Las maniobras del amor, o más bien, las del despecho. Las dos mujeres a las que hace referencia el título, Las damas del bosque de Bolonia (Les dames du bois de Bolougne, 1945), segundo largometraje de Robert Bresson (y último en el que trabajará con intérpretes profesionales), son las piezas o peones con los que juega Helene (Maria Casares) en el escenario que trama para vengarse del hombre que ama, Jean (Paul Bernard), porque él ya no le ama (como él revela tras que ella le tienda otra trampa, cuando afirma que tiene dudas sobre su relación: él no duda en reconocer que le pasa lo mismo, oportunidad que aprovecha para señalar que deberían concluir su relación de dos años). Así las denominan a ambas, porque en tal bosque es en el que Helene se las presenta a Jean, y en el que éste se queda prendado de Agnes (Eline Labourdette), en una secuencia en que dos precisos primeros planos, con movimiento de cámara de acercamiento, condensan la atracción que surge entre ambos. Agnes vive con su madre (Lucienne Borgnet), ambas en una situación de precariedad, lo que ha determinado que Agnes deje de lado sus aspiraciones de convertirse en bailarina y tenga que trabajar no sólo en lo que es sucedáneo de su sueño, cantante y bailarina en un club, sino además como chica de alterne (contundente la secuencia en la que ante la avasalladora conducta de un adinerado cliente le quema la cara con su cigarrillo, motivo por el que él la abofetea, respondiendo ella con un expeditivo empujón; circunstancia de la que es testigo Helene oculta tras una cristalera). Helene, figura espectral y sombría (ese vestuario de larga capa y capucha), mujer adinerada que conoce del pasado a ambas mujeres, les propone convertirse en sus protegidas, facilitándoles un lugar donde vivir y una vida desahogada. Pero su retorcido plan no es otro que conseguir que Jean se encandile con Agnes, llegue a proponerle matrimonio, y entonces revelarle el pasado escandaloso de Agnes, para que sienta tanto la vergüenza (de imagen social) como la decepción porque su sublimado ideal tiene pies de barro. Si ella para él no es nada quiere que él sufra la conmoción de discernir que quien entronizaba disponía de un pasado que era, en términos de categorización social, menos que nada.
El estilo de Bresson no es aún el que se convertirá en característico suyo a partir de su siguiente, y extraordinaria, obra, Diario de un cura rural (1951). Su narración no es tan fragmentada o elíptica, no es ajena a los desarrollos psicológicos, en la caracterización de personajes, del relato novelesco y la interpretación se ajusta a los modelos ortodoxos, no a la noción de actor modelo de sus posteriores obras. Más cercano al estilo del esplendidos cineastas del momento como Marcel Carné, no quiere decir que sus logros no sean igual de admirables. Las damas del bosque de Bolougne es una singular, y elegante, actualización, escrita por Bresson, de una obra de Diderot, Jacques el fatalista, con la colaboración en los diálogos de Jacques Coucteau. La fotografía de Philippe Agostina crea una atmósfera de duermevela, un ceremonial espectral, opresiva, cuyo contraste con la impecable precisión de la distancia narrativa de Bresson enriquece el alcance de esta afinada radiografía de las maniobras del despecho sentimental y la intemperie del sentimiento que se encuentra sofocado por las mismas y pugna por realizarse.
Su narrativa brilla por su portentosa precisión, que excluye lo accesorio. Hay magníficos detalles de puesta en escena, como ese juego de travellings de retroceso y acercamiento a Helene, tras que Jean se haya ido, ya cautivado por Agnes, en los que se hace sentir ese forcejeo interior de Helene entre lo que siente por él y su determinación para proseguir su pérfida manipulación (él le ha dicho que mañana vendrá a verla para contarle cómo prosigue su acercamiento a Agnes; Helene dice a su sirvienta que él no vendrá mañana). Es tan tortuosa su ansía de venganza que, además de manipuladora, es oyente de los dilemas y las angustias de la víctima de sus urdimbres, Jean. Es sugestivo y significativo detalle, por la intensidad del clima emocional que crea, que los encuentros en la calle entre Agnes y Jean sean siempre bajo la lluvia, reflejo de esa cortina de emociones nubladas que se interpone entre ambos. Particularmente lacerante en la secuencia en la que Agnes quiere entregarle la carta en la que ha escrito cuál es su pasado, y Jean se muestra remiso a cogerla, aunque él hubiera dejado en su cama, irónicamente junto a las prendas que usaba como cabaretera, una carta en la que le expresaba su amor; qué hermoso detalle el de ella corriendo tras su coche, pegando la carta en la ventanilla húmeda, carta que sale despedida y retorna a ella por un golpe de aire. Descarnada es la secuencia en la que por fin le revela Helene a Jean, tras la boda, cuál era su propósito mientras él intenta sacar su coche, por tres veces, maniobra dificultada por el coche en el que ha llegado ella. Y hermosísima es la secuencia final, en la que Agnes está postrada, casi dejándose morir, y despierta a la vida cuando Jean le hace sentir que no habrá nada, ningún pasado, que nuble su amor. El bello travelling ascendente sobre ambos es de un arrebatador lirismo catártico.
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