Querido Ndugu, te escribo para hablarte acerca de Schmidt (Jack Nicholson), alguien cuya vida no se diferencia mucho del edificio en el que ha trabajado hasta que le ha llegado el día de la jubilación. De hecho, te costara distinguirle de los edificios de Omaha en los planos iniciales con los que comienza A propósito de Schmidt (About Schmidt, 2002), de Alexander Payne. Para darte una pista: Él es el que mira el reloj esperando que el segundero cumpla su recorrido y se cumpla el horario de trabajo que ha realizado día tras día en ese compartimento, cubículo, nicho u oficina de una compañía de seguros a la que ha servido como una piedra más del mismo edificio. Su misma forma de andar es un poco rígida, como si se desplazara una losa marmórea, y su gesto parece también cincelado en un gesto ceñudo. Con su jubilación, Schmidt tiene ahora tiempo para reflexionar. Tiempo más que suficiente, como si ya fuera un gran descampado, porque ya no existen los horarios, y su vida ya no está estructurada si no que es un sólo canal relegado a hacer hacer zapping entre los diversos canales de televisión porque ya ha sido abocado a la periferia, al banquillo permanente, a la espera del último despido o la última jubilación cuando la aspiradora de la muerte lo absorba.
Pero entre tanto tiempo que rellenar Schmidt parece que se percata de que hay otros mundos más allá de aquel restringido en el que ha constreñido su vida de testuz encorvada sobre su mesa de despacho. Entre otros tantos anuncios, y canales en los que salta, se percata de uno en el que solicitan ayudas monetarias para niños africanos, y así te conocerá, Ndugu, porque si ya siente que no controla nada, que en nada ni en nadie influye, ni ya en su trabajo es necesario ni para aconsejar, como tampoco en su hogar, dominado por su esposa Helen (June Squibb), quien rige incluso hasta cómo tiene que mear, sentado en la taza del water, contigo, Ndugu, aún podría sentir que influye en alguien o algo. Por eso, cuando te escriba, se explayará extensamente, como si descargara contigo lo que no parece poder compartir con nadie, o decir a la cara, tanto al joven que ha ocupado su puesto, como a su esposa (sobre la que, en un magnífico montaje secuencia, condensa todo lo que le irrita de ella). Quizá porque realmente ha compartido poco en su vida, tanto con su esposa, como con su hija, Jeannie (Hope Davis), quien en un momento dado, ante sus repetidas peticiones de que no se case con Randall (Dermot Mulroney), le pregunta si ahora se preocupa por su vida. Schmidt se ha preocupado poco por los demás. De hecho, no se había percatado veinte años atrás de una fugaz relación amorosa entre su esposa y su mejor amigo.
Ahora, con tanto tiempo que rellenar, sí se percata de que es poco útil, o de que no lo es realmente para nadie, ya que cumplió su función como eslabón de una cadena de trabajo. Se ha quitado el maquillaje de la rutina y se ha dado cuenta de que no había demasiado consistencia debajo. Quizá suministrarte veintidós dólares mensuales, Ndugu, le haga sentirse útil. Porque su hija no parece hacer caso a sus denodados esfuerzos por impedir su boda con Randall, quien parece que va a llevar su mismo camino, vendedor de camas de agua, aunque tenga también su ambiciones de no ser uno más, como las tuvo Schmidt tiempo atrás cuando aún miraba al futuro y no al pasado como ahora. Quizás Schmidt por eso no le quiera como yerno, porque no le ve a la altura de su hija, y su hija representa los sueños que tuvo, y Randall lo que ha llegado a ser, alguien que se subordina a la voluntad de los demás, alguien al que engañan fácilmente, sea con el timo de la pirámide o asumiendo su anónima cuadrícula en la cadena de montaje de la vida. Es decir, está convencido de que será como él una piedra más en el camino que ha permanecido inmóvil durante 67 años y ahora cree sentir que se pone en movimiento porque se pone en marcha con su caravana, en busca de su pasado, de quién fue cuando era niño, o cuando era estudiante universitario aunque les importe un pimiento a los estudiantes a los que se lo cuente en el comedor de la universidad. Aunque, al menos sí sirva, ese ilusorio desplazamiento, para huir del silencio que ha dejado en su hogar la muerte de su esposa, y la decepción de saber su romance décadas atrás con su mejor amigo, aunque ya se preguntara quién era aquella vieja mujer que dormía junto a él en la cama, y estuviera ya más que harto de sus manías y rutinas y olores corporales. Pero al menos era una presencia de la que podía lamentarse, y que le hacía compañía. Tener la misma pantalla delante cada día anestesia de tal modo que quizá no te percates de cómo has desperdiciado tu vida, y de cuán fútil es lo que has hecho con ella. Pero que le agradezcas su ayuda es un consuelo. Por lo menos, al menos, en la conclusión de ese desplazamiento, Schmidt sabe que está vivo. Siente las lágrimas surcar sus mejillas. Nunca es tarde para despertar, aunque estés solo y ya no quede mucho horizonte por recorrer.
Así que querido Ndugu, ¿Qué más puedo decirte sobre A propósito de Schmidt'?. Quizá sea una comedia, o un drama, o ambas cosas. Hay momentos de afinada mordacidad, pero en otros parece que prefiere usar el amortiguador o no afilar demasiado las aristas (véase la secuencia culminante del discurso en la boda), o quizá, simplemente, es que se queda alicorto sin conseguir esa turbadora extrañeza que el material parece demandar, o que telegrafía buscar, sin lograr descolocar rotundamente (sea en la secuencia en el jacuzzi con el personaje de Kathy Bates o la secuencia en la otra caravana cuando Schmidt se abre tanto emocionalmente que se abalanza sobre la mujer). Tampoco sacude las entrañas. O no demasiado. Las lágrimas finales no duelen ni queman. Aunque su magulladura dejan. El personaje parece que aprende, pero tampoco queda la sensación de que se ha pasado un trance, un proceso. O sí, pero con leves contusiones. Quizás es que su estilo parece un poco monocorde, como si no avanzara la película, aunque lo hagan los personajes. O avanza, pero luego retrocede, para de nuevo avanzar, indeciso, voluble, indefinido. Ahora suave, ahora hierve. A veces sacude, en otras parece que se repliega. Su estilo es más bien el de un zarandeo. Algo es algo. O quizá bastante. Por momentos. Eso sí, kilómetros por delante se ve a los hermanos Coen y otro hombre que nunca estuvo allí. Pero esa es otra historia querido Ndugu.
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