Hay quien le atrae, caso de Selden (Eric Stoltz), abogado, con el que establece un juego, un pulso, en el que late una atracción mutua, que ninguno de los dos pretende materializar, porque él no es lo suficientemente rico, pero con la que juegan, como quien acerca el dedo a la llama que la atrae pero la aparta cuando empieza a sentir la quemadura. Las secuencias iniciales se modulan sobre su danza, la de sus sentimientos asediando a los del otro, como una carga de caballería que rodea al enemigo apostado. La tensión se consume bajo las palabras, contoneándose aunque algún beso se deslice fugaz en algún pasajero resquicio de la coreografía de gestos y miradas, con las palabras como corazas y lanzas. Hay quien es rico, pero no lo suficientemente atractivo, como Rosedale (Anthony La Paglia), y es desechado, o puesto en la cola de pretendientes, aunque le proponga matrimonio. Hay quien le ayuda en unas inversiones, como Tresnor (Dan Ackroyd), pero más bien es una estrategia para con la deuda establecida conseguir sus favores sexuales. Hay quien, como Gryce (Pearce Quigley) parece poseer los adecuados ingredientes de marido, pero es testigo del flirteo con Selden, y desiste en su interés.
Pero las decepciones comenzarán a arrasar el escenario de ese escaparate, rebosante de luz, en el que parecía flotar. Y comenzará a ver cómo esa casa de la alegría que es la sociedad en la que quiere hacerse un lugar, y encontrar su vitrina particular inmune y apoltronada, no es sino es sino una jaula de fieras depredadoras y salvajes que, tras el camuflaje de los rituales, de las convenciones, cortesías y buenas maneras, se dedican a despedazar a quien no encaja en su escenario, o no complace como debiera o no cumple la función a la que se le relega. La matanza se realiza de forma silenciosa, incluso sin abandonar la sonrisa, como la aterradora Bertha (una excepcional Laura Linney), o quizá con expresión de condolencia. Lily va cayendo por el desagüe, y se convierte en una pelusa que desentona en el vestido, o en una mancha incómoda que da cierto reparo escurrir.
Martin Scorsese realizó otro tipo de aproximación al universo de Edith Wharton en La edad de la inocencia (1993). Su estilo, exuberante, de montaje restallante, buscaba hacer sentir, a la vez que desnudar en su condición de ilusión, la dramatización del sentimiento amoroso. Su carne y su representación. Cómo conmociona oler la sombrilla de la mujer que se ama, y adora, y a la vez mostrar que es un gesto forjado en la ilusión, en la sugestión, porque la sombrilla es de otra mujer. Scorsese nos hacía latir con esa enajenación que es la pasión, que arde con la expectación, casi consumiendo una vida con el sueño de un anhelo, de un momento que se desea realizar; en la expectativa, en la espera, en la promesa el escenario de la pasión arde, como la propia vida, la música de la ilusión. Terence Davies, que adapta como guionista la obra de Wharton, opta por un tratamiento más distanciado, como si destripara el muñeco de trapo que ha acompañado las noches de tu infancia. La música aparece (de modo significativo) contadamente, casi no hay transiciones entre secuencias, como si fueran compartimentos de un tren las distintas secuencias, vitrinas en las que los personajes están encajados, incluso cuando los personajes están rodeados de océano, o se pasea por la playa (para sentir que viene hacia ti alguien que de nuevo quiere encerrarte en su contraído mundo). Su concentración narrativa destila hasta desangrar las esencias, como si eliminara lo accesorio, y dejara al descubierto la ceremonia de un vacío, la desaparición de una alegría, de un cuerpo, de una mujer. En las secuencias finales de La edad de la inocencia, el personaje de Daniel Day Lewis prefería seguir viviendo con los reflejos de una ilusión, con el recuerdo de una pasión no realizada. Al final de La casa de la alegría, sólo quedan las lágrimas del sentimiento desperdiciado ante el cadáver de una cruenta cacería.
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