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miércoles, 13 de agosto de 2014
El hombre del tren
Un hombre que llega, un hombre cuya vida siempre ha sido llegar a alguna parte. Un hombre que siempre se ha quedado, cuya vida vida ha sido permanencia, una estación. Dos hombres que parecen contrarios, dos hombres que parecen el otro para cada uno y que no dejan de ser sus mutuos fantasmas corporeizados. Dos hombres cuyos destinos, o cuyas vías, se cruzan en el crepúsculo de sus vidas para afirmar una excepcional complicidad. La forja de esa bella amistad en unos escasos días es lo que narra 'El hombre del tren' (L'homme du train, 2002), de Patrice Leconte. Ambos parecen anclados en el tiempo. Ambos parecen desajustados. Milan (Johnny Halliday), el hombre que llega en el tren, parece de otro tiempo, de otra era, incluso su vestimenta, con su chupa de cuero con flecos y sus vaqueros refleja un aire juvenil que suscita la impresión de alguien desencajado de su cuerpo ya en declive. Parece alguien atrapado en un molde. Un icono que empieza a desteñir porque la carne duele ya demasiado. Manesquier (Jean Rochefort) vive en una mansión cuyo diseño interior no ha modificado pese a que su madre, su artífice, muriera quince años atrás. Es una decoración que rezuma antigüedad, decorado de otras eras, suma de otros tiempos, con sus cambalaches y cuadros de antepasados y fotografías de cuando era un bebé. Monesquier, profesor retirado, parece un niño atrapado en un cuerpo ajado prematuramente. Es un cuerpo que aún parece en ebullición, como su vivaz mente.
Manesquier es un hombre muy locuaz, mientras que Milan es más bien hombre de pocas palabras. Manesquier comparte pronto, de buenas a primeras, confidencialidades sobre su vida sin rubor ni pudor alguno. Milan parece más reservado, y esquivo, aunque no parece incomodarse demasiado con las confianzas de Manesquier. Este sueña a través de Milan, sueña a través de su chupa de cuero con flecos con las películas que no vivió, con los westerns en los que pudiera haber sido Wyatt Earp poniendo orden o algún forajido que cometiera un atraco. Y cumple su fantasía de disparar como alguno de aquellos personajes, aunque sea a unas latas. Milan no nació, como dice en principio, en Nevada, condado prototípico de peripecias westernianas, y que dio hasta nombre a algunos personajes, como Nevada Smith, sino que trabajó catorce años en un circo. Pero si es un hombre de acción. De hecho, si ha venido unos días a ese pueblo, y por azares, se aloja en la casa de Monesquier, es porque va a participar en un atraco. La vida de Monesquier no se ha definido por la abundancia de acontecimientos, como refleja el mismo pueblo, cuyas calles parecen desiertas, como si fuera un espacio inanimado. Su vida se ha definido por la abundancia de imaginación, por la abundancia de lecturas. Una vida reposada, estable, una vida de interiores.
Milan, en cambio, ha sido una figura en tránsito, alguien en continuo movimiento que no ha encontrado residencia, tampoco en sus relaciones afectivas. Si despierta en Monesquier los sueños de lo que no ha vivido, como si surgiera de su imaginación, también la vida de Monesquier despierta en él sus anhelos de reposada residencia. Porta las zapatillas que le presta como si materializara un sueño, del mismo modo que Monesquier lo hace empuñando una pistola. Monesquier le completa los poemas de los que sólo escuchó unas estrofas, como si también le copletará la poesía que no logró culminar en su propia vida. Le reporta la tranquilidad que no parece haber encontrado. Porque si en Monesquier se evidencian, por su locuacidad, sus insatisfacciones, en Milan sobre todo se entreven en sus gestos, en sus pausas, en sus silencios. Pero tampoco es que se convierta en la prototipica, o estereotipada, figura de mundo que ayuda a superar las represiones de los que han constituido, o enquistado, su vida sobre lo callado y amordazado. Hay entre Monesquier y la mujer que ama complicidades latentes que desconoce, aunque en principio le parezca una relación de repertorio, la típica atracción no expresada no consumada.
En ese sentido, a Monesquier se le percibe hasta más desenvoltura que a Milan en su envarado porte que le hace asemejar a un totem. Es el nómada quien más despierta con el sedentario, es la sombra errante, figura de gesto triste y cansado, quien parece apreciar la vida con reconstituido vigor. El sendentario encuentra por fin un compañero de juego, aunque sea de modo provisional, quizá porque ha vivido armoniosamente en su imaginación, sin sufrir tantas magulladuras en la intemperie como Milan. Ambos se enfrentan el mismo día, a un desafío, Milan a un nuevo atraco, y Monesquier a una operación de corazón. Ambos, por unos escasos días, se han encontrado con esa otra vida con la que nunca dejaron de soñar. Quizá porque siempre habrá otra vida posible con la que se sueñe. Otras vías, otros trenes. Sueños somos, de fantasmas vivimos.
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