Pasaje a la India
(Passage to India, 1984), de David Lean, es una fascinante inmersión en los
recovecos del sentimiento amoroso, y una aguda reflexión sobre cómo se gesta y
se proyecta, y cuáles son las circunstancias o estados que lo condicionan e
influyen. Ya había sido explorado por Lean, con resultados excepcionales, en su
precedente obra maestra, rodada catorce años antes, La hija de Ryan (1970), así como en otras previas de igual calibre como
Breve encuentro (1945), Amigos apasionados (1949) o Doctor Zhivago (1965). Quizá solo otro
cineasta británico, Alfred Hitchcock, y el alemán Max Ophuls, han abordado con
tal agudeza los vericuetos del escenario amoroso. En este caso, el contexto, o
espacio de contrastes, remite a la extraordinaria Lawrence de Arabia (1962), donde la fascinación por un espacio
diferente o exótico actúa como detonante o revelación (de una carencia o un
desajuste; el otro lugar puede revelarse como el que se siente el propio, o una
irreparable condición fronteriza, o el que evidencia los inestables cimientos
de lo propio) . Por otra parte, era otra especie de Amor lo que sentía
Lawrence, no sobre un individuo, sino sobre un espacio o más bien una forma de
vida que contrastaba con aquella de donde él provenía: Esa cultura, la inglesa,
que como bien definía la protagonista de Breve
encuentro está compuesta por personas retraídas o tímidas, y en donde el peso
de esos difusos y pantanosos términos como dignidad, decencia o sensatez se
convierten más bien en corsés de la expresión de los sentimientos o emociones.
Y esto era signo de los tiempos cualquiera que fuera este, tanto la década de
los 10 que retrata La hija de Ryan,
la de los 20 de Pasaje a la india o
la de los 40 de Breve encuentro y Amigos apasionados. Y, no nos
engañemos, pese a los cambios sociales acaecidos, aún presente en los 70 y 80
cuando fueron rodadas sus dos últimas obras. No es que hablara de otros
tiempos, es que era, dejando de lado aspectos específicos de cada tiempo,
reflejo también de los presentes.
La adaptación de la novela de E.M Forster, publicada originariamente en 1924, fue un proyecto anhelado por diferentes directores. Ya a inicios de los sesenta por Satyajit Ray y el propio David Lean. Pero el escritor rechazó sus propuestas. Tras su fallecimiento, en 1970, sus herederos también se mostraron poco receptivos con respecto a los intentos de Joseph Losey, James Ivory y Waris Hussein (que había realizado una adaptación televisiva en la década anterior). El productor John Brabourne conseguiría diez años después los derechos de la novela que había aspirado a conseguir desde hacía dos décadas. Brabourne y su socio Richard Goodwin habían producido la adaptación de la novela de Agatha Christie, Asesinato en el Orient Express. Lindsay Anderson comentaría tiempo después que había rechazado la propuesta de dirigir la adaptación de Pasaje a la India. Brabourne, que admiraba particularmente Doctor Zhivago, se lo propuso a Lean, quien no había conseguido materializar su propósito de realizar una nueva versión de Motín a bordo, aunque en buena medida su extensa inactividad, catorce años, era debida a la decepción por el recibimiento crítico de La hija de Ryan, de modo aún más exacerbado y virulento que Doctor Zhivago; hubo quienes la consideraron, peyorativamente, fuera de tiempo, anacrónica, o sea, cine vetusto, cuando es más moderna, y por supuesto más derrochadora de ingenio y complejidad expresiva y conceptual, que obras, más aclamadas, que superponían la tesis ( el posicionamiento subrayado) a la poesía y la sutilidad. Se había estipulado que la adaptación de la novela la efectuara la escritora Santha Rama Rau, que había conocido a Forster, y había adaptado la novela a los escenarios teatrales. Precisamente, no convenció a Lean que pareciera sobre todo una adaptación teatral por la sobreabundancia de diálogos en espacio interiores. Lean dedicaría nueve meses a la adaptación de la novela, así como posteriormente se haría responsable del mismo montaje.
Pasaje a la India nos narra el viaje de Adela (Judy Davis) y su futura suegra Mrs. Moore (Peggy Ashcroft) a la ciudad hindú de Chandrapore, donde el prometido e hijo, respectivamente, de ambas, Ronny (Nigel Havers), ejerce de juez. Si hay algo que queda prontamente definido es que los ingleses ejercen su papel de dominadores de una colonia con unos marcados aires de superioridad, los cuales implican no relacionarse con los hindúes (sería mancharse o rebajarse con seres de más baja categoría); los mismos coches surcan las calles como si los hindúes fueran interferencias; provocan de hecho que caigan de la bicicleta Aziz (Victor Bannerjee) y su amigo Ali (Art Malik). Es una actitud que llama la atención de ambas recién llegadas, puesto que, antes de conocer el lugar, más bien sentían fascinación por este otro mundo; es un espacio, ribeteado por lo imaginario, que les cautiva e incita querer conocerlo; sumergirse en su atmosfera o modo de vida, es un natural impulso reflejo para ellas. No entienden ni comparten esa rígida y anquilosada actitud; de modo aún más acusado la mujer ya más madura (la disonancia de perspectiva con su hijo es notoria; cuando otros británicos declaran su arrogante desprecio de clase con respecto a los hindúes, Mrs Moore mira hacia atrás; el siguiente plano es metafórico: es la evocación del mar abierto que contemplaba la noche que conoció a Aziz). Los efectos del contacto con un mundo tan diferente al suyo en cuanto hábitos o enfoque vital, por un lado, y en cuanto ambiente, más solar, por otro, serán prontamente manifiestos en dos mujeres con una disposición o curiosidad que las hace receptivas a que sus sentidos despierten o se propulsen como no acaecía en su encorsetada y retraída cultura británica. Claro que esa receptividad, ese anhelo, no se ha desprendido de los lastres culturales que traen consigo, lo que condiciona el consiguiente conflicto consigo mismas; en especial Adela, quien transferirá la culpa o vergüenza que siente por no poder lidiar con los sentimientos inhibidos sobre el elemento detonador, responsable indirecto (como pantalla) de tentar lo que Adela es, más bien, incapaz de expandir, es decir, sus sentidos y emociones; culpabiliza a quien provoca en ella unas sensaciones que la superan en vez de asumir que el cortocircuito se debe a la incapacidad de expresar sin restricciones sus deseos y emociones (cautiva en la oscura cueva de sus represiones).
Lean ya anticipa desde la primera secuencia esa colisión, constituida de fascinación y miedos, cuando Adela acude a la agencia de viajes para concretar los detalles del mismo (el exterior, desde el que contempla el escaparate, es lluvioso; en primer término, un barco, la idea del desplazamiento, del contacto con lo que no es familiar y puede hacer sentir, más allá de la rutina, que se experimente el acontecimiento). En el interior, observa las pinturas o fotografías en las que se aprecia el paisaje y las figuras de la India, y en concreto, las cuevas de Marabar, donde se producirá el estallido o conflicto nuclear de esa colisión de emociones alteradas o desajustadas. Ya los movimientos de cámara hacia los cuadros introducen un elemento desestabilizador, una fisura en el propio discurrir del relato, esa mezcla de atracción e inquietud, esa intuición de sensaciones desconocidas, de sensualidad aún no expandida, virgen. Lean condensa con brillantez en su inicio, como en la previa La hija de Ryan, la cuestión sustancial de la proyección del deseo y el sentimiento amoroso. En La hija de Ryan, la joven protagonista contempla desde las alturas a la figura del hombre del que está enamorada, que camina por la playa. Las elevaciones de la sublimación desde las que proyecta lo que anhela sentir y que generará el conflicto cuando la experiencia concreta, tras casarse con él, sea decepcionante para ella, porque lo que siente no es sino un deslustrado reflejo de lo que anhelaba sentir. En Pasaje a la India esas cuevas, esa imagen de oquedades en una piedra, despierta en ella la atracción de lo que desconoce, la vivencia de la experiencia sensual y sexual. Es una incógnita (una fisura en una piedra). El anhelo será desbordado por la incapacidad de lidiar con esas avasalladores sensaciones que no sabrá cómo articular, cómo expresar (al otro).
Hay una secuencia previa (que no está en la novela de E.M Forster) que anticipa ese conflicto en las cuevas de Marabar: la excursión en solitario de Adela a las ruinas de un templo (de nuevo otras imágenes, un aire sagrado enturbiado quizás por la mirada medrosa). Contempla fascinada esas esculturas, con figuras en posiciones o interacciones explícitamente sexuales; Adela se empapa de unas sensaciones que invocan un erotismo aún retenido. De repente, hacen acto de aparición una manada de monos que comienzan a chillarla agresivamente, lo que determina la rápida y agitada huida de Adela, como si su sexualidad que empezara a manifestarse se topara con el miedo a liberarla. No es casualidad que después de esta secuencia, si antes había confesado sus dudas a su prometido sobre su futura boda, ahora de nuevo se reafirme en su proyecto conjunto marital. Esto nos señala cómo está de escindida o presa de contradicciones, entre un deseo sexual que la desborda y la falta de inspiración, al respecto, que le suscita aquel con quien se supone que debe casarse, un desajuste que no sabe cómo encajar, y anuncia el porqué de su desquiciada conducta posterior, cuando sí sienta esas sensaciones, ese deseo, por Aziz. Un cortocircuito que alcanzará su cenit en la larga secuencia de las cuevas de Marabar.
Pero el contraste o la colisión no es solo entre los miedos y la falta de hábito para expandir los deseos o las emociones. Es también entre la restrictiva mirada que contempla la vida, o el mundo, en función de la propia parcela de vida (realidad instituida) y la amplitud o diversidad de lo real. Si el primer conflicto lo vive la mirada en formación, la de la joven, el segundo se vehiculará a través de la mirada de quien ya ha vivido, y ha sentido su desajuste con respecto a su reducido escenario de realidad, la mujer que ya ha alcanzado la ancianidad. Mrs Moore es una mirada receptiva a cruzar un umbral, a un fuera de campo, aunque el peso de los años desperdiciados (en una vida convencional) la hayan entumecido. Resulta manifiesto en la secuencia nocturna en la que Mrs Moore contempla el amplio horizonte del mar desde un templo hindú; varios movimientos de cámara hacía ella se acompasan a su inquietud por algo incierto que no sabe qué es, por eso se vuelve, y mira repetidamente a su alrededor como si algo fuera a ocurrir, hasta que en la tercera ocasión distingue una sombra en la oscuridad, que no es sino la del ingenuo doctor Aziz, con quien, a partir de entonces, creará una muy cálida relación de afecto. Pero Lean ha dotado esos momentos de una pátina fantástica, como si se hubiera cruzado otro umbral de sensaciones. Y revelador de esas encontradas emociones es la alusión del Doctor Aziz a esa hermosa vista del mar que es tan fascinante, pero en la que a veces uno descubre cadáveres flotando, y además esta infestada de cocodrilos bajo sus plácidas aguas. Condensa en una imagen esa combinación o coexistencia de fascinación y miedos.
La admirable capacidad de Lean de crear, en la larga secuencia de las cuevas de Marabar, con un brillante uso del diseño sonoro, una atmósfera tan sensual, como desestabilizada, ante fuerzas o signos atávicos, recuerdan al Peter Weir de La última ola o Picnic en Hanging Rock. Primero, Mrs Moore en una de las cuevas, donde las voces se amplifican con el eco, sufre un ataque de ansiedad, sintiéndose ahogar entre la multitud. Al salir comenta, mirando a la luna, inmensa, que domina el encuadre en primer plano, que con la vejez se toma consciencia de que sólo somos pasajeros en una vida sin sentido ni Dios. Ha experimentado la más honda vulnerabilidad, enfrentada a su propia insignificancia en un espacio extraño que la ha hecho conectar con nuestra condición primigenia, nuestra insignificancia entre ecos que nada significan. En el caso de Adela su sofoco se debe a la sensualidad que la desborda. Aquellas cuevas no dejan de tener ciertas resonancias con el sexo, o genitales, femeninos. Un espacio oscuro que se penetra, como el deseo desatado nos hace sentir más expuestos o vulnerables que nunca, y cruzar ese umbral es asumirlo, asumir esa liberación sin miedos. Es la espacialización del choque entre deseo y represión. Adela es guiada por el doctor Aziz a unas cuevas en lo alto y allí, inmersa en esa oscuridad, en la que se introduce, se enfrenta a sus emociones encontradas, entre aquellas condicionadas por su cultura que la inclinan a casarse por alguien que no ama ni por el que siente deseo, como el juez Ronny, pero son convenientes, sensatas y dignas, y las que la incitan a desbordarse por esa sensualidad, que este otro espacio despierta en ella, más consecuente consigo misma (su sensación verdadera), pero que implicaría romper con su cultura, o desasirse de sus constreñidos condicionantes. Quisiera, pero no puede.
Lean hace palpable lo que Adela siente, lo que en ella
suscita Asiz: sus preguntas sobre su esposa, que murió tiempo atrás; su
expresión cuando le tiende la mano, y
cuando la coge; su nerviosismo o sofoco, en la oscuridad, cuando él la busca
entre las cuevas: la elipsis es elocuente: el siguiente plano es el de un flujo
de agua; no sabe cómo armonizar con su deseo sexual, y la vergüenza le domina
como si fuera un cuerpo en llamas que no sabe cómo articular lo que desea o siente.
Como señalaba Mrs Moore en una secuencia previa, después de tantos siglos
seguimos sin saber comprendernos. En esa elipsis hay más contenido (o más bien
retenido), ya que después vemos corriendo cuesta abajo a Adela con los brazos
ensangrentados ¿Qué ha ocurrido? Ella declarará que el doctor Aziz quiso
violarla, pero hay detalles que nos hacen pensar que no todo es tan claro.
Vemos cómo se araña ella misma los brazos, dominada por su ataque de histeria. Esa
elipsis es coherente, porque, al fin y al cabo, es resultante de lo que Adela
se ha negado a sí misma (lo que no quiere recordar de los hechos es lo que no
quiere asumir de lo que siente o necesita y, sobre todo, de su incapacidad para
expresar su deseo), como lo es que sea ella misma, ya recuperada, en el
posterior juicio al doctor Aziz, la que reconozca en su testimonio la verdad,
que no sufrió el ataque de nadie. Todo fue fruto de esas sensaciones que la
desbordaron en aquel imponente lugar que despertaba nuestras fuerzas más
atávicas, del deseo y liberación de los sentidos, tan contrarias a una rígida
sociedad o cultura como la occidental, y en concreto, la envarada británica.
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