La vida, esa pantalla cuyo montaje nos gustaría controlar. El cine, esa pantalla en la que se proyecta lo que en la vida no logramos vivir, experimentar, o resolver. Esa pantalla que nos inspira, modelo para actuar en la vida. La mente, ese proyector que resuelve, y monta, en la pantalla de la imaginación lo que en la vida no acaba de ajustarse al guión requerido. Vida y ficción se entreveran como los cuerpos mutantes cronenbergerianos. Las direcciones se confunden, desdoblados puede ser complicado discernir cuando estamos o no en una pantalla, o cuándo y dónde se vive más intensamente, si en el discurrir cotidiano a o través del arte (donde se siente que sí se transcurre).
La vida; una
cuestión de montaje. En El moderno Sherlock Holmes (Sherlock, jr,
1924), de Buster Keaton, hay quien parece montárselo mejor,
realizar el más hábil montaje para sugestionar a los espectadores,
los otros, y convencerles de que la apariencia, manipulada, es
realidad. El personaje sin nombre, The projectionist/El
proyeccionista, que encarna Keaton, como un niño o adolescente en
un cuerpo de adulto, trabaja de proyeccionista en un cine, y a la
vez se encuentra embelesado con la idea de ser un detective (ser un
personaje, ser otro). La mirada que proyecta (e imagina),
la mirada que discierne; desdoblamiento, el equilibro se consigue
armonizando ambas. La primera puede paralizar, ofuscar, porque
cuando tenemos que articularla, expresarnos, expresar nuestras
emociones, lo que sentimos, nos podemos encontrar ante el pánico
escénico por el abismo que se abre ante la pantalla que son los
otros, y más específicamente, es la amada (quintaesencia de las
proyecciones, la sublimación). El proyeccionista se muestra torpe e
inhibido ante ella, The girl/La chica (Kathryn McGuire); recurre a
los fingimientos (incrementa el valor de lo que ha costado el regalo
que le da, porque piensa que las apariencias son importantes, cómo
te presentas ante los demás, como si se fuera una mercancia). Más
decidido se muestra The local sheik/El petimetre local (Ward Crane),
otro cortejador, quien empeña el reloj del padre de ella para poder
comprarle un regalo que, irónicamente, sí cuesta lo que ha
disimulado el proyeccionista con el suyo. Hábil, cuando el padre
descubre que le han robado, actúa con presteza para hacer aparentar
que es el proyeccionista quien lo ha robado para así comprarse el
regalo (su fingimiento se vuelve contra el proyeccionista): los
espectadores, los otros, se convencen, son sugestionados por
la apariencia: El proyeccionista es relegado a la condena del fuera
de campo, a no aparecer más por esa casa.
El cine, el dominio en las
proyecciones. En la vida quisiéramos dominar el montaje, la
sucesión de los planos, la dirección narrativa. El proyeccionista
se duerme, y se desdobla en su mente; en la pantalla los actores de
la película que se proyectaba son ahora los de su propia
vida/narración, la chica que ama y el hombre que ha irrumpido en su
película/vida para quemar la película del proyector. El
proyeccionista intenta asaltar la pantalla, dominar su narración,
pero la vida, la pantalla, es un caos, una asociación inconexa que
no se puede controlar. La realidad no es un entramado (una película)
que podemos controlar como quisieramos. El proyeccionista se
convierte en una figura, un cuerpo, que transita de plano a plano,
de espacio a espacio, dependiendo del siguiente corte de montaje;
puede pasar de estar suspendido en un precipicio a estar rodeado de
leones o a punto de ser arrollado por un tren en pleno desierto. Es
como intentar ajustar el enfoque, hasta que se logra, y ya se está
en la película; como si la
relación con la realidad fuera un pulso durante el que intentamos
afinarnos para poder ser lo más resolutivos posibles (como un
perspicaz detective que sabe esclarecer las circunstancias).
La cámara realiza un travelling de acercamiento a la pantalla, y ya
estamos en la película de la mente del proyeccionista, que organiza
y guioniza y proyecta. Ahora ya es un personaje, en su propia
ficción, es un detective, (con nombre), Sherlock jr, alguien con
capacidad de resolución, que tiene que averiguar el robo de unas
joyas en una mansión, lo que implicará recuperar en su
mente el amor de su amada. Y también lograr desprenderse de ciertos
automatismos o influencias que le conducen y condicionan: la carrera
en la moto, en la que Sherlock va encaramado ante el manillar, sin
saber que no hay nadie conduciéndola (una secuencia que es toda una
exuberante lección de montaje). Claro que fuera de su mente, su
amada no se ha dejado sugestionar por la manipulación del petimetre
en cuestión; ha sabido enfocar su mirada, no dejarse modelar o
condicionar por otras miradas (que manipulan las apariencias de
realidad), y como buena detective ha discernido la verdad. Todo es
cuestión de saber discernir, como de no fingir ni querer ser un
personaje, quizás así te dejas ver realmente. Seguir las
referencias de otras pantallas, de otros modelos, puede determinar
ciertas ofuscaciones: El proyeccionista emula al protagonista de la
película para realizar el acercamiento de tierna conciliación con
su amada, y lo logra. Pero el siguiente plano de la película, tras
el beso, tiene lugar tras una elipsis temporal de varios años: se
ve a la pareja protagonista rodeado de sus hijos. El proyeccionista
mira perplejo a la pantalla, como si le hubieran hurtado un capítulo
importante del manual de instrucciones de la vida. Una mirada que
nos confronta con los trucos narrativos del cine (sus elipsis
establecidas como convenciones) y con la propia vida (como ficción
y sucesión de incógnitas).
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