La mirada que se distrae, ausente. En la primera secuencia de El placer de los extraños (The comfort of strangers), de Paul Schrader, adaptación, por Harold Pinter, de la novela homónima de Ian McEwan, Colin (Rupert Everett) observa desde la ventana del hotel las góndolas, mecidas por el suave movimiento de las aguas. La expresión de su mirada parece estar en otro lugar. O quizá es que no se siente en ninguna parte. Transpira falta. Quizá se sienta varado. Como así parece estar su relación con Mary (Natasha Richardson), varada. Esa es la razón de que hayan realizado el viaje a la misma ciudad, Venecia, a la que viajaron dos años atrás, porque quizá así se reanime su relación, como si recuperan el entusiasmo de entonces. La mirada que irrumpe. Aparentemente, no parece que haya otra mirada. La cámara se desliza, o se mece, con un suave movimiento de cámara encuadrando desde el exterior a Colin asomado a la ventana. El movimiento parece habitar afuera, no adentro. Significativamente, tras que se haga manifiesta una primera fricción entre Mary y Colin, que evidencia que hay una tensión subyacente entre ambos, irrumpirá de modo explicito esa otra mirada: la imagen se detiene, en blanco y negro, encuadrados desde otro ángulo: Parece que alguien realiza una fotografía de ambos. Es la intrusión, ya manifiesta, de la otra mirada, una enigmática alteración de la perspectiva, que introduce la extrañeza, como la que se producía en aquel impasse en Aflicción, en el que el personaje de Nick Nolte se quedaba paralizado ordenando el tráfico, como si hubiera perdido el paso en la realidad. Esta otra mirada germina una inestabilidad en el tráfico de la realidad que comenzará a resquebrajar la superficie de la relación entre Mary y Colin, como si de las subterráneas aguas emanaran las turbulencias de las sombras con las bregan entre ellos y en ellos. Unas profundidades que encuentran su equiparación en la profundidad de campo: Hay una figura, vestida de blanco, que se insinúa al fondo del encuadre, quien parece sea el que ha realizado la fotografía. Figura que volverá a aparecer, más adelante, entrevista fugazmente, siempre al fondo del encuadre. Como si fuera una invocación que va cobrando presencia. Precisamente, cuando ambos se pierden, en la noche, en el laberinto de calles mientras intentan buscar denodada e infructuosamente un restaurante, esa figura se ofrecerá a dar orientación a su extravío. De las sombras surge con la blancura refulgente de su elegante traje para suministrarle luz en la oscuridad de la que pugnan por salir. Y comprenderemos que es la perspectiva a la que correspondía la secuencia introductoria, su voz en off en el espacio del piso que habita junto a su esposa.
Esa singular figura es Robert (Christopher Walken). Como señalará más adelante su esposa, Caroline (Helen Mirren), ellos viven al otro lado del espejo, donde han entrado Mary y Colin, aunque en principio sintieran más bien rechazo hacia Robert por sus extraños relatos de infancia, de las humillaciones que sufrió de sus cuatro hermanas, y del carácter autoritario de su padre (ya el relato que su voz iniciaba en la secuencia introductoria, como si fuera una letanía que repite una y otra vez, una letanía definitoria, pues con la misma concluye la narración): es prodigioso cómo en esta secuencia Schrader abre los planos a otras figuras presentes en ese bar mientras Robert prosigue con su relato; como extraordinario es el empleo de los deslizantes movimientos de cámara con los de la música de un hipnotizador. En general, los deslizantes y suaves movimientos de cámara, sobre todo en los primeros pasajes de la narración, sedimentan la sensación de un movimiento alrededor de la pareja, como si deslizaran en otro mundo que dotara de movimiento a su relación estancada, a ese estancamiento que se refleja en la mirada perdida de Colin en las primeras secuencias.
Robert es el reflejo siniestro de Colin, o su llaga, el extremo que quizás corporeice, y manifieste, su insatisfacción vital, como si reflejara lo que le falta en su relación de amante de una mujer con dos hijos en la que quizá se siente minimizado, condicionado por una dinámica de relación supeditada a la voluntad de Mary, como si, además se sintiera como un adolescente que no ha dado el paso para convertirse en adulto. Es como la confrontación con una mirada que corresponde a una virilidad arquetípica, que parece pertenecer al pasado, la virilidad de la que él carece. El encuentro con esa mirada es como un despertar. Colin y Mary despiertan desnudos tras que hayan sido llevados por Robert a su casa (habían dormido en la calle, perdidos tras pasar la noche con él). Robert cuestiona al colectivo feminista que aboga por la castración de los violadores, mujeres frustradas que desnaturalizan los vínculos entre hombres y mujeres. Hay algo en Robert de refuerzo de una virilidad arquetípica que no tiene que ver con la débil virilidad actual, sin voluntad, que no sabe imponerse, quizá la que representa Colin (o como él se ve). En la secuencia que despiertan en su casa, Colin no quiere portar una bata porque le parece un camisón, algo femenino, y dice a Mary que lo use ella. Robert, súbitamente, golpea en el estómago a Robert, y le guiña el ojo (Walken golpea y guiña como si todo formara parte de una coreografía). Colin no sabe reaccionar (quizá porque ya ha perdido la capacidad de reaccionar). Cuando más tarde lo comparta con Mary, ella le verá de otro modo, quizá como él no quiere que la vea, y comienza a dudar de su futuro juntos (cuando precisamente Colin parece decidirse a dar el paso de comprometerse), o quizá a afirmarse en una independencia que no necesite de seguridades futuras, de compromisos.
La influencia de la enigmática pareja que conforman Robert y Caroline, que parecen de otro mundo y tiempo (esa casa de arquitectura árabe, dominada por obras de artes de siglos pretéritos), reanima la relación física, carnal, pasional de Colin y Mary que pasan horas, incluso días, encerrados en su habitación de hotel: un encierro que es apertura y liberación de los cuerpos hasta entonces atascados (en las primeras secuencias Colin se quejaba de que le había salido otro grano, y ella le dice que es por falta de sexo). Caroline reconoce la condición de relación sadomasoquista que mantienen ella y Robert. No es que le gusten los golpes que recibe, sino el hecho de sentirse nada. Quizá nada es como se sentía Colin. En la mirada de Robert y Caroline, Colin encuentra el reconocimiento admirado, se siente alguien, pero tiznado de la violencia implícita que quizá corrompe y corroe su relación con Mary. Materializan los monstruos en su mente, la frustración que le consume en su relación con Mary pero que es incapaz de expresar, y la deja mecerse en su mirada perdida. Hasta que cruce al otro lado del espejo, y el abismo le devuelve la mirada con un lacerante filo.
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