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jueves, 2 de febrero de 2012

La noche del demonio y el cine fantástico de Jacques Tourneur

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A veces, es mejor no saber. Son las palabras que rubrican esta obra maestra del cine fantástico que es ‘La noche del demonio’ (1957), de Jacques Tourneur. Puede parecer una claudicación, pero lo que hace es abrir interrogantes. No hay certeza, estamos en el territorio de lo posible. Tan incierta es la realidad como nuestra forma de percibirla. Estaba condensado en una de las más hermosas y turbadoras secuencias de la historia del cine, en ‘Yo anduve con un zombie’ (1943).
En la cubierta del barco que les lleva a Haiti, conversan la protagonista, Betsy (France Dee), y Holland (Tom Conway ), quien la ha contratado como enfermera para que cuide a su esposa que ha caido en un extraño catatónismo. Betsy, arrobada, resalta la belleza del fulgor con el que el brilla el oceano. Holland le señala que ese brillo es el de la putrefacción, el de la descomposición de los peces. Betsy percibe un brillo de vida, él el de la muerte. No es que una percepción anule la otra, es que ambas realidades y percepciones son ciertas. A la vez que se contradicen, se complementan.
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Del mismo modo, en ‘La mujer pantera’ (1942) siempre permanece la duda de si la protagonista, Irena (Simone Simon), es presa de una maldición que la lleva a convertirse en pantera o es todo fruto de su mente frágil y sugestionable. Son las sombras de la mente las que, paradójicamente, se revelan manifiestas, las que cobran cuerpo, aun indiscernible (las sombras se hacen cuerpo, los cuerpos se difuminan en sus propias sombras). Todas las secuencias relacionadas con acechos o ataques transcurren entre sombras, o en un inquietante fuera de campo.
Porque esa brecha es la que domina y guía estos relatos fantásticos de Torneur. Esa fisura que nos hace plantearnos cuáles son los límites de la realidad, cuánto desconocemos que no llegamos a discernir. Ese contrapunto, o cuestionamiento, que representa la receptiva actitud de Joanna (Peggy Cummins) frente a la rigida y cuadriculadamente cartesiana de Holden (Dana Andrews), el científico, en 'La noche del demonio' (1957)
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La realidad es porosa y movediza, en cuanto dejamos establecerse la noción de lo posible y la razón lógica o instrumental se muestra flexible y asume y alienta la interrogante. A veces, es mejor no saber. Porque nos enfrenta a nuestra vulnerabilidad y limitaciones. Y al miedo. A esos vacíos y desencajados ojos que nos devuelven la mirada (como el zombie guardián de ‘Yo anduve con un zombie’). De repente, sentimos que la misma realidad nos mira, y no sabemos cómo, y qué hay tras su mirada, de qué materia está hecha. Y a dónde nos lleva si nos decidimos a cruzar ese umbral.
El miedo de lo que no sabemos. El miedo ante lo que no dominamos. La oscuridad. Ese fuera de campo que es ausencia de luz, y pantalla incierta. Y nuestros deseos ocultos, nuestras represiones no asumidas. Por eso, las obras de Tourneur se abren o amplifican como ondas concéntricas y en varias direcciones. En el conflicto de Irena puede subyacer sus miedos sexuales a los que se enfrenta cuando se da su unión marital (no olvidemos la estatua de la figura del caballero con espada de la leyenda y la relevancia física y simbólica de la espada en la resolución),
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O quizás a la sanción de sus instintos animales desatados, calificados como obscenos y vergonzantes(como representa la figura opuesta del psiquiatra). Como en Betsy se debaten encontrados sentimientos, entre su condición de enfermera y de enamorada de Holland. Aquello que se urde en el relato puede estar en consonancia con ese desencuentro interior. ¿Desea que la esposa se cure o que permanezca siempre así, catatónica, ausente? ¿En qué estado resulta mayor estorbo para realizar el amor que anhela con Holland? Además, ¿ la esposa está ‘ausente’ o en otra realidad su mente?¿Es mejor no saberlo o precisamente se hace necesario?.
La lógica busca enfrentarse o dominar y esclarecer las sugestiones y miedos interiores, pero también posee un componente de represor, o de domesticación de lo posible o inefable. Como el doctor de ‘La mujer pantera’ (y su bastón que esconde una espada, y cuya sombra en determinado momento parece que porta una cruz) o la madre médica de ‘Yo anduve con un zombie’. Y abre otra compuerta, la siembra por parte de la Razón de la sugestión de los miedos para hacer prevalecer la manipulación interesada. La mente humana imagina y crea fantasmas, y las leyendas se convierten en caldo de cultivo de superstición, porque la incierta oscuridad siempre es fuente de temor (hecha canto, que contrapuntea la acción, en 'Yo anduve con un zombie', y relatos corporeizados en escultura, en 'La mujer pantera' o dibujo en 'La noche del demonio'.
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Pero también puede propiciarlo, para la propia conveniencia, ya que la oscuridad es también moldeable, como también ocurre en ‘The leopard man’ (1944).
Las explicaciones conciliadoras o domesticadoras no bastan, pero también hay miedos que son creados para satisfacer una posición de poder o un capricho o pulsión de instinto no menos dotado de oscuridad, la de la mente fracturada. Sí, la relación de la mente con la realidad parece estar tramada con barrotes y telas de arañas, como se refleja en ‘La mujer pantera’. Las sombras pueden provenir tanto de una como de otra, o de su incierta interrelación.
En 'El hombre leopardo' se cartografía esta doble dirección en la que se mueve, o más bien, desliza, la mirada tourneriana. Tanto la realidad como la mente están vulneradas por las sombras. Con respecto a lo segundo, en la secuencia en la que se dilucida la trama de asesinatos, la atmósfera es tan tenebrista como irreal, como si se encarnaran los fantasmas de la tortuosa mente del trastornado en esas figuras siniestras que se mueven cual sonámbulos en una procesión católica de encapuchados con capirotes.
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Con respecto a lo primero, son modélicas dos secuencias en la que dos chicas pierden la vida. Esa en la que la joven cruza por dos veces por debajo de las vías, donde las sombras tiemblan con los sonidos del tren, sombras en las que se hace palpable la posibilidad de cualquier aparición (cual palpitantes agujeros negros). O aquella en la que otra chica espera en un cementerio a su amado, y el mero movimiento o sonido de unas ramas puede convertirse en anuncio de muerte.
Es ejemplar cómo juega con la duración de los planos, los elementos del decorado, los sonidos (y la ausencia de música) y el fuera de campo. Logra que éste se sienta como una ausencia que es presencia al acecho, como ese muro que separa de algo que puede cruzar nuestros límites, a la vez que campo donde la mente se desestabiliza con sus miedos, como si los estuviera casi invocando (como esas estatuas que parecen poder hacerse materia en cualquier instante).
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Ese duelo, entre la mente o actitud lógica, científica, y la que cree, o está convencida, que hay otra fuerzas o realidades, además de cariz siniestro (para la primera, supersticiosa), es la que se debate en ‘La noche del demonio’, inspirada en un relato del gran autor de historias de fantasmas, Rhode Montague James. Dos formas de percibir, y de relacionarse con la realidad, de interpretarla y 'habitarla'. Es verdad que la apuesta por esa incertidumbre que bañe las peripecias del relato está contaminada por una intrusión, la que realizó el productor al dar cuerpo, ya en las primeras secuencias, a esa figura demoníaca invocada con unas runas.
La idea de Tourneur era jugar, de nuevo, con lo sugerido (y con la 'influencia' sugestionadora de toda leyenda), y esta ‘manifestación’ explicita condiciona el resto del relato, porque el espectador ha tenido constancia de su ‘realidad’, y afecta a la progresión del protagonista científico, Holden (Dana Andrews), hasta su aceptación de que la que realidad no es como él la consideraba, y hay ‘posibilidades’ que ignoraba, así como asume que a veces es mejor no saber. Pero, aún así, no obsta para que se constituya en una de las obras cumbres del género, y su complejidad y refinada atmósfera se mantenga en un estado de gracia excepcional. Por esa manipulación del montaje se evidencia el cuestionamiento de una mente que hace de la racionalidad inflexibilidad, y ve cómo son transgredidas sus presunciones.
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La mente, como la realidad, pueden considerarse como los pasillos de un laberinto. Es así, que una de las más sugerentes e inquietantes secuencias del film, a la par que significante del estilo y mirada de Tourneur, tenga lugar en el pasillo del hotel donde se aloja Holden. De nuevo, el juego con el sonido (el sonido es algo que parece que se fuga o que llama desde el fuera de campo) y el espacio y sus sombras se convierten en demostración de cómo desestabilizar la percepción. El espacio está hecho de esquinas y espacios ciegos que la mirada no alcanza, y en el cual puede surgir cualquier imprevisible ‘presencia’, oculta en las sombras, o convertirse en una pantalla oscura donde proyectar las sombras del miedo de la imaginación (ese miedo atávico que nos relaciona con nuestra condición primigenia y primitiva).
Sí, la mirada instituida en las certezas inflexibles empieza a perder pie. A este respecto es reveladora esa imagen temblorosa y borrosa que cierra el encuentro de Holden con su oponente, el demonólogo Alistair (Nial McGuinnis), en la biblioteca. Porque ese contraplano responde a la mirada ya turbada, o vulnerada, de Holden, cuando mira cómo se aleja Alistair. Se sacude la cabeza como si fuera una ofuscación pasajera óptica, pero lo incierto ya se ha aposentado en él.
Holden no sabe que acaba de cruzar cierto umbral al no ceder a la presión de Alistair de cejar en el esclarecimiento de la muerte de su compañero científico, aquel del que hemos sido testigo de su muerte en las primeras escenas a manos de eso demonio, cuya invocación parece ser obra de Alistair. Y en la cual es crucial un papel con un texto de runas del que uno debe desprenderse, o traspasar a otro, antes de tres días, si no quiere morir.
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Da igual si es un bosque o el interior de una mansión, son espacios con puntos de fuga, vulnerables de transfigurarse, a través de brumas acompañadas de inquietantes sonidos o manos que aparecen en el encuadre tras el protagonista, sin que en el contraplano apreciemos que haya alguien. Y una granja se convierte en un espacio de habitantes que más bien parecen espectros (modelo de genuina secuencia fantástica que crea una extrañamiento con la atmósfera empapada de turbador misterio; nada se explicita, o nada excepcional ocurre, pero se sedimenta esa sensación de desestabilizadora incógnita).
El film se abre con un hombre (ese científico que aún no sabe que se dirige al encuentro con las sombras de la muerte) que conduce su coche, con gesto temeroso (sus miradas al fuera de campo), en una carretera apresada por la oscuridad donde las mismas formas de los árboles son tan difusas como parecen dotadas de una condición animada. Porque la mirada del hombre está poseída por el temblor del vigilante miedo. Y se cierra en el decorado de unas vías, donde, esta vez, un tren es decisivo en la conclusión del relato. De nuevo en la noche, y, con dos representaciones de la tecnología, de la certidumbre mecánica científica, en movimiento, enfrentadas a la bestial y a la vez incierta condición de la oscuridad y lo posible.
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El miedo, las realidades posibles, la oscuridad del instinto humano, la razón (in)flexible. Las sombras como espacio vivo, espacio intermedio en la relación, o colisión, entre la mente y lo real. La realidad como pantalla resultante de esa interrelación, condicionada su representación o percepción según la perspectiva o actitud de la mirada o imaginación de la mente. Esa vulnerabilidad de lo posible, ante todo, debe ser asumida. Y no hay secuencia más ejemplar que aquella que transcurre en el jardín de la mansión de Alistair, disfrazado de payaso que a la vez actúa como prestidigitador, cuando Holden le visita, y en la que tiene lugar una fiesta para niños.
Una situación teñida de luz y de aparente inofensiva inocencia que se ve alterada por un viento súbito, quizás invocado por Alistair, que arrasa el decorado. Del mismo modo que la incertidumbre de lo posible y lo siniestro arrasa con la realidad, aparentemente estable, plácida y segura. Siempre hay un súbito viento que altera el decorado sobre el que se sostiene la pantalla de la realidad.

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