¿Cómo somos? En las primeras secuencias de La zona de interés (2023), de Jonathan Glazer, una familia, los padres, Rudolf Hoss (Christian Friedl) y Hedwig Hoss (Sandra Huller), y sus cinco hijos, disfrutan de unos gratos momentos de esparcimiento junto a un lago. Después, ya cuando comienza oscurecer, retornan al hogar. Una familia como cualquier otra. Pero no lo es su ubicación del hogar ni la dedicación del marido y padre. Viven en un hogar cuyo interior se puede parecer a cualquier otro, pero la casa se encuentra, separada por un muro, junto al campo de concentración de Auschwitz, el cual rige el comandante Hoss. Es un inicio que diverge de la homónima novela adaptada, escrita por Martin Amis. Otro caso, como en el precedente, y también espléndido, largometraje de Glazer, Under the skin (2013), en el que la adaptación cinematográfica toma direcciones distintas (y más sugerentes). En primer término, visible, las rutinas de familia, como tantas otras, y en segundo término, no visible (pero sí audible), el horror (la degradación, la violencia, la eliminación en masa de seres humanos), con leves indicios visibles (un par de hombres portando una carreta en el jardín o trasladando algo). Glazer exponía que la razón de su enfoque residía en que quería destacar cómo nos parecemos más a los verdugos que a las víctimas. Opta, como recurso de estilo recurrente, por el plano general. No hay (casi) primeros planos (el casi es muy significativo). Se observa desde la distancia. Se observa los procedimientos en ese hogar, sus actividades cotidianas. Se explora su espacio. Un jardín, diseñado por la esposa, con piscina, y un invernadero. Ese hogar, esa diseño de hogar, que había sido su ilusión de diseño de realidad. Un espacio impoluto, ordenado. Se observa también los conflictos de pareja, como pueden ser los de cualquier otra, cuando las decisiones trastornan los diferentes objetivos. Un traslado de Hoss, por nueva asignación de cargo, genera una desazón en Hedwig, y la consiguiente tensión y discusión, porque ella no quiere cambiar de hogar, no quiere abandonar el hogar que ha diseñado con tanto mimo, como extensión de sí misma. Un drama para ella, su drama (no hay otros más allá del muro para ella).
Se observa también con distancia todas las reuniones, o discusiones o decisiones de procedimientos, estrategias o planificaciones de los oficiales alemanes, como por ejemplo con respecto al nuevo crematorio. En ocasiones, la distancia, lo que no se visibiliza, porque se mantiene separado como otra realidad que no tiene que ver con la propia, interfiere, como cuando Hoss, con algunos de sus hijos, va a pescar, y advierte que la corriente traslada restos de seres humanos, por lo que rápidamente urge a sus hijos a que se marchen, y a la consiguiente limpieza posterior. La suciedad, la mancha, debe quedar tras los muros. Esa realidad que solo se escucha. Hay una separación entre imagen y sonido. En todo momento, como contraste con respecto a lo que vemos, la actividades ordinarias de la familia, incluidas las circunstancias extraordinarias, sus particulares dramas (la discusión sobre si la asignación implicaría el traslado también de esposa e hijos), se escucha la actividad al otro lado del mudo, el ruido de las actividades de trabajo, de trenes, gritos, disparos, el ruido de la actividades del crematorio. Es el sonido de lo que no se quiere asumir como propia realidad. Lo que no tiene implicación con quienes, como esta familia, vive solo en función de su propia cápsula de realidad, acotada a ese hogar, ese es su escenario de realidad, sin vínculo alguno con lo que acontece más allá del muro, con aquello se escucha, y lo que implica. No afecta. De ahí ese comentario de Glazer sobre que nos parecemos más a los verdugos que a las víctimas. Hemos configurado nuestra realidad sobre nuestra parcela o cápsula de realidad. Solo hay un plano en el que se ve a Hoss en el campo de concentración, uno de los escasos primeros planos de la narración. Pero no hay contraplano. Su realidad no tiene nada que ver con lo que se hace a esos otros hombres. Ejecuta su trabajo.
En los últimos pasajes de La zona de interés, el escenario varía, cuando Hoss se traslada a Berlin, donde asiste a reuniones del alto mando, con sus correspondientes distribuciones de tareas, y planteamiento de tácticas y propósitos. La realidad como un esquema de funciones y planes. Hoss se encargará del traslado de miles de judíos húngaros a Auschwitz. No son nada. Para él solo implica la posibilidad de poder retornar a Auschwitz con su familia. La realidad en función de lo que afecta (interesa) a cada uno. En una fiesta contempla desde las alturas a los asistentes. Y comparte con su esposa cómo mientras recorría ese lujoso espacio y observaba desde la distancia a seres que son meras indiferenciables figuras pensaba en cuál sería el modo más eficiente de filtrar el gas en la habitación. La mirada ajena, los demás como impersonales figuras indistintas. En las secuencias finales abandona el edificio tras realizar su labor. La oscuridad le rodea en los diversos pasillos que se extienden en los diferentes pisos mientras desciende por las escaleras. En cierto momento, se detiene y observa la oscuridad, la ausencia de ruidos. Su contraplano es el del presente, unas mujeres realizando la tarea del limpieza de Auschwitz convertido en museo de horror, con miles de objetos de los muertos, de aquellos que eran un permanente fuera de campo para quien solo contemplaba esa realidad ajena como la cumplimentación de una función o procedimiento.
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