La verdad no es lo que
se ve canta Paul (Jacques Denis), quien suele tender a cantar cuando está
deprimido. Paul, escritor, colabora con Pierre (Jean Luc Bideau), periodista,
en la elaboración de un guion (con enfoque
sociológico) que han encargado a éste, sobre un suceso acaecido tiempo
atrás, sobre el que aún pende la incógnita de lo que ocurrió, y que se nos
mostrará (valga la paradoja, ya que el uso del fuera de campo alienta la
interrogante) en la secuencia de apertura de La salamandra (La salamandre, 1971), segunda obra de Alain Tanner,
en cuyo guion colabora el gran escritor John Berger: Un hombre se decide a
limpiar su escopeta; en off
escuchamos su grito, y luego cómo se contorsiona de dolor; aparece su sobrina,
Rosemunde (Bulle Ogier), que le atiende. Según la versión de ella, a su tío se
le disparó el arma; según la versión de él, fue su sobrina quien le disparó. El
planteamiento, a la hora de enfocar el guion, por parte de Pierre es el conocer
a la Rosamunde real, indagar,
documentarse, entrevistar a los implicados, hacerla visible. Paul, en cambio, prefiere no conocerla, ya que
condicionaría su mirada, interferiría
en la expansión de su imaginación, prefiere lo invisible, sobre lo que especular, proyectar, como forma, quizá,
más adecuada de discernir la entraña de lo real, del sujeto/objeto, Rosamunde,
quien, en primera instancia, aún desconocida, parte integrante de un relato (el
suceso) definido por el enigma, es imagen, es decir, tanto representación (en
su concepción potencial) como incógnita (posibilidad). La primera imagen,
precisamente, que vemos de Rosamunde es trabajando en la fábrica, un largo
plano de su repetitivo trabajo, de la elaboración en serie de salchichón, la
reproducción sin fin de lo mismo. En un plano de larga duración vemos cómo
realiza la misma acción, tarea repetitiva, diez veces. ¿Cuál es la singularidad
de quien parece cautiva de una labor mecanizada, como una imagen en serie?
En la segunda ocasión, la vemos flotar en el agua. Un hombre
se zambulle a su lado. Ambos conversan, mirándose a los ojos, ya fuera del
agua: él le interroga sobre si usa cada día la pastilla anticonceptiva,
remarcando que es lo que tiene que hacer, ya que tiene que estar disponible en cualquier momento. La voz
en off, que puntúa la narración, apunta que él siempre está disponible, y para
ella es su condena. Dos circunstancias, la laboral y la íntima, unidas por la
idea de la reproducción (en diferentes sentidos: relacionados con la repetición
y la variación, según su potenciación o su neutralización), en las que
Rosemunde es (representa) una función (para el Sistema, para los hombres). Una
tercera imagen nos la define no de acuerdo a lo que representa para otros o su
cosificación, sino acorde a la incógnita de cómo puede ser, a su singularidad
por descifrar o comprender. Entra en un bar y elige una canción en el aparato musical,
una canción instrumental definida por la intensidad eléctrica de las guitarras;
en su piso, tras abandonar su empleo en la fábrica, vuelve a poner ese mismo
tema musical en el tocadiscos. Su cuerpo se convulsiona, como si en ese movimiento
se liberara y fuera ella, a la vez protesta y afirmación. Rosamunde es un
cuerpo que se agita, rebelde, alguien a quien suelen achacar que no es muy normal (que se desmarca pero no parece
encontrar su lugar), alguien, en suma, a
la que no dejan ser cómo es y esa la entraña que palpita en las entrañas de
esta sugerente y estimulante obra que, vista hoy, rebosa de una actualidad sangrante (¿tan poco han
variado las circunstancias que incluso se han agravado?).
Las interrogantes
sobre la verdad, sobre cuál el más adecuado enfoque para conocer lo real (los
dos escritores, a medida que avanza la narración, cada vez estarán menos
seguros de cuál es el enfoque adecuado, modificando sus perspectivas o
planteamiento, especialmente Paul) se amplificarán a medida que progrese el
relato, y se conozca (conozcan) más a Rosamunde, a la par que se enfoca sobre la enajenación (desenfoque)
sobre la que se trama la sociedad. Un paradójico proceso, disolvente y
perfilador, enriquecido por el contraste entre el aparente tratamiento realista
(un grisáceo blanco y negro, de naturalismo nada desmañado, no lejano al de Mi noche con Maud, 1969, con la que se
puede establecer algún revelador vínculo, tamizado con ecos de Godard, aunque,
a mi parecer, menos desfasados sus dislocamientos
narrativos y excursos o rupturas de tono y verosímil, con aliño de humor
travieso, que los de este, por ejemplo, en Bande
apart), y el uso de esa voz en off, de irónica distancia, que abre
provechosas hendiduras en el edificio de la certidumbre. En este sentido, uno
de los aspectos más sugerentemente desconcertantes de la narración es cómo el progresivo
conocimiento de Rosamunde, a la par que la solidificación de la complicidad
entre los tres personajes, va derivando en una narrativa cada más centrífuga o
discontinua, aparentemente deshilvanada, en la que aquella incógnita que fue
motor de la investigación o escritura ha derivado en interrogantes que cuestionan
un entorno, un conjunto social, ese
capitalismo salvaje que se habita con apatía, sin saber qué hacer más allá de
ese engranaje, entre amordazados rituales, como si fueran meras y amordazadas
imágenes que se reproducen en serie, y en el que todos, en señalados días, se
dedican a votar a los canallas o espabilados de turno.
Rosamunde se
interroga sobre sí misma a través de la mirada especulativa de ambos. Sus
interrogantes sirven para liberarla de esa red invisible en la que se siente
atrapada, y con la que brega. Dota de concepto a su acción, a su actitud.
Rosamunde se ha definido por sus actos, por su insatisfacción e inconformismo;
se ha rebelado ante cualquier imposición, sea la de su tío, el capataz de la
fábrica, la dueña de la zapatería o los agentes de policía. Sus actos se
definen por una negación que es sublevación. A través de la sintonía que
establece con Pierre y, especialmente, Paul (el hombre que trabaja como pintor
de brocha gorda para sobrevivir, porque no lo ha conseguido con la escritura)
se enfoca a sí misma, perfila el sentido
conceptual de su actitud, qué resonancias contiene, qué condición de reflejo
adquiere en un conjunto social, como singularidad y representación de lo que es
y lo que puede, o no puede, ser, por su divergencia con un sistema establecido.
Una afirmación que no deja de ser una interrogante, porque al fin y al cabo,
ubica en el conjunto su desubicación. Es un cuerpo exiliado en un sistema con
el que colisiona por no aceptar convertirse en función, en lo que ese sistema,
o lo que los rigen, demandan. Por eso disparó a su tío, un gesto de
sublevación, de negación. No quería ser neutralizada, reconfigurada según un
molde, aquel al que su tío pensaba que debía ajustarse en aspiraciones o modo
de conducta. Rosamunde es el cuerpo que se escurre como el agua, que se niega a
ser cosificada en serie como un salchichón o un cuerpo cuya imagen es la de
tantos otros u otras de ese mismo sistema.
Queda la irreverencia
contestataria del bufón que no se cree ese drama
confeccionado al que denominan realidad.
Los personajes se dedicarán a interpelar, desestabilizar a su entorno. Pierre y
Paul montan una representación en un
autobús, en la que Pierre actúa como
un indignado xenófobo por la molestia que le causa el inmigrante (Paul haciéndose
pasar por alguien de origen árabe) con la música que toca ( si ya tenían
suficiente con italianos y españoles, ahora árabes y africanos; perturbación para los ensimismados de nuestro sistema social que
ha ido en incremento con los años); o cómo Rosamunde, en su nuevo trabajo en
una zapatería (ya que se despidió de su trabajo con los salchichones; ¿cuántos
son capaces de hacer lo mismo sin tener miedo a la precariedad?) toquetea los
pies y pantorrillas de algunos y algunas clientes (con la rúbrica también de
despedirse de los mezquinos dueños; modelos de esbirros del sistema tan
extendido entonces y ahora). Las imágenes finales muestran a una muchedumbre
entregada a otro febril ritual, que aún nos enajena
(como parte de un programa que hay que cumplimentar cuando y como se prescribe),
la compulsivas compras navideñas, mientras a contracorriente, avanza entre las indiferentes y difusas figuras (
en serie) una sonriente y exultante Rosamunde, dispuesta a mantenerse firme en
no permitir que le impidan que sea y actúe como es, aunque su singularidad
implique el exilio de quien no se ajusta al programa.
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