Siempre pensé que
viajar es entregarse al misterio y el acaso. La palabra quizás
probablemente sea una de las que posee más recovecos. Y el recoveco invita al
desplazamiento, como un laberinto que modifica su configuración durante el
trayecto. Las interrogantes siembran tanto como esclarecen. La realidad es una
suma o sucesión de incógnitas, un desafío para la capacidad de nuestro
discernimiento, y una prueba para nuestra (flexible) disposición a convivir con
las interrogantes. O queremos encontrar una estación de concepción de realidad,
una estructura en la que encajar en el compartimento correspondiente o con el
Quizás nos desplazamos por la realidad como permanentes, y perseverantes,
detectives que se interrogan sobre nuestra relación con la realidad, los demás
y nosotros mismos. En las magníficas secuencias iniciales de Asesinato en el Orient Express (1974),
de Sidney Lumet, destacaba la secuencia en la que el tren, al son de la música
de Richard Rodney Bennett, se ponía en marcha. Era la precisa materialización
de una puesta en movimiento. Un arranque, un inicio, aunque, a la vez, ya
empapado de sombras (turbias): la previa y concisa presentación de los
principales personajes está definida por las elusivas miradas y los ambiguos
gestos; están vinculados, como se revelará, a un poso del pasado encostrado (lo
que se pone, por fin, en movimiento es el plan que se ejecutará, largamente
rumiado durante años, acorde a un dolor retenido durante demasiado tiempo). El
exultante impulso no es la gestación de una línea recta; arrastra lastres,
recovecos que son marañas. Durante el viaje el desconcierto, las interrogantes.
Y el final esclarecimiento de las sombras, que son heridas no cicatrizadas. Pero
¿cuál era la transcendencia del gesto, cómo se podía enjuiciar ese acto, un
crimen que nacía no de la conciencia sino del dolor?) La novela de Agatha
Christie, inevitablemente, es una presencia reiterada en el viaje de múltiples
direcciones (recovecos y ángulos) que implica la muy sugestiva lectura de Orient-Express. El tren de Europa (Acantilado), del español Mauricio
Wiesenthal (1943) . La literatura del
tren tiene que ser, por fuerza,
impresionista y confusa. Se funden los recuerdos en nuestra vida, igual que se
suceden las estaciones, más allá de cualquier argumento. Todo se vuelve pequeño
cuando nos ponemos en viaje. El tren nos da un destino, una distancia, un más
allá sin transcendencia ni juicio final.
El inicio de este viaje literario nos ubica en ese espacio
movedizo de la interrogante, el espacio de la mirada que indaga y reflexiona. La
misma mirada se define por la agitación; es un enfoque en formación. Wiesenthal, en sus diversas
estaciones, o diferentes ángulos, nos deslumbra con las vías de sus
evocaciones, anécdotas, cavilaciones y relatos, como el de la relación de Nazdezhda
Von Meck y Piotr Chaikovski: Ambos se
habían inventado un amor de música y humo, como únicamente son capaces de soñar
dos seres románticos que –viajando en trenes que van en dirección opuesta- se
cruzan una mirada de alma a alma, sin encontrar nunca una estación donde
abrazarse. Pero fundamentalmente es un libro sobre una forma de habitar la
realidad, o de modo más preciso, de enfocarla. El enfoque define el modo en el
que viajamos por la vida. Cuando el
paisaje cambia fugazmente en las ventanillas del tren, cambian también nuestras
ideas, se desenfocan nuestras referencias y renacen nuestros pensamientos.
La mirada en permanente movimiento (o reenfoque). Por eso, cuestiona de modo
tan encendido la idea del nacionalismo. El Orient express representaba esa
mirada que recorre, atraviesa, el mundo anhelante de conocimiento y
experiencias, como si la vida fuera una singladura definida, fundamentalmente,
por el territorio desconocido, ese que en los antiguos mapas señalizaba el
territorio aún por explorar. El
nacionalismo, con sus fronteras y alambradas, había ganado la partida al sueño
de una Europa unida. El yo o el nosotros que se afirma en una parcela, en
una nación, en un constructo identitario, restringe su relación con la vida, y
la puede convertir en fortaleza o alambrada. La mirada abierta, viajera, no
sabe de cercos, de constructos de identidad, que condicionan, limitan, e incluso, ofuscan, la relación con
los otros, como si se habitara un espacio de aire viciado. El Oriente express
es la mirada transversal que se empapa de la diversidad, y se forma en la
multiplicidad que considera todos los ángulos.
El Orient Express representa también una forma de mirar y sentir, por ejemplo el mismo tiempo. Los ritmos de la civilización habían sido sustituidos por un sentido materialista de la rentabilidad del tiempo. El Orient Express representa la pausa de la mirada, el disfrute del desplazamiento en sí, el regusto en la observación y meditación, el placer del contraste. Y pareciera que es una forma de habitar la realidad que está en proceso de extinción. Queremos que todo nos sea suministrado con celeridad. La velocidad es elemento consustancial de nuestro tiempo. El ferrocarril había nacido con el vapor y la industria, pero espiritualmente pertenecía a un tiempo anterior. Era un transporte sosegado y lento que, como la música de Bach, se había quedado perdido en las volutas del humo y los arabescos del barroco. Lamentábamos que la devastadora colonización estadounidense de la facilidad y de la prisa nos quitase ese valor estudioso y paciente del espíritu. Hemos convertido los viajes en una experiencia fosilizada: los viajes son las imágenes que grabamos o fotografiamos, como ya nos relacionamos más a través de las pantallas (un acontecimiento, sea un concierto o un viaje se realiza a través de la cámara que lo enfoca). La finalidad es la imagen, como un resguardo. Los viajeros antiguos regresaban de sus viajes con apasionantes crónicas. Los modernos solo traen souvenirs y fotos. Y eso es grave, porque con las crónicas de mil lugares del mundo podía componerse una sabiduría y una experiencia de la vida, mientras que las fotos malas apenas dan para un álbum.
Esa forma de
relacionarnos con el acontecimiento se puede equiparar con la carbonilla que se
mete en el ojo, pero estamos tan entumecidos por la agudización de nuestra
relación virtual con la vida que no nos molesta. Wiesenthal evoca la secuencia
de la extraordinaria Breve encuentro (1945),
de David Lean, en la que se le mete carbonilla en el ojo a la protagonista. Es
el momento que pone en movimiento un amor que evidencia cómo la vida entumecida
que había aceptado resignadamente hasta entonces era más bien una carbonilla en
el ojo (alguien le ayuda a quitársela, en un sentido físico y figurado). El tren es una presencia fundamental, el telón
de fondo de una representación que
dominará al sentimiento, cuando ella no sea capaz de ponerse en movimiento con
quien ama, sino que opta por la resignación de la costumbre de una relación
marital que asemeja a una restrictiva dieta emocional. Esa obra refleja como
ninguna otra el momento en el que una mirada se alumbra porque mira a otro como
si fuera un acontecimiento único nunca visto. El deslumbramiento que es
alumbramiento. La gestación en una mirada de ese sentimiento, de esa
revelación. Se distingue en Orient-Express. El tren de Europa ese mismo anhelo de suministro de oxígeno a una
forma de mirar la realidad, de concebir
la relación con la realidad, los demás y los otros, que mantenga la mirada en
un permanente estado de asombro, de alumbramiento, como detectives que no dejan
de observar con atención cada detalle de la vivencia sin que sea una relación
predeterminada, o encostrada, por unas gafas (de costumbre e inercias) ya
impuestas.
El tren es para gente que tiene cosas que decirse a sí misma. Orient-Express. El tren de Europa es una obra que enfoca al pasado para recordarnos cómo nos hemos ido desenfocando, por eso es una obra que, de modo indirecto, refleja las carencias, o crecientes grietas, de nuestro presente. Es una obra que incita a un necesario despertar. Probablemente, la irrupción en nuestra vida del Covid 19 ha servido para corroborar, por si hacía falta, que muchos no resisten la relación con uno mismo. El confinamiento ha puesto a prueba cómo muchos no tienen mucho que decirse a sí mismos, o no tienen mucho interés en enfocarse, sino más bien seguir viviendo como caballo en fuga entre inercias y rutinas y experiencias recreativas, como si se cumplimentara un programa. Se quiere volver a un carril ya predeterminado, no se quiere reenfocar, ni replantear nuestra forma de viajar en la vida (que es a su vez habitarla). Se quiere la normalidad en la que aturdirse cómodamente. Una estación que haga sentir que es una eficiente suministradora de servicios. En este sentido, una obra como Orient-Express. El tren de Europa nos confronta con la extinción de una sensibilidad. Hemos sido dominados por una espesa sombra en la que nos hemos empantanado, ya meramente conectados a extensiones que nos hacen sentir confortablemente entumecidos. Pocos ya quieren deslizarse, como recuerda Wiesenthal con la expresión turca mesaliki akdam (el deslizamiento de los pies o momento de la iluminación). Hay quienes con el arte, como Wiesenthal, nos intentan iluminar. No es presunción sino esfuerzo. La verdad de lo que somos está en nuestros impulsos, en nuestros deseos y consentimientos, por mucho que no nos gusten, y no en nuestros discursos racionalistas. Pero ya muchos viajeros inmóviles de la pantalla (de la vida o cinematográfica), incluso muchos analistas, no parecen interesados en lo que el arte aporta como reflexión sobre la realidad, los otros y uno mismo. Se ha perdido esa necesidad o inquietud. Nos hemos ensombrecido, apagado. Pocos se preocupan de las metáforas, como si la realidad fuera un mero trámite literal o una simple referencia. Somos sombras, aunque filtremos la imagen de nosotros mismos a través de la confortable y autoindulgente conveniencia. Creo que todo eso que los burgueses llaman la <<realidad>> es más bien <<la sombra>>. Por eso me hice escritor. Uno puede encontrar siempre una metáfora, y no quedarse en el lado sombrío.
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