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viernes, 17 de febrero de 2012
Brighton Rock
Pinky (Richard Attenborough) es uno de los personajes más fascinantes creados por Graham Greene, en su novela 'Brighton Rock', de 1938, que él mismo, junto a Terrence Ratigan, convierte en guión para el esplendido film noir dirigido por John Boulting en 1947. Se condensa en que un personaje que carece de cualquier escrúpulo, que desprecia cualquier emoción, que es capaz de cualquier abyección o crueldad, diga, en cierto momento, que su ilusión de pequeño era ser sacerdote, y que quizás si lo hubiera sido nada hubiera sido como es. Pinky, que con 17 años es lider de una pequeña banda de gangsters, nos es presentado tumbado en la cama de su mugrienta habitación, aunque antes de ver su aniñado rostro de mirada afilada (ausente de vida, como si fuera la hoja de una navaja; quizás los rescoldos de la rabia de que la vida 'no hubiera sido de otro modo') se resalta un gesto, su juego con unas cuerdas entre las manos. Una característica que le define, y él expresa en varias ocasiones, es su afán compulsivo de control, de sentirse seguro, de que nada se le vaya o escape de las manos. Define su ambición, su arrogancia, sus aspiracones a dominar, dirigir los hilos de las actividades delincuentes en Brighton, sin asumir que no es nada comparado con su rival, Colleoni (sus diferencias, de posición, quedan bien remarcadas en los espacios donde viven, uno en un lujoso hotel, el otro en una mísera pensión; como contrastan los espacios en los que vive con ese 'otro' Brighton, el turístico, el del muelle).
Precisamente, ese afán de control es lo que determinará que se complique innecesariamente la vida, que le puedan seguir el rastro del asesinato del periodista Fred, por querer recuperar unas tarjetas que un cómplice había dejado en un restaurante para hacer aparentar que a esas horas aún estaba vivo Fred, lo que también determinará que entable una relación con una testigo (que sabe que no era Fred quien dejó la tarjeta), Rosa, enamorándola, y hasta casándose con ella porque la esposa no pude testificar en contra de su marido. La obra es de un tono descarnado que duele, además de estar narrada con un electrizante vigor.
Ya manifiesto en las secuencias iniciales, la persecución que sufre Fred por parte de Pinky y secuaces, por callejuelas y el muelle, hasta una feria, es prodigiosa, hasta el asesinato en una de las vagonetas de una especie de pasaje del terror. La febril desesperación de Fred contrasta con la implacable mirada de Pinky, transmitiéndose a través de un pulso narrativo que se tensa hasta liberarse con el grito de Fred al precipitarse al vacío. Ese vacío que habíta en la mirada de Pinky, que no aceptará que le contradigan, y por ello intentará por dos veces que su secuaz Spicer muera ( es sobrecogedor el uso dramático del sonido, del gas de la luz que se ha desprendido con la caida al vacío de Spicer tras ser empujado por Pinky).
Pero aún más cruel es la relación que establece con Rose, condensada en un portentoso plano. Ella le pide que grabe en un disco alguna declaración de amor. Pinky se mete en un cabina. Su rostro, de perfil, está en primer término del encuadre, y ella tras el cristal le mira con expresión enamorada. La cámara se acerca a su rostro arrobado, dejando fuera del encuadre a Pinky, mientras escuchamos cómo él manifiesta cómo la odia y desprecia. Pinky, alguien que vive en el abismo, en el vacío, muere precisamente precipitándose en el mismo (también cayendo al agua, como Fred, cerrando el círculo). Aunque el final parezca que amortigua la crudeza no deja de ser de una áspera ironía: Rose habla con una monja, quien la dice que debe tener esperanza. Ella, para demostrarle que la tiene con el recuerdo del amor que le profesaba Pinky, se dispone a ponerle el disco que él grabó. Pero se raya, quedándose en la frase en que la dice 'que quieres que te diga te quiero', mientras la cámara ahora realiza otro travelling ( como el que se dirigía a su rostro cuando él lo grababa), en este caso hacia un crucifijo. La esperanza sostenida sobre un engaño.
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