Forajidos
(The killers, 1946), de Robert Siodmak, dispone de un inicio que es
enigma de sombras. La estructura de su narración es indagación que
intenta dar luz a esas sombras que esculpen el cuerpo de El
sueco
(Burt Lancaster). En los planos de apertura, los faros de un coche
alumbran la carretera. Dos figuras en sombras se recortan en primer
plano. Sombras aciagas, mensajeros de las sombras. La luz ilumina un
letrero: entramos en Brentwood. Los títulos de crédito aparecen
superpuestos sobre el plano general de una calle, que tuerce hacia la
derecha, y de dónde proviene una resplandeciente, casi cegadora luz,
de la que surgen, caminando, los dos hombres, ataviados con sus
gabanes y sus sombreros de fieltro. Se dirigen hacia el otro extremo,
y se detienen ante el escaparate de una gasolinera cerrada. Se
vuelven, y vemos sus rostros, tan inquietantes como gélidamente
determinados (los rostros de Charles McGraw y William Conrad). El
primero hace un gesto con su mano hacia el interior de su gabán, un
ademán que no vaticina nada bueno. Pájaros de mal aguero, sin duda.
Se dirigen al local que está en enfrente, una cafetería en forma de
caravana, pero no entran por la misma puerta, sino que cada uno lo
hace por un extremo distinto. Con un humor afilado, cruel, como quien
disfruta jugando con un animal indefenso, empiezan a jugar tanto con
el dueño como con un cliente, Nick. Buscan a El
sueco.
Son meramente los asesinos (The Killers), los ejecutores. La cegadora
luz de la muerte.
Mientras
se informan de dónde vive el sueco, El chico, Nick, que trabaja en
la misma gasolinera que el
sueco,
sale corriendo por la puerta de atrás, y llega antes a la casa de el
sueco.
La cámara le encuadra en un angosto patio en el que salta una tapia,
y se mueve mediante un travelling de retroceso desde la ventana hasta
la figura en sombras que yace en la cama, el
sueco,
y prosigue hasta la puerta que se abre, y por la que entra Nick. Ya
sugiera que será un movimiento inútil. Nick no entiende que no
quiera marcharse, pero El
sueco
ya ha asumido que las sombras le han alcanzado, y ya está cansado de
huir. Reconoce que cometió un error una vez, tiempo atrás, y por
eso le van a matar. No se mueve de dónde está. Sabe que es el
momento. No tiene fuerzas, las sombras le pesan. Su rostro surge de
las sombras, cuando Nick se marcha; es un rostro cansado, resignado.
Oye los pasos que suben las escaleras Mira la puerta, bajo la cual
asoma la luz del rellano. El plano sobre la puerta se dilata. El
momento se demora, como si unos segundos contuvieran una eternidad.
Su gesto se tuerce de desesperación, como si se enfrentara a lo
largamente anunciado, no deseado, pero sí inevitable. Un gesto a la
vez expectante, como si necesitara que se abriera esa puerta de una
vez, para que la luz entre, y pueda descansar al fin. Ansía que la
muerte, que lleva tiempo sobrevolando sobre él como un peso que ha
ido minándole, fulmine de una vez su vida, la cuál ya sólo era,
por otra parte, una mera sombra anhelante de que le liberen de su
condena en vida, la condena de una decepción.
Los dos asesinos abren
la puerta, y le acribillan. Su mano se agarra al cabecero, y cae. Una
mano en la que resalta una cicatriz que asemeja a un sello de lacre,
el sello de su fractura interior, la huella de su pasado como
boxeador. Concluye un excepcional prólogo sembrado de preguntas.
¿Por qué el
sueco no
quiso huir?¿Por qué le mataron?¿Quién ordenó a esos hombres que
lo ejecutaran.
Esas
preguntas se contestarán a través de una prodigiosa estructura en
forma de encuesta, acorde a la investigación de un agente de
seguros, Jim Reardon (Edmond O'Brien), intrigado por esa actitud, y
por un pañuelo con un arpa irlandesa. Diversos flashbacks,
correspondientes a los relatos de varios personajes que conocieron al
sueco, Ole
Anderson,
en un momento dado de su vida, irán delineando los ángulos del por
qué, aunque esa estructura parcial, fragmentada, siempre desde
perspectivas ajenas, determina un singular enfoque que privilegia la
sugerencia e insinuación, el fuera de campo de lo inasible, los
intersticios del por qué, como sombras que nunca podrán ser
alumbradas de modo completo por la luz, a no ser la de la muerte. Lo
sustancial, aquello que determinó que
El sueco se
convirtiera en un espectro de sí mismo se sugiere entre las sombras,
cómo él pasó de ser de ser un protagonista en el ring de la vida,
como lo fue durante un tiempo, como promesa, en el del boxeo, para
convertirse en una sombra ausente. Si en el cuadrilátero boxístico
la fractura de su mano derecha determinó que abandonara la práctica
del deporte, la fractura de sus sentimientos le condujo a difuminarse
en los márgenes de la vida como una sombra que sólo anhelaba su
propia desaparición.
El
productor Mark Hellinger puso en marcha el proyecto, su primera
producción, que sería distribuida por Universal Pictures. Anthony
Veiler, con la colaboración no acreditada de John Huston (porque
estaba bajo contrato de la Warner) y Richard Brooks, adaptó el
relato breve de Ernest Hemingway, circunscrito
a la situación inicial de la llegada de los asesinos, pasaje que
dura aproximadamente veinte minutos. En El Dirigido por nº 401, en
el 2010, en un texto sobre Ciudadano
Kane titulado
Los trucos del mago, dentro de un dossier dedicado a Orson Welles,
señalé cómo la estructura narrativa de Forajidos,
en forma de encuesta, parecía una variación de la de Ciudadano
Kane,
incluido la relevancia de objetos con enigma incorporado ( el trineo
Rosebud, en un caso, y el pañuelo con lira irlandesa, en el otro). Y
también apuntaba cómo me parece que ese planteamiento dramático y
narrativo estaba desarrollado con más rigor en
Forajidos.
En Ciudadano
Kane, más
allá de que adolezca de cierto espesor narrativo a partir de su
ecuador, y de que en ocasiones parezca que el relato lo subordine a
la búsqueda del alarde formal, a partir de las evocaciones del
personaje de Joseph Cotten, prescinde del rigor de la perspectiva, ya
que en muchas ocasiones no estuvo el personaje presente. En
Forajidos,
cada evocación implica una nueva esquirla a través de la que
entrever otro detalle que va agregando una pieza más al rompecabezas
de la fractura emocional de El sueco, como en muchas secuencias se
sugiere su enamoramiento sin red mediante las miradas que dirige a
Kitty (Ava Gardner). Importa tanto lo que se ve como lo que se
sugiere.
La
primera evocación es la de la mujer a la que le legó su herencia;
ella evoca la noche en la que le salvó la vida, cuando él, tras
destrozar su habitación, intentaba suicidarse. Si nos es presentado
como una sombra a la espera de la muerte, el siguiente añico evocado
de su vida será su agonía, el momento decisivo en el que comenzó a
gestarse como sombra. La siguiente evocación nos hace retroceder
mucho más en el tiempo, pero están vinculadas de modo metafórico
(ya que ambas circunstancias están relacionads con dos abandonos y
dos frustraciones), ya que será aquella que relata su último
combate de boxeo, el inicio de su fin, ya que determinó que, en vez
de aceptar la propuesta de su amigo Sam (Sam Levene), teniente de
policía, para que ingresara en el Cuerpo de policía, prefirió
dejarse tentar por las sirenas de los lujos que proporcionaban las
actividades ilegales, escenario en el que, precisamente, conoció a
Kitty en una fiesta a la que asistió acompañado de su novia
entonces, Lilly (Virginia Christine), luego, con el tiempo, esposa de
Sam. Durante esa fiesta, en un encuadre, Lilly observa a el sueco
mientras él observa encandilado a Kitty; él se desplaza, y la
cámara también, y queda fuera del plano Lilly. Ya no existe para
él. En cambio, en el encuadre, entre él y Kitty se interpone una
luz (la que le cegará). Esa obnubilación será su perdición. Su
primer indicio, su sacrificio, cuando Sam encuentre una joya que
incrimina a Kitty. El sueco preferirá inculparse aunque implique
tres años de cárcel. Compartirá celda con Charleston (Vince Barnett), quien le hablará de las estrellas y los planetas. Pero
para el sueco no hay otra estrella sino Kitty, siempre lejana, aunque
él orbite alrededor de ella como si fuera su particular sol. Una luz
que no advierte cómo le ciega, hasta que, tras un atraco, ella le
engañe para conseguir quedarse con el dinero a costa de los
cómplices. Para ella el sueco es un mero instrumento. La
excepcional secuencia del atraco en la fábrica condensa el rigor y
el ingenio creativo de esta magistral obra. Un plano secuencia acorde
a la mirada objetiva del relato periodístico del suceso que lee el
jefe de Reardon. Un hecho sin perspectiva subjetiva, por ello,
relatado desde la distancia, mediante el desplazamiento coreográfico
de una cámara que, desde las alturas, desciende, para aproximarse, y
vuelve a alejarse, como el sueco sintió por un momento que se
acercaba a la estrella luminosa que representaba Kitty, para luego
ser arrojado a la distancia de la nada, como un cuerpo que es mera
sombra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario