, aunque cerrado y fanático debía recibir, sin duda, la visita de una idea fría y peligrosa como
una serpiente para unos pies descalzos: ¿hemos vivido la vida correcta?. Esa
es la pregunta que se proyecta como una sombra durante el desarrollo de la
lectura de Los viejos creyentes, cómo nuestra vertiente más básica y visceral determina nuestra
relación con la realidad, sea apartándonos del escenario principal, que se
denomina <<mundo>>, o
convirtiendo a la naturaleza en un permanente fuera de campo virtual que nos
suministra la necesaria materia para que sigamos disponiendo, en nuestro
confortable escenario con múltiples accesorios y extensiones, de la más cómoda
conectividad con una realidad que se asemeja a una cinta deslizante
(inconsciente del daño que ejerce sobre la materia de realidad sobre la que se
desplaza y en la que se asienta).
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