Pina (2011), de Wim Wenders y La danza (2009), de Frederick Wiseman son dos de las obras más cautivadores estrenadas el año pasado. Dos bellos documentales que aplican unos diferenciados planteamientos, ambos igual de sugerentes, en su aproximación, o mirada, sobre el mundo de la danza. Wenders lo hace a través de una figura célebre como Pina Bausch, y Wiseman se centra en el ballet de la Opera de París. Wenders, que parece recobrar su fulgor creativo perdido ( o que ha reaparecido en esporádicas ocasiones) desde los tiempos de 'Cielo sobre Berlín' (1987), en los documentales, como refrenda esta, o The soul of the man, plantea, o trama, su obra sobre unas coordenadas que difuminan, con ingenio, las separaciones entre ficción y documental. Si en la esplendida The soul of the man recreaba con actores los hechos relatados sobre los músicos de blues en la década de los veinte, combinándolo con entrevistas y actuaciones de músicos actuales que versionaban las de los pretéritos cantantes de blues (con una bella idea narrativa que amplifica la continuidad de una herencia, como los contrastes de una evolución o transformación, ya que aquellos estaban solos con su guitarra, a diferencia de la electrificación de los grupos actuales: tras la interpretación del músico del pasado ,se enlaza con la versión que realizan músicos como Nick Cave,Lou Reed, Los lobos, T Bone o Bonnie Raitt).
Pina combina las intervenciones de todos los colaboradores de Pina Bausch (pero con una hermosa ocurrencia: vemos su rostro, mientras en off se escucha su reflexión, comentario, evocación, así conjugada, dada el reciente fallecimiento de Pina, la idea de homenaje a una ausencia), con las fascinantes escenificaciones de las actuaciones, como si hiciera así presente el cuerpo ausente de Pina con la intensidad resultante de la celebración de la presencia con la conjugación o conversación de cuerpos, luces, música y decorados. El fruto de su asombrosa creatividad, que se corporeizan como dramatizaciones, como relato de una interioridad, la vida interior de Pina Bausch, el esplendor de su imaginación.
La danza, por su parte, plantea la narración como el tejido de la interconexión de varios órganos, los que componen el cuerpo del ballet de la Opera de París. De ahí que comience con varios planos estáticos de sus subterráneos, esos pasadizos de los sótanos, repletos de tuberías y cables. Y durante la narración se suceden, como transiciones, planos vacíos de otros espacios de este edificio, escaleras, pasillos etc, incluso cómo un apicultor cuida unas abejas en la azotea. Así, asistimos a los diversos ensayos, a le minuciosa elaboración, entre coreógrafos y bailarines, de la danza en la que trabajan, cómo corrigen, afinan, en armoniosa colaboración e intercambio de ideas, pero también a las reuniones de la directora artística con el equipo que prepara la recepción de quienes han donado un dinero o con sus bailarines cuando se discute sobre sus derechos, su conversación con bailarinas, reestructurando los papeles adjudicados o contrastando cómo evoluciona una joven bailarina recién llegada, pero también las comidas, algunas clases, y las actuaciones, ya en el tramo final, en los escenarios ( así como sus preparativos previos). La obra casi se puede decir que no tiene un final, porque sus apasionantes dos horas y media han sido la corporeización de un órgano vivo cuya labor, sí, culmina con las actuaciones, pero proseguirá con otras elaboradas forjas creativas, otros procesos, con el impulso de las venas creativas, en la que es primordial para que la circulación fluya la fructífera interacción de sus componentes.
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