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lunes, 17 de febrero de 2025

El intercambio

 

La imagen de lo que no es, la imagen conveniente. La imagen que sustituye a la realidad, la imagen falsificadora, impostora, que responde a unos intereses creados, y que modela la realidad de acuerdo a estos. Y la realidad es ya esa imagen. El periodista y guionista televisivo J. Michael Stranczynski tuvo conocimiento, en 1983, de la historia de Christine Collins, relacionada con los asesinatos de Wineville chicken Cooper en la población californiana de Mira Loma, acontecidos en 1928. Fue así gracias a que le informaron de que, en Los Ángeles City Hall, iban a quemar numerosos archivos. Tras documentarse, presentó un tratamiento, titulado La historia de Christine Collins, que interesó a diversos Estudios pero sin que ninguno se decidía a comprarlo. Stranczysky decidió recuperar en 2004 tras que se cancelara la serie Jeremiah, y realizó una más extensa investigación durante un año. Esta vez el guion interesó a Imagine Pictures, la productora de Brian Grazer y Ron Howard, quien mostró interés en dirigir la película, pero se decantaría por rodar Frost/Nixon (2008) y Ángeles y demonios (2009). Howard se lo planteó a Clint Eastwood, quien prontamente mostró interés porque el relato se centraba en Christine Collins y no en el asesino. Es fácil de comprender. El intercambio (Changeling, 2008), como Banderas de nuestros padres (2007), giran alrededor de una fotografía que falsifica, instituye y secuestra la realidad. En la primera, aquella que retrata el reencuentro de Christine (Angelina Jolie) con el que se supone que es su hijo desaparecido cinco meses atrás, aunque ella bien sabe que no lo es, que aquel es otro niño, pero las autoridades, en particular el capitán Jones ( Michael Donovan),la presionan para que reconozca ante los medios de comunicación presentes que sí lo es.

Esa fotografía es una puesta en escena, una representación conveniente, ante la que ella es incapaz de reaccionar en un primer momento, consternada ante una situación que no entiende. Superada por las aviesas y mezquinas estrategias de los representantes de la ley y el orden que necesitan de esa imagen feliz para contrarrestar la mala imagen que han ido adquiriendo durante los dos últimos años desde que se hiciera cargo como Jefe de policía James Davis (Colm Feore), ya que se ha ido desvelando su condición corrupta, o cómo la eliminación (en algunos casos ejecuciones) de los delincuentes no es sino realmente la eliminación de competidores. Es una imagen que pretende sepultar a la realidad, una imagen de distracción, una imagen que proyecta la falsa ilusión de que la realidad está en orden. Como la famosa fotografía de la puesta de la bandera de Iwo Jima, que se utilizó como emblema de la victoria, imagen creada de lo que no era, imagen espectáculo, para incentivar la inversión (recaudar fondos para la industria armamentística), motivar a los jóvenes para alistarse, y hacer sentir a la población que todo iba bien, que todo tenía un sentido o propósito. Eastwood rasgaba esa falsa pantalla para mostrarnos cómo, primero, esa imagen no se correspondía a la realidad, ya que fue una puesta en escena, una reproducción de los hechos. Los soldados que alzan la bandera fueron los segundos en realizarlo ya que con los primeros no se había podido hacer esa fotografía bien. Y esos segundos soldados, o los supervivientes, son utilizados por las autoridades para hacer una campaña de espectáculo, un circo ambulante, en el que simulan que fueron los primeros que lo hicieron en el fragor de la batalla.

Corrupción, conveniencia, engaño. Esa imagen reificadora que prioriza el desfile institucional sobre la realidad no ha tenido mejor encarnación fundacional que la mirada que, en Mystic river (2003), dirige Annabeth (Laura Linney), la esposa de quien se ha tomado la justicia por su mano matando a quien creía el asesino de su hija, a Celeste (Marcia Gay Harden), la esposa del asesinado por error, por parecer lo que no era, mirada con la que la conmina al silencio, mientras el desfile continúa entre ellas. Y puede contemplarse Gran Torino (2008), como el complemento de otra perspectiva de El intercambio, del mismo modo que Banderas de nuestros padres y Cartas de Iwo Jima componían una doble perspectiva, la de los dos bandos en un conflicto, y, sin duda, la dureza era más manifiesta con respecto a los nuestros, los estadounidenses, y alentaba la comprensión hacia el ellos, los japoneses, al esfuerzo de ponerse en su piel y mirada. En El intercambio se radiografía y desvela ese capcioso e impositivo nosotros asentado en los intereses de conveniencia y la corrupción, y en Gran Torino se hace apología de la apertura flexible a unos ellos, los coreanos, que deben ser considerado como nosotros, reflejo en el espejo con sus específicas diferencias, y por los cuáles llega hasta sacrificar su vida el protagonista. Nadie es menos que nadie, tenga las señas de identidad que tenga. Posea la imagen, legitimada o no, que tenga. No es una cuestión de señas de identidad, sino de actitudes. Este no sólo no es un mundo perfecto, sino un mundo terrible que crea a sus desheredados y además los estigmatiza para luego eliminarlos. E incluso, como reflejaba en Un mundo perfecto, ni siquiera existe la opción de la segunda oportunidad.

En El intercambio esto se transparenta a través de un trabajo caligráfico tenebroso. Pareciera que estuviéramos en un cuadro de Caravaggio o de El Bosco. Y, de nuevo, el sentimiento de orfandad resuena hiriente. El detalle de que Christine trabaje de supervisora en una centralita no es más que un corrosivo contrapunto con respecto a una realidad donde las voces de los que no detentan el poder no son escuchadas. Donde no hay real comunicación, sino un mero intercambio de intereses, definido por el abuso o aprovechamiento del otro. Una maraña, en suma. Da igual si son los poderes institucionales o un trastornado que mata niños, están hechos de la misma materia, y su actitud o forma de considerar a los otros no deja de ser semejante. Eastwood equipara, no distingue. Porque refleja un conjunto. Christine presenta claras pruebas de que no es su hijo: el niño que lo reemplaza está circuncidado, mide menos (como constatan las señales de medición en una de las jambas), su dentadura no es la misma como acredita el dentista, y la profesora también la apoya cuando el niño demuestra que no sabe qué pupitre ocupaba en el aula. Pero eso no importa, porque su persistente reclamación de que se sigue buscando a su hijo colisiona con la necesidad de que no pueden exponer que han cometido un error. Por lo que decide silenciarla, recluirla en un sanatorio en un sanatorio psiquiátrico para, así, conseguir, si quiere ser liberada, que ella firme que no tiene nada que cuestionar a la labor policial. Significativamente, cuando Christine ha sido recluida en un sanatorio psiquiátrico por querer denunciar una mentira y enfrentarse al poder(circunstancia en la que se encuentra con el hecho de que otras tantas mujeres que se han enfrentado a una figura masculina con cierta posición de poder, un policía, han sufrido la misma desgracia; otro corrosivo apunte sobre la discriminación por detentar una identidad genérica), el centro narrativo se bifurca, y se centra, mayormente, en la investigación que descubre al asesino de los niños. Eastwood nos refleja un cuadro abstracto con figuras en el que los personajes son piezas y representaciones (no es el retrato psicológico lo que prima), porque le interesa la visión de conjunto (como en la citada Bandera de nuestros padres).


Christine es un personaje más de ese conjunto (que parece extraído de El infierno de Dante), aparte de perdida en él. Eastwood, de nuevo, rehúye los mecanismos convencionales de identificación, aquellos que hubieran buscado la transferencia, para el espectador, en el vía crucis de Christine, para, en un requiebro de genial agudeza, cambiar la perspectiva de la narración (y darnos una secuencia tan sobrecogedora y excepcional como la del relato del niño Sanford, sobrino del asesino, al policía). Y, aún más, para, en su último tramo, establecer una esquinada correspondencia, de imposible encuentro, entre dos personajes proscritos, Christine y el asesino. La ejecución de éste se convierte en una sórdida y turbia culminación de un malestar que no desaparece aunque en sus últimas imágenes Christine siga voluntariosa en su ánimo de encontrar a su hijo tras que, siete años, reaparezca uno de los niños desaparecidos (que declara que conoció, entre los otros niños, al hijo de Christine, pero que no sabe qué fue de él). Porque el asesino, al fin y al cabo, es hijo y reflejo de este tenebroso y corrupto sistema que no tiene escrúpulos en sustituir al hijo de Christine por otro para dar la imagen conveniente de que todo está en su sitio, de que todo es perfecto. Pueden manipular la realidad, o su representación, ya que poseen el poder absoluto (o eso pretenden, porque hay ocasiones en el que el poder instituido puede quedar en evidencia). Este caso de Christine Collins, al menos, fue determinante para que se estableciera el Código 12 que impidiera que fueran recluidas las mujeres que contrariaban a los representantes de la ley. El capitán y el jefe de policía, gracias al veredicto del juicio, perdieron su puesto. Aunque la película no señala que tiempo después lo recuperaron. El intercambio es otra extraordinaria e incisiva reflexión, en el cine de Eastwood, sobre los turbios mecanismos del poder, o representantes de la ley, y aún más, sobre la siniestra vertiente de la condición humana.

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