¿Hay movimiento en lo que parece el estatismo de la rutina, esto es, de la repetición? Es la interrogante que subyace en Perfect days (2023), de Wim Wenders. Las constantes y las variables conforman la dinámica de la realidad, pero la rutina es una constante, por lo tanto ¿restringe o define? ¿Enajena o dota de cimiento y estructura? ¿ Cuando la rutina es ritual dispone de otra dimensión? Y las variables pueden disponer de la más divergente condición y, por tanto, influjo, como perturbación o vivificación. La idea del falso movimiento era una de las ideas vertebradoras en el cine de Wim Wenders, de hecho así se titulaba una de sus obras, Falso movimiento (1975), como lo era la conjugación, o incluso el contraste, del movimiento exterior, geográfico, y el movimiento interior en ese periodo, en el más inspirado de la filmografía del cineasta alemán, en el que destacaron sobremanera Alicia en las ciudades (1973), En el curso del tiempo (1975), El amigo americano (1977), París, Texas (1984) y Cielo sobre Berlín (1987). Personajes en desplazamiento geográfico pero a la deriva porque se sienten varados interiormente, como el fotógrafo protagonista de Alicia en las ciudades, cuya relación inesperada con una niña influirá en su forma de habitar (de desplazarse en) la realidad. Como la relación entre un personaje dominado por la inercia y otro en cortocircuito (como si se sintiera en un callejón sin salida) hará que reconfiguren su relación con su presente gracias a la confrontación con el pasado, como En el curso del tiempo (el tiempo es también un espacio que recorrer). Un hombre que trabaja con marcos de pinturas, y que quizá habita la realidad como si fuera un marco, que se confronta con quien le sume en la fragilidad de los cimientos de la realidad mediante una serie de desplazamientos que parecen callejones sin salida o túneles sin fin, como acontece en El amigo americano. Un hombre que vaga por el desierto como se abandonó a sí mismo durante años y retorna al tiempo, a la circulación de lo que se califica como normalidad, para reconfigurarse con la confrontación con su pasado, con la raíz de su deriva, aunque sea, sobre todo, para reconfigurar la realidad de aquellos cuya vida dañó y tornó añicos con su inconsecuencia, como en París, Texas. Unos espíritus, con la iconografía de ángeles, y la condición del artista que observa la realidad desde la distancia, que se dotan de cuerpo con el logro de la conjugación del funambulista amor cómplice, como en Cielo sobre Berlín. Un desplazamiento que metaforiza la relación con la realidad desde la idea (observación, reflexión) a la conversación presente (manifiesta). Curiosamente, tras la que me parece su obra maestra, su obra de ficción perdió su inspiración, como ideas que no lograban dotarse de cuerpo, de armonía, o que incluso se tornaron trivialización de sus previos logros, como Tan lejos, tan cerca (1993), con respecto a Cielo sobre Berlín. Solo en los documentales, parecía respirar la inspiración como en The soul of a man (2003), Pina (2011) o La sal de la tierra (2014). Sus ficciones se tornaron irregulares o fallidas, en ocasiones, erráticas, en otras, esteticistas, con logros parciales, como Lisbon story (1994), otra obra sobre desplazamientos exteriores e interiores, que transitaba entre el documental y la ficción, o la minusvalorada Inmersión (2019).
¿Cuál es la constitución de los días perfectos? En Perfect days parece recuperar las interrogantes de aquellas obras de los setenta y ochenta. Su protagonista, Hirayama (Koji Yakusho), es un limpiador de unas nuevas instalaciones de letrinas públicas. En sus primeras secuencias se detalla su rutina, las acciones que realiza cada día cuando se levanta (tras escuchar cómo una vecina barre la calle): recoge su cama, se afeita, compra una lata de bebida de una maquina frente a su casa y conduce el vehículo para realizar la labor de limpieza de las distintas letrinas. Repetición de acciones que será, posteriormente, en los siguientes días, planificada de modo más sintética. En la primera queda constancia del tiempo, en las siguientes simplemente la constancia de su repetición como constante de vida. Durante sus desplazamientos escucha música con los casetes que se inserta, un detalle que define su edad, sexagenario, y su pertenencia a un tiempo pretérito, otra época, como al mismo Wenders, ya septuagenario música de los sesenta y setenta: Ottis Redding, Lou Reed, The animals, Rolling Stones, Patti Smith, Van Morrison o Ray Davies). Es uno de los detalles con los que contrasta con los jóvenes, como su compañero de labores, la novia de éste (cuando esta mencione Spotify pensará que se refiere a un lugar), o su sobrina, que se constituirán, en sucesivas partes de la película, en contrastes y ejemplos de las variables en su vida de constantes. Hay otras variables, más puntuales, percances diversos, como la dificultad de una extranjera por saber cómo se puede convertir en opaca una cristalera de la letrina, el encuentro con un niño que llora en el interior de un servicio (cuando la madre los vea ni se lo agradecerá, e incluso limpiará la mano del niño que cogía el protagonista) o un papel con el juego de las aspas y círculos con el que cada día rellanará un espacio en respuesta al del misterioso contrincante.
Las variables le confrontan con el tiempo, con aquel al que no pertenece, o con el que diverge, como es del joven compañero, o con su pasado, mediante su relación con su sobrina, fugada de casa, que propiciará tanto una armónica complicidad pasajera (con quien no veía en mucho tiempo) como un reencuentro con su hermana. Su vida está conformada, estructurada, por su rutina, pero hay vínculos que permanecen bajo la superficie, los vínculos que son eco de su pasado, otras subtramas en su vida que quedaron aparcadas o postergadas. Percances, todos ellos, más leves o más sustanciales o dramáticos, que dotan de su particular distinción a los diferentes días. La vida y sus imprevistos, con lances reconstituyentes, como ese diálogo, en forma de juego (de aspas y círculos), que concluye con un agradecimiento, pues la respuesta diaria de Hirayama es un ejemplo de receptividad. La realidad no tiene porque ser una circulación de cruces de extraños, que no traspasarán el umbral de la distancia (como con la mujer con la que intercambia, por dos veces, mientras comen en sus respectivos bancos en el parque), o con la susceptibilidad como germen (como representa quien, precisamente, neutraliza la posible contaminación de gérmenes en la mano de su hijo). La vida está constituida también por manchas, como la irremisible que es la muerte (o el anuncio de su inexorabilidad), como la ocasional relación que establece con el ex marido de la dueña del restaurante donde come. Somos sombras, pero quizá su danza, y su conexión, dote de sustancia (dure lo que dure). Por eso la constitución de los días perfectos puede condensarse en ese dilatado plano de Hirayama mientras conduce, en el que su rostro varía, en segundos, de la alegría a la pena y de nuevo la alegría, una sucesión de variaciones que se constituyen en la inefable constante que es el paradójico curso de la vida (en el tiempo).
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