Lola Montez (1821-1861) se llamaba realmente Eliza Rosanna Gilbert.
Nació en Irlanda pero alcanzó la fama presentándose como cantante y bailarina
española. Su notoriedad se incrementó con su papel de amante del rey Ludwig I de Baviera, entre 1846 y 1848,
quien la convirtió en condesa de Lagensfeld (se dice que su relación fue
determinante para que decrecieran las simpatías por el monarca y se potenciaran
las acciones revolucionarias estudiantiles que propiciaron la abdicación del
rey y el abandono del país de Lola, a quien se consideraba perjudicial
influencia). En Estados Unidos, donde viviría cuatro años, representó una obra
que se titulaba Lola Montez in Bavaria.
Pero Lola Montes (Id, 1955), de Max
Ophuls no es una obra sobre la mujer real, sino preferentemente sobre lo que
representa. Se convirtió en la representación de la mujer fatal, de la mujer
liberada que causaba consternación por su falta de pudor (sobre los escenarios,
pero se dice que cuando se conocieron el rey Ludwig le preguntó si sus pechos
eran reales, y ella sin rubor se los mostró). Una mujer que se casó varias
veces, que mantuvo diversas relaciones (entre ellas, el compositor Franz Lizt).
Su modo de vida, su forma de actuar, entraba en fricción con el modelo de conducta
femenina instituido. Una singularidad o una anomalía. Pero no es lo mismo ser
Casanova o Lola Montes, en términos de emulación o admiración, porque la
legitimación de una forma de vida, llámese libertina o promiscua, era diferente
con respecto a los dos sexos. Por eso, Ophuls construye la narración de Lola Montes desde la perspectiva de la
representación, y de la concepción de anomalía de Lola Montes.
Ya desde la secuencia inicial se visibiliza que estamos en el terreno de la representación, introduciéndonos en la representación circense en la que Lola es la principal atracción, como, por correspondencia, evidencia que la vida de Lola (Martine Carol) se ha convertido, para los demás, en una mera figura escénica, pantalla tras la cual sus emociones quedan desdibujadas. Presentada, en la primera secuencia, por el director de pista del circo (Peter Ustinov) como la próxima atracción, la narración de su pasado (de la selección que se realiza del mismo), fragmentada y sin orden temporal, se alterna con la progresión del número circense. El relato de su vida, guiado por el director de pista, es parte de esa representación, y pasajes de su vida son visualizados mientras que otros son escenificados en la arena del circo (como sirven de transiciones o elipsis temporales). Una vida que se ha convertido en ficción, en relato, mediatizado por el interés o enfoque del narrador y las expectativas de las interrogantes espectadores. Lola Montes, la mujer que siente, ya no es más que una figura, o personaje, cual mariposa clavada con un alfiler. La vida de Lola es presentada por el director como una serie de escándalos de una femme fatale. Ese es su estigma, por su condición de diferente, porque la mujer real, como su exuberante y visceral danza, era alguien que vivía sin cortapisas, de modo espontáneo, sus deseos y emociones, sin, por ejemplo, hacer discriminación de la posición del hombre que deseaba a la hora de establecer una relación, duradera o pasajera (es significativo que la primera evocación sea sobre el fin de su relación con Lizt, y que la última, tras la ruptura con el monarca, sea el reinicio de la relación, de futuro incierto, con el estudiante: fugacidad, tránsito y diversidad).
Lola no buscaba escándalo alguno sino que actuaba de acuerdo a su apetencia (el escándalo se generaba en la rígida o intransigente mirada de la sociedad). La noción de mujer fatal no es por tanto una definición sino un estigma con el que se intenta neutralizar su naturalidad y desapego vital. No se ajustaba a un corsé de un modelo de conducta instituido sino que se expresaba de acuerdo a lo que sentía y pensaba. Su anomalía era su singularidad, su fidelidad a sí misma. Una mujer indómita, por tanto, que se salía del papel asignado a la mujer en aquella época (como si fuera un papel programado en una representación escénica), ya que daba rienda suelta a su deseo sin rubor y sin plegarlo a las conveniencias de imagen social, y por ello vulnerable a las insidiosas especulaciones, como hacen los periodistas sobre su número de amantes, de nuevo reflejando que no importa la cualidad o calidad de la vivencia o experiencia sino su representación o número; o como señala un periodista, cualquier hombre que había estado con ella cinco minutos ya hacía ostentación de haber sido su amante: estigma y ostentación parecen ir unidas como reflejo de una hipocresía. Lola ha sido fiel ante todo a su deseo, sin querer subordinarse a voluntades ajenas (como sufrió con su posesivo y agresivo primer marido). Ni impone, ni se deja imponer. Y es capaz de rasgarse el corsé delante de un rey, como desgarra cualquier corsé social que quiera someterla. Lola procuraba vivir sus emociones. Por eso, se la anula, cual ejemplo de elemento perturbador (pese a ser envidiada) convirtiendo su vida en una escenificación deshabitada, como mero número circense (y qué más preclaro ejemplo que aquel que, a través de la ascensión en una escala de acróbatas, va narrando la sucesión de amantes según su ascensión en la posición social que detentaba el amante). Lola Montes, la mujer que amaba libremente, se convierte en una mera acróbata del amor en los ojos de los demás.
En Lola Montes encontramos, como en otras obras de Max Ophuls, retratos, superficies, cortinajes, cristales adornados o emborronados por el vaho, u objetos que se interponen en la visión, reveladores ya sea de la ofuscación de la mirada de quien proyecta como del condicionamiento de unas reglas o hábitos sociales de carácter escénico, cuyo cristal ahoga o desvitaliza la emoción (sino la desgarra y la mata). Incluso, en Lola Montes pueden ser cuerdas que penden, y oscilan, entre la cámara y los personajes, como durante la conversación de Lola con el rey Ludwig (en un escenario tras una de sus representaciones de danza española) o el tubo de la estufa que se interpone en el encuadre en la posterior, dentro del carruaje, con el estudiante (Oskar Werner), tras que Lola tenga que abandonar el país por la insurrección. Una cuerda que nos recuerda que estamos en una vida escenificada, y hecha escenario, y que condiciona la vivencia de sus emociones, pues la vida misma es representación (y anticipa que sobre esa relación penderá una cuerda que derivará en consecuencias fatales). E interposiciones que unen la vivencia con dos personajes tan contrapuestos, ya que había sido fugaz amante del estudiante (al recogerle en la carretera con su carruaje) antes de serlo del mismo rey. Lola queda desenfocada por la interposición de los reflejos (de las distorsiones perceptivas de los demás): En especial queda evidenciado el desdoblamiento o escisión en la secuencia en la que el director de pista la visita para proponerle que se convierta en fenómeno de circo.
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