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sábado, 1 de junio de 2013
Mystic river
Una mujer que llama a un teléfono, pero no responde, llama pero permanece muda. Quizá espere una respuesta. Un adolescente mudo, que sí puede hablar pero que porta un stick de hockey como si fuera su voz, y que es una incógnita. Un río en el que se hunden cadáveres de conciencias enmudecidas. Demasiados silencios, demasiadas mordazas. Un padre, Jimmy (Sean Penn) grita porque han descubierto el cuerpo de su hija, Katie (Emily Rossum), agredida, asesinada. La cámara asciende al cielo como si su grito, que no escuchamos, se convirtiera en interrogante impotente. La cámara descenderá del cielo tras el resplandor de la acción terminal, la suplantación de la justicia divina que permanece en silencio, el ciego resplandor en forma de bala que intenta satisfacer un dolor incontenible, una rabia avasalladora, un ansía de encontrar la pantalla en la que descargar todas esas balas que corroen su interior. Esa pantalla rasgada será alguien que era amigo desde su infancia, Dave (Tim Robbins), a quien ejecuta desde las alturas de la enajenación, desde el sentimiento que busca retribución y se justifica en su agravio, en su dolor, sea la muerte de su hija, o el desplome de unas torres.
La realidad es como el fondo del río que da título a la película, 'Mystic river' (2003), de Clint Eastwood, en la que Brian Helgeland adapta la novela de Dennis Lehane. Es difícil discernir lo que hay bajo la superficie, discernir quién es tu vecino, quién es tu pareja, quién es aquel que fuera tu amigo de la infancia. Puede ser quien no imaginas, quizá puede ser un asesino. O quizá, más bien, más que una realidad opaca o difusa, lo que se evidencia es nuestra incapacidad de discernimiento, nuestra mente sugestionable, la ceguera que nos ofusca cuando los resortes viscerales nos dominan. El otro se convierte en una pantalla en la que puedes proyectar lo inconcebible, aunque haya sufrido en su infancia un horror del que aún sigue huyendo, porque Dave aún sigue siendo aquel niño que corría en el bosque tras escapar de aquellos dos hombres que le ultrajaron durante cuatro días mientras le retenían en un sótano. Sean (Kevin Bacon), el tercer amigo de infancia, apunta que quizá todo sea un sueño y sigan retenidos en aquel sótano junto a Dave imaginando como sería su vida si pudieran escapar. Su vida ha sido una celda, que han ido construyendo imperceptiblemente.
Dave ha reaccionado demasiado tarde. La incógnita en la pantalla se desvela como un cuerpo en llamas abrasado por su desesperación e intemperie, se siente un vampiro, un no muerto, un estigma, un extraño, una infección. Su esposa, Celeste (Marcia Gay Harden) piensa que la sangre adherida a su ropa aquella noche era la de la hija de Jimmy, y su sospecha se la transmite a Jimmy, consciente de que lo envía al matadero, como si fuera un virus que hay que extirpar. La sangre, en cambio, pertenecía a un pedófilo que Dave mató aquella misma noche, dejándose arrebatar por la rabia y el dolor acumulado. Al realizar esa acción terminal, Dave se descubrió como el reflejo de aquellos que le habían maltratado en su infancia: matando a lo que representaban se estaba convirtiendo, con su acto violento, en ellos.
Cuando tenía once años, Dave fue 'extraído' del barrio en un coche por dos hombres que le ultrajarían. Ahora otros dos hombres también le llevan en un coche hacia su sacrificio, hacia su matanza. Dos coches que le alejan de sí. Tras el primer viaje nunca volvíó a ser el mismo. Tras el segundo, ya nunca volverá a ser. Será extraído de la vida. Aunque solloce que no está preparado. Víctima en su infancia, se convirtió en agresor afirmado en su condición de víctima pretérita, y de nuevo en víctima de un agresor, Jimmy, que también se afirma en su condición de víctima.Sean es el policía que investiga el caso. Su mirada templada no deja que se ofusque por la visceralidad que demanda con su grito la inmolación de un culpable. Sean contesta paciente las llamadas de su esposa, resignado a su silencio, que es incógnita, hasta que logra articular las palabras que son contraseña, llave, descongestión: fue él quien la impulsó, abocó, a la huida, al silencio. Y su esposa responde. El mundo responde si asumes tu responsabilidad, tus actos, como Sean. Incluso, como Dave, aunque sea demasiado tarde, y la fatalidad le responda con una mueca fatal.
Pero no como Jimmy, que porta el tatuaje de una cruz en su espalda, como uno de los hombres que ultrajaron a Davie portaba en su cuello un colgante con una resplandeciente cruz. Los cruzados crean monstruos, ellos mismos. Jimmy necesita, demanda, que el mundo responda a sus deseos, al fragor de sus emociones. Si se merece castigo, es juez, jurado y verdugo. Como tantos otros, aunque no tantos, como él, se atrevan a ser también ejecutores. Como tantos otros que se limpian las manos, o esconden la basura bajo la alfombrilla, prefiere escudarse, ocultarse, en los desfiles, como su esposa, Annabeth (Laura linney), quien responde con una mirada firme, una sonrisa leve que es filo, a la mirada suplicante de Celeste, una mirada que la aboca al silencio, a amordazar su pena, a acallar que el acto de pretendida justicia divina fue un error, como equivocada, ofuscada, su percepción de Dave, su marido, de aquel con el que había convivido durante años, y a quien su ceguera condenó. No era un monstruo. O quizás sí, pero al menos era consciente de su extravío. Los monstruos más peligrosos son los que le hacen enmudecer, Annabeth y Jimmy, a quien Sean apunta con su dedo para recordarle que no es inmune, que algún día saldrán a flote los cadáveres que se esconden bajo la superficie del río, bajo la mordaza de los desfiles, para lavar conciencias, aunque más bien sea para enmudecerlas.
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