Hemos perdido
nuestros sueños, pero cuando vuelvan, no sabremos lo que significan,
expresa David (Richard Chamberlain), el abogado protagonista de la excepcional La última ola (The last wave, 1977), de
Peter Weir. Se lo reprocha a su padre (reverendo, al fin y al cabo otro mago, como se califica al hechicero
maorí) porque ha descubierto, tardíamente, ya adulto, que fue educado con unos
cimientos inconsistentes; ese sentido de la realidad que le habían injertado (como si le transmitieran una
realidad que fuera incuestionable, no un enfoque especulativo) carecía de
significado real; no le habían instruido sobre una vida tramada sobre misterios
que no tienen que ver con los misterios que
explica desde su púlpito su padre (misterios y explicaciones conformaban una
ecuación como un perímetro inexpugnable; había vivido una concepción ilusoria,
cual apósito reconfortador). Hay otros misterios que no son (fácilmente) explicables
(y abren brechas en nuestra concepción de la realidad; ponen en evidencia cuán
restringida e insuficiente es). ¿Qué es lo que ocurre cuando de repente llueve
granizo como piedras desde un cielo sin ninguna nube en el que resuenan truenos,
o miles de ranas en mitad de la noche? Quizás no sabemos realmente lo que es posible, y nuestra percepción y
conocimiento de la realidad es más que limitada, de lo que llega a percatarse
David. Incluso quizás ni siquiera sabemos cómo realmente somos, simplemente injertados
en unas funciones o roles que adoptamos de modo inercial. En uno de los pasajes
previos a esa conversación, David observa desde su coche el tráfico de
vehículos y personas, aquel que ve día tras día, pero más adelante esa misma
circunstancia la ve a través de otro filtro u otra percepción: sumergidos bajo
el agua (ve incluso las mismas figuras, como el hombre que porta una palmera,
el mismo autobús con el mismo anuncio de un zoo: ¿acaso no habitamos nosotros
mismos un zoo de barrotes invisibles?). Su percepción de la realidad se ha
visto alterada, ya no mira con los mismos ojos que antes. Poco después, también
se repite un plano, un plano general: en el previo, al inicio de la película,
la primera vez que le vemos llegar a su hogar, un umbral de luz rodeado de
oscuridad, su hija pequeña le sorprende oculta tras la puerta; en este otro
plano, ya modificada su percepción y concepción de la real, se oye la misma
reacción de su hija, pero ahora esa niña realmente
no está en casa. Cuando cambia de eje el plano, al interior del hogar, vemos a
David solo. Su (o habito de) vida, su realidad (estructurada), se ha dislocado,
ya no existe la certidumbre de la realidad. La inercia de una rutina que
representaba el primero de los planos se ha visto trastornada.
El contacto con la cultura maorí (al hacerse cargo del juicio de cinco de ellos acusados del asesinato de otro aborigen, aunque no hay claras pruebas de que haya sido asesinado, porque parece haber sufrido un infarto ¿por ahogarse en un charco de agua?) ha provocado que su firme suelo de preceptos y certezas sobre la realidad se desmorone. La realidad que habitaba era una mera proyección (una realidad de reflejos, como los provenientes de los rayos del sol que parecen quemar los cristales de los rascacielos); la incertidumbre ahora domina su mirada, como un líquido inasible. La cartografía de la realidad instituida hasta ahora, naturalizada como evidencia irrefutable e inercial se devela arbitraria y aleatoria. Navegamos sobre un mar en el que nuestras proyecciones y proyectos nos movilizan, pero son ficciones, aun cuando sean impulso (¿el de la inercia?). No hay una diferencia entre proyección y proyecto, entre consciencia de una ilusión y la sumisa inercia de considerarla realidad única e inevitable. La sombra difusa de lo otro (como esa primera figura entrevista, como una sombra de imprecisos contornos, a través de la ventana de su hogar) modifica su percepción. Lo real puede ser como no lo imaginaba.
La última ola es el símbolo de un cataclismo que sanciona nuestra civilización enquistada en la concepción pragmática, la depredación y el desprecio a la propia tierra: cómo, por ejemplo, se ignora a la cultura aborigen maorí en Australia; cómo se les ha abocado a una notoria degradación, usurpando sus espacios, su cultura, sus ceremonias, convirtiéndoles en una cultura subterránea en cuanto invisibilizada o borrada, cuando no neutralizados como meros integrantes de la clase baja social; la esposa de David llega a decir, cuando han invitado a dos de ellos, que nunca había estado con un aborigen. Para la cultura maorí la ley es más importante que los seres humanos; un abogado como David no sabe ya si las leyes, de su sistema, son los suficientemente justas o consecuentes. Hay súbitas lluvia de granizo o de una sustancia parecida al petróleo; la música aborigen altera, quiebra, nuestra percepción como si nos llamara a cruzar umbrales a otra dimensión; el agua se desborda en el interior de la casa, como si tuviera vida, como si estuviera señalando que ya nada es cierto ni estable; la primera vez porque se ha taponado la bañera, aunque ¿quién ha dejado los grifos abiertos?: qué turbador ese plano de la mano de David sobre la espiral del conducto del agua que ha destaponado, acorde a su mirada interrogante que empieza a destaponerse; la segunda ya es manifestación de una tormenta que quiebra las ventanas y hunde el techo de su casa, como sus certezas ya se han quebrado y hundido irreversiblemente.
En el cine de Weir, en sus más grandes obras, como lo es esta, las ideas, los símbolos, las metáforas, toman cuerpo, empapan. La flexión de los sentidos, la inmersión en el fluido de las sensaciones se conjuga con la alteración de la percepción: incita a variar el ángulo, ya no desde el que se mira, sino desde el que se siente. Sin esa capacidad, el símbolo quedaría huérfano, evidenciado como una marioneta. La potencia expresiva del cine de Peter Weir nos hace palpar con su sensual escritura las mareas de unas emociones que palpitan en los subterráneos de las imágenes, nos hace sentir la presencia de la materia y del tiempo (estirándose). Nos rapta para apreciar la realidad desde una perspectiva que es un deslizamiento en un territorio en el que se abre una fisura que nos señala que la realidad puede mirarse y sentirse desde otros ángulos. Rasga nuestros límites de la percepción para sumergirnos en los intersticios y quicios. Nos hace cruzar el espejo, nos envuelve con un extrañamiento que despierta nuestros sentidos en un ceremonial al que sucederán las preguntas. ¿Qué es lo real, qué es lo que sentimos, qué podemos ver, qué podemos sentir? ¿Cuál es el pálpito de los momentos que se expresan sin palabras?
La naturaleza habla, los elementos tiemblan presentes. Presencias, la vibración de la materia que nos recuerda nuestra condición, lo tangible (y lo que desperdiciamos de nuestro potencial sensorial y emocional), e interrogantes como fisuras, como ese brazo de agua que surca la playa, sobre la que camina David en la secuencia final, tras haber cruzado el espejo, ya convertido en la sombra de un sueño (reflejado en ese elocuente plano, al salir de la caverna en la que se ha encontrado, cara a cara, con los subterráneos de la cultura ancestral maorí, en el que Weir encuadra su sombra en el conducto del agua, saliendo hacia el exterior, para reencuadrar a la máscara maorí que ha quedado entre las aguas pútridas). David se desprendió de su máscara, la que portaba, y le restringía en una vida de falsas certezas, y tras quitársela sólo queda el fuera de campo de lo desconocido, de los misterios que se corporeizan en desestabilizadoras interrogantes (¿quiénes somos?), ese fuera de campo en el que desaparecieron, sin encontrar explicación, las chicas de Picnic en Hanging rock, ese fuera de campo en el que Truman desaparecerá (para por fin aparecer como alguien verdadero y real), en El show de Truman, ese fuera de campo de la permanente incertidumbre al que se enfrentan, en su nueva singladura (o persecución de un propósito), los marinos de Master and commander, ese fuera de campo que se logra convertir, tras un esforzado y perseverante trayecto, en presencia, que había sio anhelada durante décadas, en Camino a la libertad, ese fuera de campo que ruge con la última ola, mientras su sombra se cierne sobre el rostro de David, porque él es ya también la sombra de un sueño (o ya es consciente de que es lo que quizá seamos).
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