Se podría considerar a Elizabeth (Barbara Stanwyck), protagonista de esta grata, y sutilmente corrosiva, comedia, Cena de Navidad (Christmas in Connecticut, 1945), de Peter Godfrey, antecedente del que interpretaba Rock Hudson en Su juego favorito (1964), de Howard Hawks. Este era considerado todo un experto en el conocimiento del arte de la pesca, y su libro un referente fundamental para los pescadores, pero realmente no sólo no había pescado en su vida, sino que además tenía pánico al agua. Elizabeth escribe, para una revista, sobre su idílica vida en una granja junto a su esposo e hijo, y sus recetas la han convertido en una gourmet de referencia para todas las amas de casas. Es el prototipo de la mujer doméstica, o la más convencional ama de casa, la esposa que representa el reposo del guerrero. La secuencia en la que se nos la presenta, extraordinaria, desvela esa falacia. Elizabeth escribe sobre el verdor del paisaje a través de la ventana, o el fuego en la chimenea, pero lo que la cámara nos muestra es la visión de ropa tendida en los tejados de una ciudad y el radiador expeliendo gas. Aún más, no está casada, ni tiene hijos. Ni dispone de particulares dones para la cocina. Se puede decir que es la antimateria de la mujer doméstica. No es sino una invención, un recurso para poder ganarse la vida, para seguir pudiendo ser independiente. Si la imagen falsa o inventada del personaje de Hudson se ve amenazada cuando le proponen, como actividad promocional, que participe en una competición de pesca, otro tanto ocurrirá con la de Elizabeth cuando su director, Yardley (Sidney Greenstreet), le proponga que sea anfitriona, en su granja, las próximas navidades, de un héroe de guerra, Jones (Dennis Morgan).
Ese encargo determinará la ejecución de toda una serie de escenificaciones, o acrobacias de mentiras. De entrada, encontrar escenario y personajes protagonistas, esto es, granja, marido y bebé; la granja se la facilitará quien quiere convertirla en su esposa durante esos días, John Sloan (Reginald Gardiner), y el bebé, una vecina. Posteriormente, Elizabeth lidiará con su incompetencia, ya que se le reclamara que haga alarde de sus conocimientos gastronómicos (incluido lanzamiento de tortita), o de cómo cuida a su bebé, aseándolo y cambiando sus pañales (teniendo que improvisar, ante Jones, cuál es su nombre, sin aún saber si es niño o niña el bebé prestado; su primer intento no es muy afortunado porque su afirmación de que es niño se verá contrariada cuando se observe la entrepierna de la criatura). Cena de Navidad ironiza con agudeza sobre un entramado social sostenido sobre mentiras y falacias, en las que las relaciones se sostienen sobre las falsas apariencias y la proyección de una imagen conveniente. Ya manifiesto en la cadena de mentiras que, como un juego de dominó o más apropiadamente, como una bola de nieve, dada la época, va embrollando las circunstancias (algo que encantaría, creo, al Stanislaw Lem que escribió aquella afinada reflexión sorbe el azar, La fiebre del heno). Porque todo comienza con el hecho de que Jones, que ha pasado dos semanas en alta mar, después de que hundan el acorazado del que era parte de la tripulación (que depara una ingeniosa secuencia onírica, que marca tono de la narración, en la que se ve agasajado en el bote por su compañero de infortunios), anhela comer algo solido (unos buenos filetes, vamos), no sólo huevo en leche desnatada, por lo que aplica la estrategia instruida por su amigo, hacer creer a la enfermera que está enamorado de ella. Tan convincente es que ella ya piensa en matrimonio, con lo cual él aduce que nunca ha sabido lo que es realmente un hogar, ante lo que ella, al ver el artículo de Elizabeth, en una revista, pide a Yardley, como devolución de un favor anterior, que consiga que Elizabeth acoja durante las navidades a Jones para que este sepa lo que es un verdadero hogar, a lo que Yardley accede encantado, porque ¿qué mejor promoción para su revista que el guerrero ejemplar acogido por el prototipo de la mujer domestica?. Es decir, que todo se gesta con una mentira. Una mentira que pondrá en evidencia, o peligro, otra mentira.
Y es que hay otra carga de profundidad añadida a este carrusel de imágenes prototípicas, o convenciones, destripadas, (como las celebraciones de la Navidad misma; o la del héroe: todo la maraña se gesta en su deseo de comer más carne, para lo que es capaz de mentir sin escrúpulo alguno; ¿no es la gula desbocada una de las características del derroche que define a la Navidad?), servida por el guión de Lionel Hauser y Adele Comandini, que adaptan el argumento de Aileen Hamilton. Durante la guerra, la ausencia de los hombres, al tener que alistarse, había supuesto un notorio incremento de la inclusión de la mujer en la vida laboral. Es decir, se salía de su rol convencional, el doméstico, y empezaba a convertirse en una rival (otra manifestación, de ese miedo, fue la figura de la femme fatale, o cómo la mujer podía aplicar, competitivamente, las mismas estrategias fatales, sin escrúpulos, que los hombres). Elizabeth, de hecho, no se arredra ni siquiera cuando se deja en evidencia todo el montaje que había realizado. Si antes había actuado con vivaz desparpajo, cuando flirtea abiertamente con Jones para desconcierto de éste ( ya que piensa que está casada), porque aprecia que él también se ha enamorado, o para indignación de Yardley, que piensa que la Arcadia se ensombrece con la amenaza de la infidelidad (incluso, está a punto de hasta llamar a las fuerzas armadas cuando cree que han secuestrado al bebé, ignorando que es su real madre la que se lo lleva; una de ellas, porque se utilizan los servicios de dos bebés, de sexos distintos, además), al final no deja de apostar por sí misma, incluso contrariando a quien le puede suministrar el sustento. Como no deja de ser lúcidamente poco convencional la resolución de la relación romántica. Ambos, Elizabeth y Jones, han mentido, ambos han realizado sus representaciones para salir del paso ( para comer carne, para poder mantener el empleo), pero de lo que están bien seguros es de que lo que sienten mutuamente es auténtico. Y eso, en Connecticut , o en Katmandú, es lo que importa.
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