El tipo que sobra, el que es distinto, el tipo raro, o fuera de lugar. Cualquiera de estas acepciones de Odd man out, título de original de Larga es la noche (1947), de Carol Reed, adaptación de la homónima novela de F.L Green, se puede aplicar a su protagonista, Johnny McQueen (James Mason, después de que rechazará el papel Stewart Granger) en el particular trance, o vía crucis, que vive o sufre durante la noche que, primordialmente, transcurre la acción de esta tan singular como excelente obra. Johnny es el líder del comando en Belfast de una organización irlandesa, que aunque no se explicite se refiere claramente al IRA. Clandestino en la clandestinidad, porque además escapó de la cárcel (tras una reclusión de ocho meses) y lleva largo tiempo, seis meses, en un piso sin salir a la calle. Los compañeros, y en concreto su lugarteniente Dennis (Robert Beatty), no están convencidos, dado su prolongado cautiverio, de que esté capacitado para participar en la acción de un atraco a un banco que ha preparado para conseguir fondos para la organización. También la mujer que está enamorada de él, Kathleen (Kathleen Ryan), opina que lo más sensato fuera que Dennis tomara el mando en esa acción. Pero Johnny está decidido a participar. Y su decisión se revelará imprudente. Ya los planos desequilibrados en el coche reflejan cómo le conmociona ese mundo alrededor en el que había perdido el hábito de circular. En la apresurada huida del banco, poco habituado al sol, sufre un mareo en las escalinatas, motivo por el que será alcanzado por alguien con el forcejeará. En la lucha, lo mata, pero es herido en el hombro, y, luego, en la también atropellada fuga (dado que no han logrado introducir del todo su cuerpo en el interior del coche), cae y será abandonado por sus compañeros. El resto de la narración alterna su errancia en la noche de la desangelada ciudad, entre lluvia y nieve, combinado con las resonancias de lo que representa para otros personajes, con los que se encuentra. Un relato descentrado de poliédrica perspectiva que se constituye en un afinado retrato de unas circunstancias sociales. Gotas (aunque sean más bien añicos) de múltiples vidas (como en cierto momento, de alucinación, los percibirá el mismo Johnny entre las gotas de cerveza sobre una mesa)
Por un lado, Johnny, es un cuerpo que sufre, cada vez más exangue y debilitado, como un cuerpo que se fuera desvaneciendo. Es un cuerpo, además, que parece en constante cautiverio. De hecho, el primer lugar en el que se esconde es un pequeño refugio construido para los bombardeos durante la reciente guerra. Es una figura abandonada, maltrecha, en un espacio enmohecido y deteriorado. Posteriormente, será abandonado, por un cochero (que ignoraba que se hubiera introducido en su carruaje), entre objetos apilados en un patio, como otro objeto en desuso, sin lugar. Por otra parte, es un cuerpo que representa para otros. Es una idea, un símbolo, un propósito, una circunstancia. Unos lo persiguen para capturarle, como es el caso del inspector (Dennis O'Dea), un excelente personaje, caracterizado por su presencia imponente, con su gabán, una mano enguantada y un bastón (es magnífica la secuencia en la que intenta persuadir a Kathleen, mientras registran el piso en el que se reunía el comando, de que desista de apoyar a Johnny). Otros ven en él la posibilidad de enriquecimiento por la recompensa, como Shell (F.J. McCormick), el vendedor de pájaros, y Lukey (Robert Newton), el pintor (quien también aspira a lograr la significancia retratando a quien es significante en ese momento para todos). Para otros es una presencia incómoda, como las dos mujeres que le recogen porque creen que le ha atropellado un camión y al ver su herida de bala, y por tanto deducir quién es, tras llegar el marido de una de ella, con quien dilucidan qué hacer con él, si avisar a la policía o no, dejan que se vaya de casa, cuando ven que se quiere marchar (un eufemismo, ya que más bien lo echan de la casa). Para sus compañeros es un causa de enfrentamiento, de mutuas acusaciones, porque nadie quiere aceptar que no supieron reaccionar (ni el conductor retroceder en el acto ni los otros dos supieron salir del coche para ir a recogerlo) en vez de dejarle abandonado.
Y una mujer que le ama, Kathleen, intenta encontrarle para ayudarle a huir de la ciudad en un barco. Y solo hay tiempo hasta medianoche. Busca la ayuda de un sacerdote, pero la fe tampoco puede ayudar a un hombre que se siente nada (como declama Johnny, como si estuviera en un escenario, y solo el sacerdote como espectador, en un sobrecogedor momento, mediante un elocuente contrapicado, ante unos perplejos Shell y Lacey; como si fueran testigos de un provisional epifanía: un mundo, una sensibilidad, de la que no podrán formar parte, figuras abocadas a los márgenes). Pero las sombras lo devoran todo. En numerosos planos, las figuras, sean la de Johnny, o la de su compañero Dennis, en la espléndida secuencia en la que huye para distraer la atención de la policía, son sombras perfiladas en callejones o túneles; planos que encontrarán su réplica en la posterior El tercer hombre (1949), también con dirección de fotografía de Robert Krasker. Las calles, la oscuridad, la meteorología, son también personajes. Presencias en las que parecen difuminarse las figuras. Un espacio de desvalimiento, como esa niña con solo un patín que observa a Johnny en el refugio de guerra. Por eso, el final es una conclusión trágica, entre la nieve y los barrotes de una verja que separan del río que podría haber sido una salvación ya anunciada como imposible por un contexto en el que la solidaridad es una figura ausente. Una conclusión en el que un amor encuentra su realización en el acto de una muerte conjunta. Ella decide disparar a la policía, sombras que portan luces, para así, al menos, poder morir con el hombre que ama.
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