Pocas obras como
Los
verdugos también mueren (Hagmen also die, 1943), de Fritz Lang,
materializan de un modo tan preciso, y hasta corpóreo, más allá del reflejo de
una coyuntura, la idea o emoción de
Resistencia. El cuerpo que se resiste a que lo conviertan en sombra.
No surrender, nada de rendición, son las
últimas palabras que se superponen. La coyuntura, aún manifiesta durante la
realización de la obra, era la resistencia del pueblo checo a la invasión
alemana. Su acción más definitoria, el atentado mortal, un año antes, sobre
Reinhard Heydrich (Hans Heinrich von Twardowski), el
protector, calificado por los ciudadanos como el
verdugo, en territorio checo. Era número
dos de las SS y arquitecto principal del Holocausto. Svoboda (Brian Donleavy)
es la mano ejecutora, o
extirpadora (si
consideramos que es un cirujano), integrante del partido comunista que ha
organizado el atentado (más tarde se sabría que fue un comando de paracaidistas
resistentes checos que habían venido en un avión británico; fue la denominada
Operación Anthropoid). Pero no solo es una resistencia por activa sino por
pasiva: los ciudadanos asumirán que deben resistir la desencadenada furia
alemana que amenaza con ejecutar a cuatrocientos si nadie revela quién es el
autor o quiénes son los autores del atentado, ya que simbólicamente su fuerza
se solidifica en esa unión que no cede ni hace concesiones a la presión de la
barbarie. Lo que determina conflictos de conciencia, o de qué decisión tomar,
como es el caso del mismo Svoboda o de Mascha (Anna Lee), tentada de delatarle
cuando su padre, el profesor Novotny (Walter Brennan), es elegido entre los 400
a ejecutar.
El guionista acreditado es John Wexley (irónicamente, dos
años después, tras escribir el guion de la notable
Venganza de Edward Dmytryk, sobre un hombre en busca entre los
nazis asentados en Argentina al autor de la muerte de su amada durante la
guerra, sería una de las víctimas del Comité de Actividades Antiamericanas, por
su filiación comunista, siendo el futuro de su carrera
ejecutado). Como argumentistas Lang y Bertold Brecht (que también
retornaría a su país, tras ser testigo del citado infame Comité), aunque se
discutió si la paternidad del guión pertenecía más a Brecht que a Waxler. Su
estructuración se asemeja a aquella afinada metáfora de la magnífica Topaz (1969),
de Alfred Hitchcock: una configuración en la trama de los personajes como los
pétalos de una flor. La estructura se despliega como círculos concéntricos, la
individualidad (del perseguido) se amplifica con la parcela de la familia, la
preocupación por lo propio, como será el caso de Masha que se esforzará en
intentar convencer a Svoboda de que se entregue para evitar la muerte de
cuatrocientas personas, aunque sobre todo, la de su padre, que le ayudó. Pero
Masha sólo actúa desde lo que afecta a su propia parcela de vida, lo propio, su
padre, hasta que comprende por qué actúa como actúa Svoboda, quien previamente,
a su vez, ha expuesto sus remordimientos por no entregarse, y su decisión de
hacerlo, hasta que es convencido por el jefe de la resistencia de que sería la
peor decisión para el conjunto de los ciudadanos. Ambos comprenden, primero él
y después ella, que hay que tener en consideración un conjunto, no solo preocuparse
de uno mismo o de los propios. Por eso, ya la segunda parte de la obra se
centra en la elaborada puesta en escena, para culpabilizar del crimen
precisamente a un delator, que se basa en la unión y complicidad de todos los
ciudadanos, las piezas de la cohesionada resistencia (ironía sangrante: fue una
de las obras más cuestionada por el Comité de Actividades Antiamericanas, por
apreciar un discurso pro comunista).
La narración es un impecable engranaje, de proverbial
modulación, definido por una condensación y concisión en estado
quintaesenciado: los personajes son piezas interconectadas, parte de un
conjunto, sin que se diluya, por otra parte, su singularidad, del mismo modo
que en la trama principal, aquella que afecta al colectivo, se entrecruzan las
personales, caso de las ofuscaciones que sufre Horak (Dennis O'Keefe) por la interferencia de Svoboda en su relación
con Masha, primero desconcertado con su sorpresiva irrupción, aparición en su escenario sentimental
(pensando que es un cortejador) y después, incluso, desoladamente confundido,
como un enamorado agraviado, cuando cree sorprenderles en un momento íntimo, hasta
que discierna que no era más que una representación que realizaban para distraer la atención en el registro que
realizan los alemanes de modo que no descubran al líder de la organización de resistentes
que está oculto. Lo que para los ciudadanos checos supone la irrupción o
invasión alemana, para Horak la irrupción o invasión de Sbovoda en su escenario
sentimental.
La representación, la puesta en escena, es uno de los
elementos vertebradores. La simulación y el fingimiento, la manipulación y la
urdimbre. Tanto por los mismos alemanes,
por la cruel puesta en escena de los interrogatorios, como el que realizan con
la tendera, haciendo que se caiga el respaldo de la silla, para que ella tenga
que agacharse, una y otra vez, con su dolorida espalda, como por los resistentes:
las tácticas para evitar que se descubra a Svoboda (él mismo se hace pasar por
arquitecto cuando solicita a la familia Novotny que le acojan por una noche), la
estrategia para corroborar que Czaka (Gene Lockhart) es un informante
infiltrado dentro de la organización, urdiendo una circunstancia que pueda desvelar
que, como sospechan, si sabe y entiende el alemán pese a que él haya afirmado
lo contrario, y, en especial, la aún más elaborada trama que organizan para
hacer creer a los alemanes, en ingeniosa vuelta de tuerca, que el informante es
quien realizó el atentado mortal.
En el conjunto destacan varios personajes, sobre todo en el
lado siniestro. El miserable cervecero Czaka, cuya muerte, en las escaleras de
una iglesia, recuerdan a la del personaje de Cagney en
Los rugientes años veinte, 1939, de Raoul Walsh: Wexley participó
en el tratamiento de ésta); el interrogador de la Gestapo, Ritter (Reinhold
Schulz, memorable en
Encadenados,
1946, de Hitchcock o
Berlín express,
1948, de Jacques Tourneur), que se deleita, con abyecta crueldad, con lo humillación de
los interrogados, así como evidencia una viscosa subordinación con sus
superiores (la solicita manera de dar fuego al jefe de la gestapo); y, en
especial, el inspector de policía Gruber (Alexander Granach, que interpretó al
trasunto de Renfield en
Nosferatu,
1923, de Murnau y fue uno de los tres agentes soviéticos de
Ninotchka, 1939, de Ernst Lubitsch), principal
contrincante, en las filas alemanas, por su perspicacia a la hora de descifrar las
estratagemas de los resistentes, un personaje que siempre me ha parecido
salido/extraído de las imágenes de
M, el
vampiro de Dusseldorf (1931), por su conducta y peculiar aspecto, en el que
destaca el bombín (que tendrá su relevancia en el desenlace; otro admirable uso
del fuera de campo; aún más en el encuadre se resalta sus piernas, que han
dejado de moverse; posteriormente, por sus coloridos calcetines, se reconocerá
que es el cadáver oculto en la carbonera de Czaka, en donde los resistentes lo
han colocado para, definitivamente, apuntalar las apariencias culpabilizadoras).
En el otro extremo destaca la figura que representa la ecuanimidad, templanza y
sabiduría, el profesor Novotny, también definido por su agudeza (cómo comprende
por la forma de comportarse de su hija que Sbovoda no es como lo presenta, alguien
que conoció en durante una representación musical, sino el autor del atentado).
Junto al profesor que encarnaba Frank Morgan en
Tormenta mortal, 1940, de Frank Borzage, quizá pocas figuras de
docentes se han visto tan ejemplares en una pantalla. La lucidez y honestidad
resistente contra las infecciosas sombras que quieren convertirles en sombras
(como se refleja en el sobrecogedor plano en el que es ejecutado junto a otros
rehenes).
La fotografía es obra del gran James Wong Howe (Las sombras: la
del interrogador Ritter, reflejada en la pared, mientras realiza un
interrogatorio, como la del nazi que interpretaba George Sanders en Hombre atrapado, 1941, del propio Lang,
cuando torturaba al personaje de Walter Pidgeon; pero también la de Svoboda
cuando aparece sorpresivamente en la casa de Masha, y esta la recibe con
furioso rechazo: durante la conversación dejará de ser la sombra siniestra que
considera para comprender los motivos de sus actos: deja de ser sombra para ser
una presencia perfilada). La banda sonora es de Hans Eisler, otro refugiado
alemán, amigo íntimo y colaborador de Brecht. Fue una de las primeras víctimas
del infame Comité de actividades antiamericanas, que lo calificó como el Karl Marx de la música. Cuando abandonó
el país en 1948 hizo una declaración: Dejo
este país no sin amargura y furia. Podía comprenderlo bien cuando en 1933 los
bandidos de Hitler pusieron precio a mi cabeza y me expulsaron. Ellos eran la
maldad de su época. Yo me sentía orgulloso de ser expulsado. Pero ahora siento
mi corazón roto por ser expulsado de este hermoso país de una manera tan
ridícula. Lang, que estuvo incluido en la lista negra durante medio año,
resistiría aún unos años, hasta 1956, cuando optó por abandonar el país y
retornar a Alemania. Ya había expuesto con claridad en su primera película en
Estados Unidos, Furia (1936), que la
resistencia ante la barbarie hay que realizarla, de un modo u otro, en un grado
u otro, en cualquier país, porque las crueldades e injusticias se realizan en
cualquier parte.
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