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jueves, 13 de junio de 2013
...Y el mundo marcha
En la década de los sesenta, a la pregunta de por qué no se hacían más películas sobre gente corriente, Jean Luc Godard replicó que para qué rehacer '...Y el mundo marcha' (The crowd, 1928), de King Vidor, si ya se había hecho. En 1960, Billy Wilder realizaba en 'El apartamento' su réplica de aquel portentoso travelling de aproximación a su corriente ciudadano medio entre una multitud (crowd) de oficinistas. Entre miles de edificios, entre miles de oficinas, entre miles de individuos. CC Baxter (Jack Lemmon) tenía ambiciones arribistas, por lo que no dudaba en alquilar su espacio propio, íntimo, su apartamento como picadero para sus superiores; otros viven lo que él no viven: e ironía más sangrante, en su cama folla la mujer que ama con su jefe), para convertirse en uno más de los que disfrutaban de las posiciones de privilegio aunque su coste fuera la integridad. John Sims (James Murray) aspira a ser alguien grande. Ese es el deseo que expresa ya con 12 años cuando otro niño le pregunta qué quiere ser de mayor. Aunque el hecho de que instantes después de que conteste una ambulancia en su domicilio anuncie una tragedia en su vida, la muerte de su padre (hacia cuyos aposentos asciende como si ascendiera en una escalera que fuera un túnel de simetrías desproporcionadas, en abismo), ya anuncia que sus ilusiones, su ingenuidad, y su arrogancia se verán repetidamente zarandeadas.
Porque el John de 20 años que llega a Nueva York piensa que se va a comer el mundo, aunque los diversos planos de la multitud en la calle (con la que tiene que competir, de la que es parte integrante) y el citado travelling de acercamiento en la oficina, ya se revelan como irónico contraste (no tiene ni nombre en la mesa, sino un número). Pero aunque John sea como muchos, piensa que es 'alguien', lo que implica que se siente inmune: se ríe de un hombre anuncio vestido de payaso comentando con sarcasmo que su padre seguramente esperaba que llegara a ser presidente. John piensa que el mundo gira, y que girará, alrededor de él, que la vida es un parque de atracciones en el que desciendes en un tobogán que te hace sentir la ilusión de que nunca caes, de que no te precipitas, que pasas de una casilla a otra, de noviazgo a matrimonio a ser padres, mientras de cuando cuando recibas un pequeño incentivo para sentir la ilusión de que avanzas, un pequeño aumento de salario. Te miras en el espejo y te reconoces, todo está en su sitio, los reflejos están en su sitio.
Hasta que, de nuevo, la tragedia le sacuda con la muerte de su hija pequeña (y el abismo se abra de nuevo, con repetición de figura minimizada en espacio de túnel, y esta vez casi derruyendo los cimientos de su vida). El mundo no se acalla porque esté enferma. La multitud no dejará de andar en la dirección que sigue porque él se oponga a ella pidiendo silencio. El tráfico no cesa. El mundo no se detiene. Nada ni nadie se percata de lo que para él es el centro de su vida, y su centro ha estallado. Ya no puede mantener los pasos, los que da la multitud, cumpliendo su función. Esa multitud con la que además debía competir, como le señala otro hombre, cuando llega a Nueva York. Si además eliges el sentido opuesto, la multitud te arrollará. John estalla, no puede aceptar ni asumir la función o representación de vida en la que se había convertido en otro número más, como los que rellena en su libro de contabilidad, como cientos más en esa inmensa estancia donde trabaja. Se opone a la inercia de la multitud. Y se deja arrollar. Renuncia a su trabajo porque no puede vivir como si no pasara nada, como si tuviera que encajar que nada ha ocurrido, que la tierra se ha hundido bajo sus pies, que la vida, el mundo, la multitud, es indiferente a su desesperación y sufrimiento, que su hija ha muerto y no supone nada para nadie.
John se sume en la periferia y márgenes de la vida, probando con diversos trabajos, en los que no dura nada de tiempo, en los que se siente incapaz, como vender aspiradoras a domicilio. Sus entrañas han sido aspiradas. Ha perdido fe, firmeza, determinación. Y además no quiere trabajo por caridad. El orgullo le vence. Y el derrotismo. Hasta que asume que a no ser que decidiera lanzarse irrevocablemente al vacío, sólo le queda aceptar que él también podía convertirse en un hombre anuncio, en un payaso malabarista. Asumir que no es nada ni nadie. Aquel niño con cuerpo adulto que se reía de lo que no creía que nunca llegaría a ser porque se sentía más grande que la vida, se convierte en un hombre adulto que asume que puede ser nada.
Pero no por ello, como también reflejará Preston Sturges en su 'Los viajes de Sullivan' (1941),que mostraba con descarnada tenebrosidad las miserias y precariedades de la vida (los abismos de la indigencia), la risa puede seguir brotando porque se sabe que es multitud, un espectador de la vida, referencia que reflejará, en negativo, Leos Carax en 'Holy motors' (2012), con una inexpresiva y 'enmudecida multitud' de espectadores en un cine que asemejan a maniquíes. La risa que por lo menos deja constancia de que no yaces inmóvil en tu condición virtual como uno de los miles de números en una de las miles de oficinas en uno de los miles de edificios en una gran urbe (ayer y hoy, ante cualquier pantalla).
Al productor Louis B Mayer, jefe del estudio MGM, no le convencía un argumento tan poco convencional, una trama compuesta de retales de cotidianeidad, de acontecimientos adversos que no derivan en un convencional final feliz, una producción sin estrellas (Murray era un extra), un relato agrietado por la amargura y la desesperación que hacía añicos los espejismos de una sociedad que alentaba los sueños de ascensión y grandeza ocultando sus abismos. Pero el apoyo de Irving Thalberg, y la posición entonces de privilegio, gracias a sus últimos éxitos, de Vidor, propició que se realizara un prodigio de obra que refleja aquellos años y los de cada tiempo desde entonces, porque poco ha variado la multitud. Somos John Sims.
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