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jueves, 20 de junio de 2013
El alcalde, el guardia y la jirafita
La vida no es justa con Otello (Alberto Sordi). O no le tiene en la consideración que debería, empezando por su pequeño hijo (Franco Di Trochio), quien tras salvar de perecer ahogado al hijo del alcalde no se le ocurre otra cosa que pedir como favor un trabajo de repartidor en el mercado para su padre quien llevaba ya siete años en paro viviendo a costa de su suegro. No hay derecho a tener un hijo tan descarriado e irresponsable. Otello a lo que aspiraba es a un puesto de guarda de tráfico. No es que tenga especiales aptitudes, pero sabe conducir una moto. No hay de hecho otra cualidad que destaque cuando expresa por qué lo desea. Sabe hacer cabriolas sobre la moto. En suma, a Otello le gusta ir por la vida como si fuera por una pasarela en la que fuera admirado. Como ya se ve en la primera secuencia cuando sale de casa ataviado con su batín satinado para cumplir el recado de su esposa de comprar un botella de aceite en el bar. Una cosa es ser un mero repartidor y otra hacer un recado que le permita pasearse por la calle como si fuera el señor del lugar, aunque con sus indicaciones provoque que un camión hunda hunda sus ruedas traseras en un socavón, otro obrero se queje de que se arrogue derecho de cogerle su cigarrillo encendido, o en el bar uno de los presentes le haga una pedorreta al entrar.
Sustituir el batín satinado por un uniforme de guardia de tráfico que cruje cuando se mueve es la ambición vital de Otello, porque implica la consecueción de un respeto, la supresión de las pedorretas, la posibilidad de que haga lo que se le antoje. Claro que se topará con un par de imprevistos. Primero, que no basta con hacerse paseillos para dominar el tráfico de la vida. Sus primeras labores como policía de tráfico terminan con él y su moto en el suelo, y además provocando un notorio embotellamiento. Y segundo, que hay otros muchos que aspiran a ser señores que se deslizan en la vida por su particular pasarela., empezando por el alcalde (Vittorio De Sicca), con quien tendrá algunas tiranteces, que en cierta medida puede parecer un antecedente de las de Clouseau con su superintendente Dreyfuss (aparte de coincidir con Clouseau en en propiciar desastres a su paso).
Alberto Sordi encarnaba en una obra previa de Luigi Zampa, 'El arte de apañarse' (1954), al prototipico camaleón que se adaptaba a cualquier circunstancia para disfrutar de los privilegios del poder, ajustándose la 'camisa' que correspondiera convenientemente en cada momento (fascista, comunista, demócrata cristiano...). La cuestión es ser 'Algo'. En 'El alcalde, el guardia y la jirafita' (Il vigile, 1960) sea con batín satinado o uniforme policial que cruje aspira a ser 'hombre de lustre', ser 'alguien', alguien que destaca en 'el tráfico de la vida', sin que le preocupen demasiado las facciones. Claro que cuando ve que las reglamentaciones son un tanto elásticas, según para quién, no dudará en apoyarse en las facción monárquica cuando se encuentre en lid con el alcalde. En 'Proceso a la ciudad' (1952), Zampa también había dejado en evidencia cómo la corrupción afecta a muchas capas de la sociedad. Lo que diferencia los tiempos, como apunta el padre de Otilio, es que ahora si necesitan acallarte recurren a 'untarte' con mucho dinero.
Hay otro tráfico subterráneo, aún más complicado de controlar, con el que se enfrentará Otello en la segunda parte de la película, ese relacionado con prebendas, alianzas bajo mano, favores y conveniencias que asocia a los que dominan el escenario social y económico. Hay ciertas señales de tráfico o leyes que cumplir, como otras que transgredir porque la posición lo permite, pero siempre que se haga de un modo sutil o solapado no sea que cunda un ejemplo no deseado entre la ciudadanía. Otello incumple esta ley fundamental cuando permite que se sepa que permitió que una célebre actriz, Silva Koscina, no fuera amonestada por ir sin carnet de conducir. Una cosa es hacerlo, otro cosa es que se sepa. Otello es reprendido, pero no entiende la ecuación retorcida o no euclidiana que le explican, y decide amonestar al alcalde por conducir con exceso de velocidad sin aún asimilar que ser alcalde implica ciertas ventajas o exenciones de las que no disfruta el ciudadano común (aunque no conviene que éste lo sepa).
Ahora dediquemos unos minutos de estupefacto silencio a quien se le ocurriera el título español.
De todos modos, quizás fuera un mordaz simbolista: la jirafita que aparece en el título español, que amplía el escueto 'El guardia' a tres figuras no es sino el emblema de esa realidad secreta, subterránea que mantienen los detentadores del poder mientras cuidan muy mimosamente las convenientes apariencias; el emblema de los intercambios bajo mano con los que se edifican las alianzas de los que dominan el escenario político, social y económico. El emblema que condensa a quien te llevas a la cama y a quién echas porque no te cae nada bien. Es la jirafita de peluche que le regala el alcalde a su amante el día en que Otelo le persigue empecinadamente para amonestarle por su infracción. Es como si Sisifo pretendiera detener la piedra soplando.
La citada amante vive en un ostentoso adosado en una zona de chalets que se ha convertido en un espacio de beneficiosos negocios para alcalde, constructores y otros empresarios; la comandita del poder que intentará ponerle en vereda, primero con la sonrisa del maletín con dinero, y después con la mueca de los chantajes y amenazas. Otello se convierte en perturbación de un estado de cosas anclado en un caciquismo o plutocracia, con más aspiraciones que ser un mero guardia de tráfico, y por supuesto más que un mero repartidor: Ser quienes controlan todos los tráficos, los visibles y los no visibles,mientras se dan buenos paseitos por la pasarela de la imagen conveniente. Y no tiene que venir un guardia de tráfico con traje que cruje a cambiar las reglas de juego. Cada uno en su sitio. Sino, a usar el batín satinado en su casa en donde aún puede tener la ilusión de que ordena las obras del mundo.
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